Widgetized Section

Go to Admin » Appearance » Widgets » and move Gabfire Widget: Social into that MastheadOverlay zone

6 diciembre 2021 • Los más pesimistas auguran la desaparición del libro; los optimistas confían en su supervivencia

Manuel Parra Celaya

Balada triste junto a un contenedor

Me fue imposible pasar de largo. Me acerqué para poder contemplarnos de cerca, por si me eran conocidos o, quizás, por pura compasión. Y allá estaban, abandonados sobre la acera junto a un contenedor, como si, a última hora, el anónimo desaprensivo se hubiera arrepentido de sepultarlos entre cartones inservibles y les hubiera querido conceder una última oportunidad.

Allí estaban, y los conocía a todos: La Celestina, El Cantar del Mío Cid, Obra poética de Antonio Machado, Antología poética de Quevedo, Antología de prosistas españoles, de Menéndez Pidal, El libro del Buen Amor, el primer tomo del Quijote… Me dieron ganas de prohijarlos, de llevármelos todos a mi casa, se sacarlos del polvo de la calle, de las inmundicias, de la intemperie, de la lluvia…; pero me detuvieron dos razones: que mi esposa me acusara de padecer el síndrome de Diógenes y, la más poderosa, que sus títulos ya eran familiares desde siempre en mi biblioteca personal, todos menos uno. Decidí, como en el cuento del naufragio, salvar a este y deseé con toda mi alma que algún viandante curioso y culto se apiadara del resto, para mayor gloria de su inteligencia y de su sentido de la belleza.

¿Qué causas habrían llevado a cometer aquel desaguisado, aquella especie de sacrilegio literario? Podrían haber sido varias; por ejemplo, unos deudos que habían vaciado la biblioteca del padre o del abuelo fallecidos, con el fin de hacer sitio para colocar algunas fruslerías.

Descarté inmediatamente un robo, pues los ladrones habituales, o no saben bien el español o nunca cargarían con cosas inútiles, aunque fuera para dejarlas en la calle después; y los libros de literatura, según mi antiguo profesor D. Guillermo Díaz-Plaja, pertenecen a la categoría de lo inútil (la frase con la que empezaba el curso era “¡Ay del profesional que carece de información -lo útil-, pero ay del hombre que carece de formación -lo inútil-¡”). Tampoco procedían los libros condenados de un desahucio, pues ya sabemos que, desde que es alcaldesa la Sra. Colau, no se ha producido ninguno en Barcelona…

Empecé a pensar que el sacrificio de aquellos tomos se sustentaba en motivos políticos, al quedar tirados en una calle de mi ciudad y de mi sufrida Comunidad; se trataba de literatura española, escrita en el idioma común de todos, fueran o no gloriosamente bilingües, ese que se llama castellano o español por antonomasia. ¿Para qué iba a necesitar de esos clásicos un alumno de Instituto o un ciudadano normal si se le regatea -ilegalmente, por cierto- ese mísero 25% de la lengua española?

O ¿para qué iban a servir esos libros en una ciudad cuyo Consistorio -presidido por la mencionada Sra. Colau- se ha negado en redondo a erigir un monumento a los personajes de D. Miguel de Cervantes, por mucho que afirmen los orates del Institut de Nova Història que era catalán de origen?

Como antiguo profesor de Literatura, me hice cruces, y ustedes comprenderán mi desasosiego y mi tristeza. Aquello era un auténtico auto de fe sin fuego, y no precisamente por las piadosas razones de amistad que llevaron al cura y al barbero a expoliar la biblioteca del hidalgo manchego. Simplemente, alguien había considerado que todo aquel bagaje literario era algo inservible para mayores y para niños (en el supuesto de que existieran y no hubieran sido sustituidos por mascotas).

Le di más vueltas al asunto… Sé de las dificultades que encuentran algunos amigos mayores (me niego a decir la cursilería de la tercera edad) para dejar sus copiosas bibliotecas a alguna institución donde puedan ser útiles a otros; en un caso en concreto, solo se ha encontrado una pedanía de Castilla que se ha empeñado en ofrecer a sus menguantes vecinos el placer de la lectura; en otros, las negativas han sido constantes por parte de bibliotecas universitarias o de fondos históricos.

Por último, especulé sobre el futuro de la letra impresa; hay quienes dicen que prefieren leer en un dispositivo electrónico, pues de este modo se cumple el viejo refrán de que el saber no ocupa lugar… Discrepo rotundamente, pues nunca la pantalla de una Tablet o cómo se llame el artilugio en cuestión podrá sustituir al placer de ver, tocar, oler el papel donde figura el negro sobre blanco y los aciertos o desaciertos de una edición de la obra.

Los más pesimistas, de todas formas, auguran la desaparición del libro; los optimistas -como un servidor- confían en su supervivencia más allá de la cuarta o la quinta revolución industrial, y del paso de los años o de los siglos. Gutenberg sobrevivirá a las modas y a las nuevas tecnología, por lo menos mientras no nos convirtamos en post o transhumanos.

Aparte de estas reflexiones, vislumbré un rayo de esperanza en el caso que les estoy narrando: al cabo de unas horas, volví a pasar junto al contenedor y mi optimismo tuvo un subidón: algunos de los libros abandonados a su suerte habían ya desaparecido, signo inequívoco de que algún viandante compartía mis inquietudes. Agrupé los restantes devotamente como si la acera fuera un sugestivo anaquel de una librería.