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8 agosto 2021 • Domingo XIX del Tiempo Ordinario, ciclo B

Angel David Martín Rubio

“Sed imitadores de Dios”

El profeta Elías (Venecia: Iglesia de iglesia de Santa Maria della Salute)

I. Leemos en la Primera lectura de la Misa (1 Re 19, 4-8) que el profeta Elías se dirigía al monte Horeb, también llamado el Sinaí, donde Moisés recibió la Ley de Dios. Por eso su camino evoca en alguna manera el itinerario del pueblo elegido al salir de Egipto, en el que como escuchamos el Domingo pasado, fue alimentado por Dios con el maná.

El Profeta se había consumido en santo celo y luchado contra los falsos profetas y sacerdotes de Baal (1Re 18), pero ahora el desaliento se apodera de él porque cree que ha trabajado en vano. Durante el largo y difícil viaje se sintió cansado y deseó morir. Pero el Ángel del Señor le despertó, le ofreció pan y le dijo: «“Levántate y come, pues el camino que te queda es muy largo”. Elías se levantó, comió, bebió y, con la fuerza de aquella comida, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios» (vv.7-8). Lo que no hubiera logrado con sus propias fuerzas, lo consiguió con el alimento que el Señor le proporcionó.

El pan con que se alimentó el Profeta es figura de la Eucaristía, que nos sostiene en la peregrinación de esta vida. El «monte santo» hacia el que camina Elías es imagen del Cielo; el trayecto de cuarenta días lo es del largo viaje que viene a ser nuestro paso por la tierra, en el que también encontramos tentaciones, cansancio y dificultades. En ocasiones, sentiremos flaquear el ánimo y la esperanza. De manera semejante, la Iglesia nos invita a alimentar nuestra alma con un pan del todo singular, que es el mismo Cristo presente en la Sagrada Eucaristía. En Él encontraremos siempre las fuerzas necesarias para llegar hasta el Cielo, a pesar de nuestra flaqueza.

II. «Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor» (Ef 5, 1-2; cfr. 2ª Lect.). La enseñanza de san Pablo nos recuerda la invitación de Jesús en el Evangelio de hoy: «Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí»[1] (Jn 6, 45).

Ser «imitadores», «discípulos», de Dios. Es decir, los cristianos deben esforzarse en imitar a Dios Padre por medio de Jesucristo secundando así la acción del Espíritu Santo. Por eso san Pablo nos recuerda que la vida del cristiano debe estar totalmente informada por la caridad, a ejemplo de Cristo, quien para demostrarnos su amor se ofreció en sacrificio a Dios por nosotros. Evidentemente, es una alusión al sacrificio de la cruz, en el cual Jesucristo fue a la vez víctima y sacerdote. Pero no olvidemos que el sacrificio de la Misa guarda una íntima relación con el de la Cruz si bien difiere de él en cuanto al modo de ofrecerse: «en la Cruz, Jesucristo se ofreció derramando su sangre y mereciendo por nosotros, mientras en nuestros altares se sacrifica Él mismo sin derramamiento de sangre y nos aplica los frutos de su pasión y muerte» (Catecismo Mayor).

Vemos por tanto que la Eucaristía es el alimento de la vida cristiana, la que hace posible que el cristiano, en su obrar imite al Padre celestial, norma cristiana de toda perfección como hemos visto en las palabras de Jesús y de san Pablo. «Imitar a Dios» no es un atrevimiento por nuestra parte o un reto que nos desborda sino que es posible porque el mismo Dios se nos comunica mediante el bautismo y la gracia y, de modo particular, mediante nuestra unión al sacrificio de Cristo que en la Eucaristía sostiene, alimenta y hace crecer esa vida en nosotros. Jesucristo es «el pan vivo que ha baja del cielo» (Jn 6, 51), no solamente nos ha dejado un alimento sino que Él mismo es el alimento que da la vida eterna,  el Hijo de Dios encarnado para introducirnos en la misma vida de Dios, la única vida en plenitud.

«Dios todopoderoso y eterno, a quien, instruidos por el Espíritu Santo, nos atrevemos a llamar Padre, renueva en nuestros corazones el espíritu de la adopción filial, para que merezcamos acceder a la herencia prometida» (or. colecta).

*

Invocando a María santísima, le pedimos que nos guíe al encuentro con Jesús, que nos introduzca en la plena comunión de amor con su Hijo, el pan vivo bajado del cielo, para ser renovados por Él en lo más íntimo de nuestro ser.


[1] «Cristo les hace ver con el testimonio de los profetas, testimonio irrecusable en Israel para probar la posibilidad de esta atracción del Padre, la existencia de una acción docente de Dios en los corazones. Les cita un pasaje de Isaías en el que se describe la gloria de la nueva Sión y de sus hijos en los días mesiánicos. El profeta dice: «Todos tus hijos serán adoctrinados por Yahvé» (Is 54,13). Y Jeremías destaca aún más el aspecto íntimo de esta obra docente de Dios (Jer 31,33.34). Según los profetas, hay una enseñanza que se realiza precisamente en los días de Cristo-Mesías, de la «alianza nueva», y que consiste en que Dios mismo enseñará a los hijos de la nueva Sión. Esta es la fuerza de la argumentación: ser enseñados y, en consecuencia, atraídos por el mismo Dios. Si Dios habla a los hombres, puede igualmente moverlos eficazmente a sus fines. Es lo que Cristo quiere dejar aquí bien establecido. Así se verá la colaboración de ambos en la obra misma del Padre»: Lorenzo TURRADO, Biblia comentada, vol. 6, Hechos de los Apóstoles y Epístolas paulinas, Madrid: BAC, 1965, 1107.