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6 diciembre 2021 • El cambio de modelo de Estado es necesario y posible

Angel David Martín Rubio

Reflexiones constitucionalmente incorrectas

Artículo publicado el 6 de diciembre de 2018

Los últimos años han visto el retroceso de España en todos los aspectos: político, económico, social, moral, nacional…

Retroceso político, porque lejos de arbitrar cauces para que una sana opinión pública intervenga en los asuntos que son de su competencia sin renunciar por ello a la misión rectora del Estado, la Constitución había privilegiado como forma exclusiva de representación a los partidos políticos cuya práctica ha generalizado el abstencionismo y el desinterés por la política. Retroceso económico, porque con independencia de las recurrentes crisis que nos han esquilmado durante estos años, todavía no hemos recuperado los índices que nos situaban a comienzo de la década de los setenta entre las naciones más desarrolladas. Retroceso social, porque han desaparecido las clases medias, el más firme puntal de una sociedad moderna, al ser imposible o tener un costo inaccesible para la mayoría el ahorro, el acceso a la vivienda, la gestión de las pequeñas empresas, la estabilidad en el puesto de trabajo, la formación de una familia en los primeros años de la juventud… Retroceso moral porque una ley sin Dios convierte al Estado en el principal agente de una ofensiva para el cambio de las mentalidades y además permite una tupida red de intereses y corrupción que genera un amplio entorno orientado en la misma dirección. Retroceso nacional porque carecemos de prestigio en el ámbito mundial y el sistema autonómico ha destruido cualquier referencia a un marco estatal común a todos los españoles.

Poco a poco se va abriendo paso la convicción de que esta situación no procede únicamente de un mal funcionamiento del sistema político que sería posible subsanar sin alteraciones sustanciales del marco constitucional sino que resulta consecuencia de una defectuosa configuración del mismo. Que no basta con una refundación convenciendo a nuestros conciudadanos de que la opción política X es mejor que la opción Z y trabajando por enderezar un resultado electoral favorable a la primera. Quizá por estamos viendo estos días la desesperada gesticulación de sus beneficiarios en defensa de un sistema agónico. Desde la partida de la porra de la extrema izquierda que defiende la perpetuación de los entramados corruptos y antisociales a los nostálgicos de un «consenso» cada vez más periclitado, coinciden en oponerse a una transformación sustancial del marco político.

Democracia en crisis o crisis de la democracia

En la cuestión que nos ocupa arroja mucha luz comprobar el impacto negativo que tienen sobre la realidad las ideas equivocadas. Generalmente ponemos en relación las consecuencias positivas o negativas con respectivas actuaciones que se valoran moralmente; acciones buenas darían lugar a resultados buenos y viceversa. De ahí que tendamos a culpabilizar de la situación, por poner un caso, a un peculiar envilecimiento de la clase política. Sin embargo, la experiencia demuestra que la repercusión de las ideas equivocadas es mucho mayor que la corrupción de los titulares del poder.

Pongamos solamente dos ejemplos: el terrorismo, viene siendo uno de los principales elementos de distorsión de la España contemporánea, no porque en ningún caso haya sido capaz de vencer al Estado en una confrontación total sino porque una serie de ideas equivocadas en los representantes de la autoridad y en la opinión pública impiden que se tomen medidas semejantes a las que en otros lugares y circunstancias históricas han puesto coto con eficacia a dicha amenaza. Otro caso, la llamada recuperación de la memoria histórica no responde al capricho personal de unos determinados personajes sino que es el resultado de haber interpretado durante años la Guerra Civil y los sucesos concomitantes con la idea equivocada de que la reconciliación era posible desde el olvido, la demolición del Estado nacido del 18 de Julio y la asimilación de los valores del enemigo. Por el contrario, los derrotados han optado por la artificial reconstrucción del pasado con independencia de lo que ocurriera en realidad y nunca hablan de historia (que es una disciplina científica) porque han preferido crear un nuevo concepto (el de memoria) fácilmente manejable. Se ha demostrado que era mucho más acertada la conclusión de José María Valiente en 1961: «volver a la vieja democracia liberal sería abrir el barranco de la revancha».

El impacto de las ideas equivocadas

Veamos, por tanto, tres ideas equivocadas que fueron incorporadas al actual modelo de Estado español:

  1. Una antropología inmanente que ignora la verdadera naturaleza humana.
  2. Un concepto de nación puramente accidentalista.
  3. La Constitución entendida como instrumento para la imposición de una determinada ideología.

Expongamos en primer lugar estos principios rectamente considerados:

I. La concepción política aristotélica, luego retomada por el santo Tomás de Aquino, se fundamenta sobre una afirmación: el hombre es social por naturaleza, de ahí su definición como ser animado político-cívico-social. Su más profunda naturaleza le lleva a vivir en una sociedad que no es algo ajeno al individuo, fruto de un acuerdo o convención con sus semejantes (como pretende el pactismo ilustrado) o algo subsistente por sí que determina el ser de los individuos (al modo de los estados totalitarios). La sociedad brota del hombre concreto al cual perfecciona y depara un medio vital necesario.

La Revelación añade dos datos trascendentes a este básico hallazgo de la razón humana:

a) Ese perfeccionamiento no puede excluir el orden sobrenatural y nunca será completo si carece de esta referencia. Es la consideración de «los valores personales del hombre como imagen de Dios» (Pío XII) o del hombre como «portador de valores eternos» (en expresión de José Antonio).

b) El hombre es por naturaleza sociable pero ello no impide que lleve en sí mismo fuertes impulsos antisociales. La naturaleza del hombre, buena al salir de las manos del Creador pero corrompida por el pecado y susceptible de reparación por la Redención, ganada objetivamente para todos los hombres pero no a todos ellos aplicada. Ya San Agustín subrayó el carácter dual y contradictorio del hombre: «No hay animal alguno tan discordioso por vicio y tan social por naturaleza como el hombre».

La sociabilidad espontánea no asegura por sí sola la permanencia de la sociedad. Ésta ha de ser asegurada por una estructura impuesta desde el poder contra los impulsos egoístas o antisociales. Se trata del Estado y del Derecho que a la luz de la doctrina católica puede definirse como «ordenación social imperada que estructura según justicia las relaciones humanas intersubjetivas en vías al bien común de la sociedad» (Daniel CENALMOR; Jorge MIRAS, El Derecho de la Iglesia, EUNSA: Pamplona, 2004, 39). Para autores como Vallet de Goytisolo el derecho es una realidad social, que existe entre hombres que viven en una sociedad, por eso el problema jurídico es parte de uno mucho más grande: la subversión de todos los principios sobre los cuales se edifica la ciudad occidental y cristiana. Y por eso mismo, es necesario antes que nada restaurar el sentido de una ciudad verdaderamente humana formada por individuos y sociedades menores unidos todos en la búsqueda de un fin común, que es la plenitud humana (cfr. Gonzalo IBÁÑEZ SANTA MARÍA, El derecho en Juan Vallet de Goytisolo y Michel Villey, in: Verbo, 497-498 (2011) 659-684).

II. En cada ser humano y en su conjunto, distinguimos una esencia que permanece idéntica a sí misma con independencia de los cambios o accidentes. Ahora bien, de acuerdo con la concepción aristotélico-tomista, es posible una analogía que distingue en la sociedad-Nación los mismos elementos que existen en el hombre, fundamento de la sociabilidad; algunos de ellos están vinculados a la identidad y otros son accidentales. En esta concepción se reconoce que los primeros tienen una larga pervivencia en el tiempo y no son fácilmente reemplazables sin alterar la esencia del sujeto. En este sentido hay que entender afirmaciones como «la nación es una unidad histórica» (José Antonio PRIMO DE RIVERA, Obras Completas, vol. 1, Madrid: Plataforma 2003, 2007, 363). Así, frente a las dos (y hasta tres) “Españas”, concebimos que difícilmente puede llamarse y ser España una nación despojada de aquellos elementos que históricamente la han constituido. Es ésta la tesis de Menéndez Pelayo en cuanto al catolicismo: «España, evangelizadora de la mitad del orbe, España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…; esa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los Arévacos y de los Vectones, o de los reyes de Taifas» (Historia de los heterodoxos españoles, vol. 2, Epílogo, Madrid: BAC, 1987, p.1038).

III. La tercera idea que estamos considerando viene a actualizar la vieja cuestión que los clásicos denominaron de las formas rectas de gobierno. No puede olvidarse que Aristóteles propugna una coexistencia natural de instituciones y clases que representan las facultades del hombre y sus necesidades sociales aglutinadas por un poder rector. Así, sugiere un régimen mixto que sea democrático en las instituciones inferiores, aristocrático en la minoría directora y monárquico en el poder supremo.

En nuestros días esta cuestión plantea la necesidad de buscar estructuras políticas que garanticen la necesaria comunicación que debe existir entre el Estado (como poder superior e independiente que se constituye en árbitro y obliga a los grupos e individuos a vivir en concordia y paz) y las condiciones espirituales y sociales del pueblo constituido como Nación. La voluntad del Estado concretada en las leyes debe ser expresión de esta última realidad y esto solamente se consigue mediante un adecuado sistema de representación.

No será necesario mucho esfuerzo para demostrar que el texto constitucional vigente desde 1978 y, por tanto, el modelo de Estado formulado en él, lejos de haberse edificado de acuerdo con estos principios, resulta expresión completa de las ideas equivocadas que exponíamos con anterioridad.

  1. La de 1978 no es una Constitución personalista como a veces se pregona. Ha eliminado cualquier referencia a la existencia sobrenatural del hombre; no jerarquiza correctamente los distintos ámbitos en que se reconocen derechos, los cuales no reciben ninguna fundamentación extrínseca; no valora el bien moral como elemento que dignifica a la persona sino que permite la agresión al primero de los derechos de la persona y su presupuesto inexcusable, el derecho a la vida y a la incolumidad(cfr. Miguel AYUSO, El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la Constitución española, Madrid: Criterio Libros, 2000, 130ss).
  2. Carece de cualquier referencia a una identidad española y apoya toda la estructura sobre un radical sistema de descentralización que repite a escala regional los graves errores del planteamiento global. Apenas se ha reparado en que la expresión Estado de las Autonomías encubre el sinsentido de un Estado incapaz de unificar a elementos que se presuponen dotados de capacidad de autodeterminación intrínseca. El sistema —tal como fue concebido y luego ha sido desarrollado en leyes como la controvertida LOAPA (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico)— favorece la irreversible destrucción de España como entidad histórica, moral y jurídica.
  3. Ignorando otras posibles soluciones, la Constitución de 1978 ha privilegiado como forma exclusiva de representación a los partidos políticos, y esto a todos los niveles: estatal, autonómico y municipal. Por otro lado, el proceso legislativo agrava aún más la situación al poner instituciones como el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional bajo el capricho de las oligarquías partitocráticas. Lejos de arbitrar cauces para que una sana opinión pública intervenga en los asuntos que son de su competencia sin renunciar por ello a la misión rectora del Estado, la práctica política de los partidos ha generalizado el abstencionismo práctico.

Al mismo tiempo las corrientes ideológicas más radicales (como el Partido Socialista y sus epígonos a la izquieda o los separatistas) utilizan el aparato del Estado y los numerosos mecanismos de corrupción generados, sobre todo, en el entorno de Autonomías y Ayuntamientos para adoctrinar a la sociedad y provocar la inversión de los valores hasta hace poco unánimemente profesados por los españoles. La educación para la ciudadanía, el laicismo, la memoria histórica, las uniones pseudo-matrimoniales, el aborto, las campañas pro-eutanasia, el fomento de la inmigración indiscriminada de elementos ajenos a nuestros referentes culturales, la presencia institucional y la violencia de las bandas ultraizquierdistas y del entorno de ETA… son otros tantos pasos que favorecen la segunda etapa de aquel proceso que Alfonso Guerra definió con la finura intelectual que le caracteriza («A España no la va a conocer ni la madre que la parió»). El mismo dirigente socialista señalaba el poder como instrumento para llevar a cabo una transformación del Estado y de la sociedad.

En defensa de la sociedad bárbaramente atacada

El análisis de los principios sobre los que se ha edificado el sistema vigente, avala la conclusión de que la situación actual de España no procede únicamente de un mal funcionamiento del mismo sino que resulta consecuencia de su defectuosa configuración del mismo que no parece posible subsanar sin una modificación sutancial del marco constitucional.

Podemos preguntarnos para terminar si, una vez diagnosticado el mal, es posible acertar con el remedio. De entrada, diremos que modificar la estructura del Estado español parece empresa ardua; término que se refiere a un bien posible, cuyo logro supone esfuerzo pero que el poseerlo supera con creces las dificultades de la tarea.

Parece posible porque, aunque es cierto que hay mucho terreno perdido, la situación actual no es el resultado fatal de un viento de la historia que nos arrastra necesariamente hacia la desaparición o neutralización de España como marco de convivencia capaz de conservar su identidad manteniendo al tiempo un proyecto sugestivo de vida en común (en conocida expresión de Ortega y Gasset). No olvidemos, tampoco:

  • Que todas las posiciones que ahora nos proponemos recuperar han sido previamente abandonadas, empezando por quienes más obligados estaban a defenderlas por su condición o por los compromisos libremente asumidos.
  • Que hay miles de personas “en nómina”, cuya ocupación profesional es tomar iniciativas inspiradas en las ideas equivocadas de las que hablábamos y no lo hacen por ningún meritorio idealismo sino que su trabajo en esta dirección está respaldado organizativa y económicamente.
  • Por eso, la Constitución de 1978 convierte al Estado en el principal intendente del enemigo con medios materiales que en buena medida proceden de los esquilmados bolsillos de la población sometida. El Estado es también el principal agente de esa ofensiva para el cambio de las mentalidades y además cuenta con una tupida red de intereses y corrupción que genera un amplio entorno orientado en la misma dirección.
  • Que buena parte de quienes profesan principios y valores opuestos a los de aquellos que se mueven más activamente contra la identidad histórica de España, comparten en buena medida las ideas equivocadas que hemos expuesto al principio. Esto impide o retrasa cualquier acción o esteriliza las que se emprenden con buena voluntad pero en dirección errónea. Pensemos, por ejemplo, en quienes se limitan a apoyar a una opción política que (en el mejor de los casos) después de unos años volverá a dejar paso a la vanguardia izquierdista sin haber tomado ninguna medida que altere sustancialmente el marco previamente establecido en la anterior oleada revolucionaria (Pensemos en el paso del Partido Popular por el Gobierno). Otras veces se produce una limitación en los propios objetivos recurriendo a falaces argumentos del tipo “la verdad se propone pero no se impone”.

Convencidos como estamos de que el cambio de modelo de Estado es necesario y posible, ser conscientes de esta situación nos lleva a concluir concretando algunos principios que podrían orientar esta acción:

I. La motivación más eficaz es de carácter sobrenatural. Nos mueven a actuar así, la Fe, la Esperanza y la Caridad. Esto no quiere decir que alguien no pueda hacer su aportación movido por otras palancas, sino que éstas son las que sostienen durante más tiempo en un combate largo y con muy escasas victorias parciales, y permiten dibujar en el horizonte soluciones radicales que van a la entraña del problema.

II. Estimamos imprescindible una adecuada teología de la historia que nos ayude a reconocer los signos de los tiempos (Mt 16, 1-3) y a evitar un puro voluntarismo, ingenuo por irrealizable, que produce el efecto de enervar la obra de la verdadera y necesaria resistencia, convirtiendo la proclamación de la realeza de Cristo en mera declaración verbal de intenciones que se desinflan una y otra vez ante la confrontación con la realidad. No hablamos de tiempos ni de lugares pero tenemos que ser conscientes de que la situación histórica de la humanidad seguirá deteriorándose hasta llegar a su paroxismo, la falsificación afectará no solamente a lo político sino a lo religioso y la restauración final tendrá lugar en y por Jesucristo (Pulse sobre el enlace para ampliar esta cuestión y la respuesta a posibles objeciones).

III. Dando por supuesto que nosotros mismos rechazamos las ideas equivocadas, no apoyar a ninguna persona o grupo que inspire su actuación en ellas. Lo ocurrido en España en los últimos años es suficientemente aleccionador de lo estériles que resultan las tácticas del tipo “mal menor”.

IV. Combatimos al estilo de una guerra de guerrillas, por lo que la proliferación de iniciativas no siempre debe considerarse con sospecha. Por otro lado, no debe causar un efecto demoledor no recibir aliento e incluso ser atacados por aquellas personas e instituciones de las que más se podía esperar apoyo pero que ya comparten las ideas y valores del enemigo. Actuaciones como la de la Monarquía o la de determinados representantes oficiales de la jerarquía eclesiástica en nuestros días recuerdan a lo ocurrido en la España de 1808, cuando el pueblo español se levanta porque otras personas e instituciones han fallado o aspiraban únicamente a llegar a un entendimiento con el enemigo extranjero cuyas ideas compartían (pensemos en los afrancesados o en los liberales que, en expresión de Menéndez Pelayo, «por loable inconsecuencia dejaron de afrancesarse»).

V. Dando por sentado que hay tarea para todos y que todas las actuaciones pueden alcanzar eficacia, teniendo en cuenta lo cerrado del espacio político que impide la germinación de muchos esfuerzos, proponemos privilegiar las acciones en el terreno cultural, entendiendo como tal lo que el comunista Gramsci llamaba la sociedad civil, es decir, el terreno en el que se determinan las ideas hegemónicas en una sociedad que luego influyen de manera decisiva en el comportamiento de sus miembros. De poco serviría, pongamos por caso, un cambio circunstancial de escenario político si la educación, la prensa, el pensamiento… actúan en dirección contraria.

VI. Valoramos también en sus justos límites el espacio propio de la acción política, porque no podemos caer en la ingenuidad de esperarlo todo del libre movimiento de opinión y somos conscientes de la enorme capacidad que el propio Estado tiene para influir, de manera positiva en nuestro caso, en la formación íntegra de las personas que han de protagonizar esa sociedad que sirve de fundamento a la comunidad política que proponemos y a cuya definición dedicaremos un próximo artículo.

Terminamos evocando unas palabras del Discurso pronunciado el 4 de enero de 1849 por un clarividente extremeño, el católico y contrarrevolucionario Juan Donoso Cortés. En ellas encontramos la mejor expresión de una actuación pública inspirada en los principios que aquí hemos recogido:

«Cuando mis días estén contados, cuando baje al sepulcro, bajaré sin el remordimiento de haber dejado sin defensa a la sociedad bárbaramente atacada, y al mismo tiempo sin el amarguísimo, y para mí insoportable dolor, de haber hecho mal a un hombre».