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6 noviembre 2021 • XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B

Angel David Martín Rubio

«Ha echado todo lo que tenía para vivir»

Jesús y la limosna de la viuda pobreEn la Primera Lectura (1 Re 17, 10-16) y en el Evangelio (Mc 12, 38-44) de este Domingo, aparecen dos mujeres que tienen algo en común: son dos viudas, es decir que se encuentran ellas mismas en una necesidad y, al mismo tiempo, notables por su generosidad. Esto es lo que llama la atención a primera vista en los episodios relatados, pero dicha generosidad no es otra cosa que manifestación de una profunda fe.

En el Libro de los Reyes se nos presenta una mujer reducida a la miseria por la sequía y el hambre. La viuda de Sarepta es uno de los grandes ejemplos bíblicos de lo que es la fe, semejante a la de Abrahán. Sin ninguna garantía visible, y apoyada sólo en el crédito que ella da a la palabra de Elías, no vacila en dar a éste lo único que tenía para no morir de hambre ella y su hijo.

Un gesto semejante fue contemplado por Jesús mientras observaba a la gente que echaba dinero en el tesoro del templo. Entre los ricos que echaban en cantidad, nadie más repara en una viuda que deja caer dos monedas de muy escaso valor. Pero Jesús llama la atención de sus discípulos, ella: «pasa necesidad» y «ha echado todo lo que tenía para vivir». No mira tanto «la cantidad que se le ofrece, sino el afecto con que se le ofrece» (Crisóstomo, Homilías sobre la Epístola a los Hebreos, 1). Su gesto no tiene explicación sin una fe inmensa, mayor aún que la de la viuda del Antiguo Testamento, porque no se apoya en la promesa de un profeta sino únicamente en Dios a quien ella quiere servir de todo corazón.

Esta unión entre generosidad y fe, nos recuerda en primer lugar el sagrado deber de la limosna que tenemos los cristianos. Pero la enseñanza de este Evangelio va mucho más allá. La semana pasada Jesús nos enseñaba que son dos los mandamientos más importantes: Amar a Dios y al prójimo. Hoy se nos insiste en que la verdadera religión es servir a Dios acompañando la plegaria con el don de sí mismo. Como dirá el apóstol san Pablo: «No busco lo vuestro: os busco a vosotros» (2 Cor 12, 14) y «Haga cada cual según tiene determinado en su corazón, no de mala gana, ni por fuerza; porque dador alegre ama Dios» (2Cor 9, 7). Y él mismo demuestra que sin el amor nada valen las obras (1Cor 13, 3). «Si podéis dar, dad; si no podéis mostraos afables. Dios recompensa la bondad de corazón del que nada tiene que dar. Nadie diga, pues, que no tiene; la caridad no necesita bolsa» (San Agustín).

A la luz de esta enseñanza, podemos pues hablar de la limosna en tres sentidos:

1. «Por limosna se entiende toda obra de misericordia espiritual y corporal» (Catecismo Mayor).

Servir a Dios en el prójimo con una caridad que no calcula lo que hay que dar según lo que nos sobra sino según la necesidad del otro. Y cuantas veces lo que el otro necesita no es dinero sino acogida, cariño, comprensión, unos minutos de nuestro tiempo, un poco de nuestro silencio… Caridad cristiana es «llorar con el que llora» (Rom 12, 15), es participar en las condiciones de los demás, compartir su situación… es donación de uno mismo y esto no resulta posible sin sacrificio, sin renuncia, sin privarse de algo. Así lo hizo la viuda de Sarepta ofreciendo su último pan y así lo hizo la viuda judía entregando todo lo que tenía.

2. «Podemos aliviar a las almas del purgatorio aplicándoles en sufragio misas, limosnas, indulgencias y otras buenas obras». En este mes de noviembre la Iglesia nos recuerda el deber de la oración por los difuntos, y una forma de hacerlo es aplicarles el fruto de nuestra generosidad y sacrificios y especialmente aplicar por ellos el santo sacrificio de la Misa.

3. Recordemos, por último el mandamiento de «ayudar a la Iglesia en sus necesidades» puesto que la Iglesia debe adquirir y administrar bienes temporales para alcanzar sus propios fines que son principalmente: «sostener el culto divino, sustentar honestamente al clero y demás ministros, y hacer las obras de apostolado sagrado y de caridad, sobre todo con los necesitados» (cn. 1254)

Dios mismo premiará con creces nuestra generosidad. Lo que hayamos aportado a los demás en tiempo, dedicación, bienes materiales… nos lo devolverá aumentado. «Esto dice tu Señor: me diste poco, recibirás mucho; me diste bienes terrenos, te los devolveré celestiales; me los diste temporales, los recibirás eternos» (S.Agustín).