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29 enero 2022 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

IV Domingo después de Epifanía: 30-enero-2022

Epístola (Rom 13, 8-10)

A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo; porque el que ama ha cumplido el resto de la ley. De hecho, el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás, y cualquiera de los otros mandamientos, se resume en esto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal a su prójimo; por eso la plenitud de la ley es el amor

Evangelio (Mt 8, 23-27)

Subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron. En esto se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; él dormía. Se acercaron y lo despertaron gritándole: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!». Él les dice: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?». Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma. Los hombres se decían asombrados: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar lo obedecen?»

J. TISSOT: “Jesús calma la tempestad” (1886-1894)

Reflexión

I. Este Domingo escuchamos por tercera semana consecutiva un milagro de Jesús, en este caso el de la tempestad calmada (Mt 8, 23-27). San Mateo lo relata poco después de la curación del leproso y del siervo del centurión (Evangelio del domingo III después de Epifanía). En su cronología del Evangelio, Bover lo sitúa en el segundo año de la vida pública, después de haber expuesto las parábolas del Reino de Dios, y con ocasión de la expedición a Gerasa que pone fin a la segunda misión por Galilea[1].

En su clasificación de los milagros de Cristo, santo Tomás de Aquino distingue cuatro grupos que abarcan en su conjunto todos los seres de la creación[2]: sobre los espíritus, sobre los cuerpos celestes, sobre los hombres y sobre las criaturas irracionales e incluso inanimadas, aunque siempre al servicio o en provecho del hombre. Entre estos se encuentra el que estamos comentando: «La conveniencia de este cuarto grupo de milagros es manifiesta: con ello demostró Cristo una vez más que tenía pleno dominio sobre toda la creación, como dueño y señor de toda ella. Le obedecen las criaturas irracionales e inanimadas (peces, pan, vientos, agua, árboles, etc.), en las que no cabe sugestión ni engaño alguno»[3].

Como Dios y hombre verdadero, Jesucristo demuestra que tiene pleno dominio sobre toda la creación, como dueño y señor de toda ella. En el Antiguo Testamento vemos cómo la omnipotencia divina se refleja no sólo en el acto de establecer los fundamentos de la tierra, sino en la delimitación de las fuerzas caóticas del mar (cfr. Gn 1, 1-10; Job 38, 1. 8-11). De ahí la pregunta de los discípulos: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar lo obedecen?» (v. 27). Ante aquel hecho tan excepcional, los que ya habían visto los milagros de Jesús y creían en Él como Mesías empiezan a darse cuenta de que Cristo es mucho más y se van abriendo progresivamente a su revelación definitiva como Hijo de Dios. Volvemos, por tanto, a encontrar la estrecha vinculación entre los milagros de Jesús y la fe en Él que es nota común a todos ellos, bien sea desde la perspectiva de san Juan al hablar de los «signos» (Jn 2, 11) bien sea desde la de los sinópticos (Mt 8, 13).

Antes de llegar a este desenlace, el evangelista nos presenta la reacción de los discípulos; al comprobar que Jesús dormía: «se acercaron y lo despertaron gritándole: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!» (v. 25) y cómo fueron objeto de una reprensión por parte de Jesús: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?» (v. 26). Los apóstoles pensaron que estaba ajeno a cuanto ocurría y aunque habían sido hasta entonces testigos de grandes milagros podían preguntarse si le obedecerían el viento y el mar. Recurrían a Él en el momento difícil para que los salve; pero no tenían plena confianza.

En el mar de Galilea las tormentas son muy peligrosas para los barcos de pesca, pues está situado en una depresión o cuenca a la que llegan los vientos procedentes de las altas cordilleras del entorno. El miedo en aquellas circunstancias parece bastante justificado, por eso Cristo no reprende tanto la cobardía de aquellos hombres cuanto su causa: la falta de fe. «El Señor censura la timidez y la fe escasa de quienes creían preciso que despertase ¡Como si no bastara llevarlo con ellos para sentirse seguros! »[4].

II. Al temor desordenado frente a los peligros se opone la fortaleza, por eso, las circunstancias de este milagro nos permiten reflexionar acerca de su importancia para la vida sobrenatural y sobre su íntima relación con la fe. Para ello comencemos por recordar que la fortaleza puede ser considerada como virtud cardinal y como don del Espíritu Santo[5].

– Por «virtud», entendemos «una cualidad del alma que da inclinación, facilidad y prontitud para conocer y obrar el bien»[6]. La fortaleza es una de las cuatro virtudes cardinales (junto con la prudencia, justicia y templanza), que reciben este nombre porque son como el apoyo y fundamento de las virtudes morales. Fortaleza «es la virtud que nos hace animosos para no temer ningún peligro, ni la misma muerte, por el servicio de Dios»[7] y por su propia definición vemos que sin ella las otras tres virtudes quedarían inertes sin consistencia, expuestas ante las dificultades.

– A su vez, la fortaleza es uno de los siete «dones del Espíritu Santo». Estos «sirven para afianzarnos en la fe, esperanza y caridad, y darnos prontitud para actuar las virtudes necesarias a la perfección de la vida cristiana»[8]. El don de fortaleza refuerza la virtud del mismo nombre, haciéndola llegar al heroísmo más perfecto en sus dos aspectos fundamentales: resistencia y aguante frente a toda clase de ataques y peligros, y acometida en el cumplimiento del deber a pesar de todas las dificultades.

El don de fortaleza se manifiesta en particular en los mártires, pero no menos en la práctica callada y heroica, en lo pequeño, de las virtudes de la vida cristiana ordinaria. Cuando falta la fortaleza, por temor o cobardía, se rechazan las molestias necesarias para conseguir un bien que es difícil de alcanzar; y así ocurre en la vida cristiana que supone exigencias que debemos afrontar sabiendo que la gracia de Dios nos precede y acompaña[9] pero que requiere nuestra cooperación esforzada.

Por todo esto que decimos, el episodio evangélico de la tempestad calmada que comentamos encuentra también aplicación a cada cristiano que debe afrontar con fe y fortaleza las dificultades por las que atraviesa a lo largo de su vida. Como los apóstoles que veían a Jesús dormido en medio de las zozobras por las que atravesaba su barca, todos nosotros sentimos, con mayor o menor intensidad, el vaivén de la tormenta en numerosas ocasiones. Es ahí cuando debemos tener una confianza en el Señor que presupone la Providencia de Dios, la fe inquebrantable en la victoria final de Cristo y la convicción de que al hombre fiel a Dios, nada ni nadie podrá separarlo de su amor.

Una forma particular de cobardía es el llamado «respeto humano» que por miedo a la reacción en contra de los demás nos lleva a dejar de cumplir el deber o a practicar valiente y públicamente la virtud. La fortaleza se manifiesta también en una vida cristiana coherente, con naturalidad y buenos modos que son, a su vez, el mejor testimonio: nuestra postura y actitud ante los demás es indicio de nuestro grado de unión con Dios.

«No perdamos nunca de vista que el Señor ha prometido su eficacia a los rostros amables, a los modales afables y cordiales, a la palabra clara y persuasiva que dirige y forma sin herir: beati mites quoniam ipsi possidebunt terram, bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. No debemos olvidar nunca que somos hombres que tratamos con otros hombres, aun cuando queramos hacer bien a las almas. No somos ángeles. Y, por tanto, nuestro aspecto, nuestra sonrisa, nuestros modales son elementos que condicionan la eficacia de nuestro apostolado»»[10].

En el extremo contrario hay que evitar una audacia o temeridad que lleve a despreciar de manera inconsciente los peligros para nuestra salvación o a no poner los medios que son necesarios para afrontarlos.

*

A la Virgen María le pedimos que nos alcance la gracia de que el Señor nos confirme en la fortaleza de modo que sepamos permanecer fieles en su servicio en medio de las dificultades exteriores e interiores.

«Oh Dios, que conoces nuestra fragilidad y sabes que no podemos resistir entre tantos peligros como nos cercan; concédenos la salud de alma y cuerpo, para que venzamos, con tu asistencia, los males que padecemos por nuestros pecados. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén» (Or.colecta).


[1] José M. BOVER, El Evangelio de N.S. Jesu-Cristo, Madrid: Lux Mundi, 1958, 130-131.

[2] STh III, 44, 1-4.

[3] Antonio ROYO MARÍN, Jesucristo y la vida cristiana, Madrid: BAC, 1961, 300.

[4] Verbum vitae, La Palabra de Cristo, vol. 2, Madrid: BAC, 1957, 464.

[5] Cfr. Antonio ROYO MARÍN, Teología moral para seglares, vol. 1, Madrid: BAC, 1965, 228-229. 426-435.

[6] Catecismo Mayor V, 1.

[7] Ibíd.

[8] Catecismo Mayor V, 2.

[9] Cfr. oración actiones nostras: «Te pedimos, Señor, que te anticipes a nuestras acciones inspirándolas y que las acompañes sosteniéndolas: para que toda nuestra oración y actuación empiece en ti y por ti llegue a cumplimiento lo iniciado»

[10] Salvador CANALS, Ascética meditada, Madrid: Rialp, 1981, 76.