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19 febrero 2023 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

Domingo de Quincuagésima: 19-febrero-2023

Epístola (1Cor 13, 1-13)

1Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, no sería más que un metal que resuena o un címbalo que aturde. 2Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada. 3Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría. 4El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; 5no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; 6no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. 7Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. 8El amor no pasa nunca. Las profecías, por el contrario, se acabarán; las lenguas cesarán; el conocimiento se acabará. 9Porque conocemos imperfectamente e imperfectamente profetizamos; 10mas, cuando venga lo perfecto, lo imperfecto se acabará. 11Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño. 12Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios. 13En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor.

Evangelio (Lc 18, 31-43)

31Tomando consigo a los Doce, les dijo: «Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y se cumplirá en el Hijo del hombre todo lo escrito por los profetas, 32pues será entregado a los gentiles y será escarnecido, insultado y escupido, 33y después de azotarlo lo matarán, y al tercer día resucitará». 34Pero ellos no entendieron nada de esto, este lenguaje era misterioso para ellos y no comprendieron lo que les decía. 35Cuando se acercaba a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino pidiendo limosna. 36Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; 37y le informaron: «Pasa Jesús el Nazareno». 38Entonces empezó a gritar: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!». 39Los que iban delante lo regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». 40Jesús se paró y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: 41«¿Qué quieres que haga por ti?». Él dijo: «Señor, que recobre la vista». 42Jesús le dijo: «Recobra la vista, tu fe te ha salvado». 43Y enseguida recobró la vista y lo seguía, glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alabó a Dios.

Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española. Editorial BAC

Reflexión

I. El Evangelio de este Domingo de Quincuagésima (Lc 18, 31-43) nos presenta el anuncio que Jesús hace de su pasión, muerte y resurrección. Al morir en la Cruz, Cristo nos dio un ejemplo de amor por encima de toda medida humana: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Para Mons. Keppler este versículo encierra la revelación más importante de toda la Biblia y contiene en esencia y síntesis tanto el misterio de la Trinidad cuanto el misterio de la Redención. Dios nos amó primero y sin que le hubiésemos dado prueba de nuestro amor «hasta dar su Hijo único en quien tiene todo su amor que es el Espíritu Santo (Mt. 17, 5), para que vivamos por Él (1 Jn. 4, 9)»[1].

Este amor y misericordia hacia el hombre se manifiestan en el milagro de la curación del ciego de Jericó que también recoge el Evangelio de hoy. Llamando a Jesús “Hijo de David” confiesa el ciego que Jesús es el Mesías. De ahí la respuesta del Señor: “Tu fe te ha salvado” (v. 42). El ciego de Jericó es una figura del pecador que se convierte pidiendo a Dios la luz de la gracia[2] y en su curación vemos una imagen de la obra de Dios que nos transforma y nos permite llevar un comportamiento adecuado a lo que somos, a nuestra condición de hijos de Dios.

La gracia es la que hace que seamos santos, hijos adoptivos de Dios y herederos de la gloria, por eso la Escritura afirma que por medio de ella somos «partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1, 4) y los teólogos y los catecismos la definen como «un don interno, sobrenatural, que se nos da, sin ningún merecimiento nuestro, por los méritos de Jesucristo, en orden a la vida eterna»[3].

En la Epístola (1Cor 13, 1-13) leemos el elogio de la caridad escrito por san Pablo y la enseñanza del Apóstol nos recuerda que la santidad (la perfección) consiste especialmente en la caridad, primero en el amor a Dios, y luego en el amor al prójimo:

«Se considera que una cosa es perfecta cuando alcanza el fin propio, que es su última perfección. Ahora bien: la caridad es la que nos une a Dios, que es el fin último de la mente humana, ya que el que permanece en caridad permanece en Dios y Dios en él, como se dice en 1 Jn 4,16. Por tanto, la perfección cristiana consiste principalmente en la caridad»[4].

Puesto que Dios es esencialmente amor (1Jn 4, 8. 16) podemos hacernos semejantes a Él imitando su amor. No podemos imitar a Dios en su poder ni en otras perfecciones, dice san Jerónimo, pero podemos imitarle de lejos en su humildad, en su mansedumbre y en su caridad.

No puede haber en el alma santidad y perfección mayor que esta que es obra del mismo Dios y fruto del amor de Dios «que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5, 5). Esto nos revela el mismo Jesús cuando dice: « El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23). Ese es el camino de la santidad que se nos ha abierto por Jesucristo. Él es ese estrecho lazo de unión, el vínculo de amor personificado entre Dios y los hombres que faltaba bajo la Ley dada por Moisés en el Antiguo Testamento. Por eso puede decirnos: «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48) y «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso», porque Él es quien obra en nosotros esa transformación mediante la gracia santificante. Dios nos ha dado a su Hijo único, y su propio Espíritu, «el cual nos presta la fuerza necesaria para corresponder a su amor e imitar con los demás hombres esas maravillas de misericordia que Él ha hecho con nosotros»[5].

Y si decíamos que la gracia es un don que se nos da en orden a la vida eterna, el Apóstol exalta la duración por siempre de la caridad: «todo pasa, los carismas de profecía, lenguas, ciencia… pasarán; incluso la fe y la esperanza pasarán, pues ante la visión y posesión de Dios quedarán sin objeto; sólo la caridad permanecerá eternamente, gozándose de la unión directa y estrecha con el objeto amado (v.8-13)»[6].

II. Todas estas consideraciones nos hacen caer en la cuenta de que es de vital importancia para un cristiano “vivir en gracia de Dios”. ¿Y qué significa esta expresión?

Estamos en gracia de Dios cuando tenemos la conciencia pura y limpia de todo pecado mortal y en nuestra alma inhabita la Santísima Trinidad. «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: y ese templo sois vosotros» (1 Co 3, 16-17). El Apóstol utiliza la imagen de un “templo”, dado que es un edificio de Dios, en que Él mismo quiere morar para referirse a esa presencia de Dios por medio de su gracia en el alma del justo

«Para mejor entender la naturaleza y efectos de este don [el Espíritu Santo], conviene recordar cuanto, después de las Sagradas Escrituras, enseñaron los sagrados doctores, esto es, que Dios se halla presente a todas las cosas y que está en ellas: por potencia, en cuanto se hallan sujetas a su potestad; por presencia, en cuanto todas están abiertas y patentes a sus ojos; por esencia, porque en todas se halla como causa de su ser (STh. I q.8, a.3). Mas en la criatura racional se encuentra Dios ya de otra manera; esto es, en cuanto es conocido y amado, ya que según naturaleza es amar el bien, desearlo y buscarlo. Finalmente, Dios, por medio de su gracia, está en el alma del justo en forma más íntima e inefable, como en su templo; y de ello se sigue aquel mutuo amor por el que el alma está íntimamente presente a Dios, y está en él más de lo que pueda suceder entre los amigos más queridos, y goza de él con la más regalada dulzura»[7].

Dios nos da la gracia por primera vez en el bautismo y nos la aumenta en muchas ocasiones a lo largo de nuestra vida. Y somos nosotros los que podemos perderla al cometer el pecado mortal que se llama así, precisamente porque da muerte al alma, haciéndola perder la gracia santificante, que es la vida del alma, como el alma es la vida del cuerpo»[8]. Por eso el sacramento de la Penitencia es necesario para salvarse a todos los que después del Bautismo han cometido algún pecado mortal. Dicho sacramento «confiere la gracia santificante con que se nos perdonan los pecados mortales y aun los veniales que confesemos y de que tenemos dolor; conmuta la pena eterna en la temporal, y de ésta, además, perdona más o menos, según las disposiciones; restituye los merecimientos de las buenas obras hechas antes de cometer el pecado mortal; da al alma auxilios oportunos para no recaer en la culpa y devuelve la paz a la conciencia»[9].

III. Esta presencia de la Trinidad en el alma en gracia nos invita a procurar un trato más personal y directo con Dios y a conservar siempre esa vida sobrenatural en nosotros. Ese debe ser el verdadero objetivo de nuestra vida cristiana, del que se deriva todo lo demás. Pidamos a Dios por intercesión de la Virgen María que nos alcance cumplir sus mandamientos, para que así podamos tener siempre presente en nuestras almas a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo por la gracia y contemplarle por toda la eternidad en la gloria del Cielo.


[1] Cfr. Juan STRAUBINGER, La Santa Biblia, in Jn 3, 16.

[2] Ibíd., in Lc 18, 38.

[3] Catecismo Mayor IV, 1, 2º, 527.

[4] STh II-II, q. 184, a. 1

[5] Juan STRAUBINGER, ob. cit., in Lc 6, 36; cfr. in Lev 19, 2 y Mt 5, 48.

[6] Lorenzo TURRADO, Biblia comentada, vol. 6, Hechos de los Apóstoles y Epístolas paulinas, Madrid: BAC, 1965, 436.

[7] LEÓN XIII, Divinum illud munus (9-mayo-1897), n. 10.

[8] Catecismo Mayor, V, 5, 953.

[9] Ibíd IV, 6, 2º, 691.