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24 febrero 2018 • "No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos"

Marcial Flavius - presbyter

2° Domingo de Cuaresma: 25-febrero-2018

Rito Romano Tradicional

Evangelio

Mt 17, 1-9: Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.». Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle.» Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo.» Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.»

Reflexión

1. Hoy propone la Liturgia de la Iglesia a nuestra consideración un asunto de capital importancia para el tiempo de Cuaresma en que estamos. La lección que el Salvador dió un día a tres de sus Apóstoles, nos la aplica a nosotros.

Poco antes del relato de la Transfiguración de Jesús que hemos escuchado en el Evangelio, había anunciado a sus discípulos que iba a sufrir y padecer en Jerusalén, a morir a manos de los príncipes de los sacerdotes, de los ancianos y de los escribas. Los Apóstoles habían quedado sobrecogidos y entristecidos por este anuncio.

Ahora, tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a ellos solos aparte, para orar. De repente desaparece su mortal aspecto a los ojos maravillados de los tres Apóstoles; su cara resplandece como el sol, sus vestidos brillan con la blancura deslumbrante de la nieve. Dos personajes inesperados están allí y hablan con el Maestro: son Moisés, el legislador, y Elias el profeta.

2. Comentando este episodio, los santos Padres nos enseñan que el Señor, “en una piadosa permisión, les permitió (a Pedro, a Santiago y aJuan) gozar durante un tiempo muy corto la contemplación de la felicidad que dura siempre, para hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad” (San Beda).

Más tarde los tres apóstoles testigos de la Resurrección de su Maestro reconocieron la previsora bondad con que el Salvador quiso armarles contra la tentación, haciéndose ver de ellos en su gloria tan poco tiempo antes de su Pasión. En la Transfiguración, «por primera vez vieron al Señor en la gloria en la cual ha de venir» [Mons. Straubinger]. El recuerdo de aquellos momentos en el monte fue sin duda una gran ayuda en tantas situaciones difíciles de la vida de estos tres Apóstoles. Así, san Pedro lo recordaría hasta el final de sus días como nos da testimonio en su Epístola: «…Esta voz, enviada del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo» [2 Pdr 1, 17-18] y san Juan dirá: «…Y nosotros vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre» [Jn 1, 14] .

La existencia de los hombres es un caminar hacia el Cielo, donde esperamos tener nuestra morada definitiva. Ese caminar en ocasiones se hace áspero y dificultoso, porque con frecuencia hemos de ir contra corriente y tendremos que luchar con muchos enemigos de dentro de nosotros mismos y de fuera. Como les ocurrió a los Apóstoles con la transfiguración de Jesús, quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo, de modo especial en los momentos más duros. El pensamiento de la gloria que nos espera debe alentarnos en nuestra lucha diaria.

3. En esa esperanza nos sostiene el trato diario con Jesucristo. Cuando termina su manifestación gloriosa, los Apóstoles vuelven a ver al Jesús de siempre, a Jesús, sin especiales manifestaciones gloriosas. Lo normal para los Apóstoles fue ver al Señor así, lo excepcional fue verlo transfigurado.

Así debemos encontrarle nosotros en la oración, cuando perdona, en el sacramento de la Penitencia, y, sobre todo, en la Sagrada Eucaristía, donde se encuentra verdadera, real y sustancialmente presente. Más aún, hemos de aprender a descubrir al Señor huyendo de la tentación de desear lo extraordinario.

En conclusión, renovemos con frecuencia durante esta Cuaresma el deseo de la presencia divina cada uno de los días de nuestra vida para, de esa manera, alcanzar un día la gloria que esperamos en el Cielo y que la gracia de Dios nos anticipa mientras estamos en este mundo.