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10 enero 2022 • Vivir en el terreno de la irrealidad puede derivar en un estéril anacronismo o en una frustración incurable

Manuel Parra Celaya

Fundamentar la eutopía

Rafael Sanzio: «La escuela de Atenas» (1509-1511). Museos Vaticanos

Conforme las personas vamos ganando en edad, experiencia de la vida y capacidad de reflexión, las utopías van cediendo su lugar a las eutopías; es decir, se deja de lado aquello que nunca ha existido en lugar alguno y no podrá existir, aunque haya presidido los ensueños juveniles, y se pasa a la búsqueda de que el lugar donde vayas a vivir, tú y los tuyos, esté dotado de dignidad y presidido por los valores que, hasta hace un tiempo, se encarnaban en los sueños utópicos.

Creo que esta evolución es un proceso inevitable de la existencia y representa un síntoma de madurez; si aquellos ensueños eran un máximum idealizado, ahora se van acomodando a las realidades; la circunstancia se ha ido concretando en su lugar y tiempo concretos, visto lo visto, y se ha llegado a la conclusión de su existencia real, no a la que hubiéramos aspirado si esa circunstancia hubiera sido distinta.

Vivir como si lo que está a tu alrededor (circum stare) fuera distinto de lo que es lleva al terreno de la irrealidad, que puede derivar en un estéril anacronismo o en una frustración incurable, a fuerza de nostalgia como motor de tus actos o de un darte de cabezazos contra un muro insalvable.

La eutopía no significa en modo alguno la renuncia a unos ideales, y sí la posible puesta en práctica de estos, su posibilidad en un mundo no ficticio. Un ideal es siempre una aspiración y una guía, sustentado por valores que deben ser intemporales; que puedan plasmarse en una sociedad concreta, en un aquí y ahora, y, sobre todo, en la de nuestros descendientes.

La búsqueda de la eutopía debe ser el objetivo de toda política, entendiendo este término en su sentido primigenio, de preocupación y servicio por la cosa pública; otra cosa es si referimos el término política a su profesionalidad actual, que es una forma de aprovechamiento, de usurpación, si se quiere, por parte de los autodenominados políticos (salvo honrosas excepciones). No obstante, la despreocupación por la política es síntoma de decadencia social, de indiferencia por el bien común, de un pasotismo que solo beneficia a aquellos profesionales mencionados, que tienen las manos libres para actuar con total impunidad.

Interesarse por las cuestiones políticas e intervenir en ellas en la medida de lo posible es un alto deber de civismo; y no se puede limitar este interés y esta intervención a la pasividad del voto depositado en una urna cada cierto tiempo.

Pero, además, hay otro campo complementario de este de la preocupación por la política, y este ámbito queda reservado para aquellas personas que, además de su vocación de servicio al bien común, están dotadas de una gran capacidad de reflexión, de un ir más allá de lo que sucede diariamente a nuestro alrededor.  Tiene acuñado este campo el nombre de metapolítica, definida por el filósofo Alberto Buela como “el estudio de las grandes categorías que condicionan la acción política”. Nos adentramos así en una metafísica que sustenta lo político, aunque varios autores prefieren separar lo metafísico de lo metapolítico.

La política trata de programas, de soluciones, de hechos, de causas y consecuencias, de acciones concretas de gestión de una sociedad; digamos que constituye un a modo de escaparate, tras el cual se pueden vislumbrar las grandes tareas que incumben a la metapolítica. Quien se fija solo en los rumbos de la política, en los juegos de intereses de los partidos, en las pequeñas o grandes discrepancias entre poder y oposición, puede entender de política, pero a lo mejor será incapaz de ver las trastiendas, de saber las últimas causas de los aparentemente inocuos movimientos de los políticos, de las grandes cuestiones, de aquello que incluso trasciende un tiempo concreto. Muchas de las cuestiones del llamado combate cultural de hoy se incluyen en este ámbito.

La metapolitica se refiere a aquellas categorías permanentes de razón, a las verdades que no son susceptibles de decisiones de gobierno o de juegos de mayorías y minorías o de escrutinios electorales; por el contrario, la política, especialmente la anclada en las posturas neoliberales o neomarxistas, planta sus reales en el más puro relativismo.

No se trata de repetir el viejo chascarrillo atribuido a Franco (“Haga como yo, no se meta en política”), sino de tirar por elevación, sobrepasar los estrechos campos que nos ofrecen los profesionales de la política o los medios de difusión a su servicio.

Entrar en el arduo terreno de la metapolítica nos permitirá escudriñar las aportaciones de grandes pensadores, aun de tiempos pasados, que dejaron su impronta en la atención a los grandes problemas de las sociedades, a esos grandes temas de naturaleza permanente que siguen constituyendo la base de la desarmonía del hombre consigo mismo y con su entorno.

Con ello, podremos escapar del atractivo de las utopías y profundizar en la persecución de las eutopías reales.