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30 enero 2023 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

IV Domingo después de Epifanía: 29-enero-2023

Epístola (Rom 13, 8-10)

8A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo; porque el que ama ha cumplido el resto de la ley. 9De hecho, el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás, y cualquiera de los otros mandamientos, se resume en esto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. 10El amor no hace mal a su prójimo; por eso la plenitud de la ley es el amor.

Evangelio (Mt 8, 23-27)

23Subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron. 24En esto se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; él dormía. 25Se acercaron y lo despertaron gritándole: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!». 26Él les dice: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?». Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma. 27Los hombres se decían asombrados: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar lo obedecen?».

Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española. Editorial BAC

J. TISSOT: “Jesús calma la tempestad” (1886-1894)

Reflexión

I. En su clasificación de los milagros de Cristo, santo Tomás de Aquino distingue cuatro grupos que abarcan en su conjunto todos los seres de la creación (STh III, 44, 1-4): sobre los espíritus (por ejemplo, las expulsiones de demonios), sobre los cuerpos celestes («Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol»: Lc 23, 44-45), sobre los hombres (como las curaciones) y sobre las criaturas irracionales e incluso inanimadas. Entre estos últimos se encuentra el milagro que aparece en el Evangelio que se ha leído: la tempestad calmada (Mt 8, 23-27)

La conveniencia de este cuarto grupo de milagros es manifiesta: con ello demostró Cristo una vez más que tenía pleno dominio sobre toda la creación, como dueño y señor de toda ella. Le obedecen las criaturas irracionales e inanimadas (peces, pan, vientos, agua, árboles, etc.), en las que no cabe sugestión ni engaño alguno [1].

El evangelista nos presenta la reacción de los discípulos; al comprobar que Jesús dormía: «se acercaron y lo despertaron gritándole: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!» (v. 25) y cómo fueron objeto de un cierto reproche por parte de Jesús: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?» (v. 26). Los apóstoles pensaron que estaba ajeno a cuanto ocurría y aunque habían sido hasta entonces testigos de grandes milagros podían preguntarse si le obedecerían el viento y el mar. Recurrían a Él en el momento difícil para que los salve; pero no tenían plena confianza. Eso es lo que reprende Cristo, su falta de fe en Él puesto que el miedo en aquellas circunstancias estaba justificado. En el mar de Galilea las tormentas son muy peligrosas para los barcos de pesca, pues está situado en una depresión o cuenca a la que llegan los vientos procedentes de las altas cordilleras del entorno.

II. Las circunstancias de este milagro nos permiten reflexionar acerca de la importancia de la FORTALEZA para la vida sobrenatural y sobre su íntima relación con la fe. Para ello comencemos por recordar que la fortaleza puede ser considerada como virtud cardinal y como don del Espíritu Santo[2].

– Por «virtud», entendemos «una cualidad del alma que da inclinación, facilidad y prontitud para conocer y obrar el bien».

La fortaleza es una de las cuatro virtudes cardinales (junto con la prudencia, justicia y templanza), que reciben este nombre porque son como el apoyo y fundamento de las virtudes morales. Fortaleza «es la virtud que nos hace animosos para no temer ningún peligro, ni la misma muerte, por el servicio de Dios».

– A su vez, la fortaleza es uno de los siete «dones del Espíritu Santo». Estos «sirven para afianzarnos en la fe, esperanza y caridad, y darnos prontitud para actuar las virtudes necesarias a la perfección de la vida cristiana». El don de fortaleza refuerza la virtud del mismo nombre, haciéndola llegar al heroísmo más perfecto.

La necesidad de la fortaleza se apoya en dos presupuestos[3]:

  1. La existencia del pecado original, que ha dañado profundamente la naturaleza humana introduciendo en ella un desorden que se denomina «concupiscencia» y que es un «movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón humana. […] Trastorna las facultades morales del hombre y, sin ser una falta en sí misma, le inclina a cometer pecados» (CATIC 2515).
  2. Derivado del primero, que la vida moral del cristiano es apurada y difícil, dado que en el actuar moral encuentra frecuentes y serias dificultades.

Los apuros y conflictos que salen al paso de la vida moral son muchos y muy variados. Unos surgen de las debilidades inherentes a la naturaleza humana, tales como la propia finitud y la limitación de sus fuerzas; otros nacen de las pasiones más comunes que le inquietan y alteran, como la pereza, el instinto sexual y, en general, los instintos pasionales que pugnan por ser satisfechos. Con frecuencia se dan también dificultades provocadas por agentes externos, como son la incomprensión y las persecuciones. Tampoco faltan en la vida de cada individuo situaciones normales y comunes, pero difíciles, como son el dolor, la enfermedad e incluso la muerte, bien sea natural o provocada. Pues bien, en todas estas circunstancias la virtud de la fortaleza tiene un campo específico para conducir al hombre por la ruta del recto comportamiento moral.

El don de fortaleza se manifiesta en particular en los mártires. Como escribe Santo Tomás: «El hombre tiene que estar dispuesto a dejarse matar antes que negar a Cristo o pecar gravemente» (Quodlibetales, 4, 20). Esa disposición a morir antes que renegar de la fe supone el ejercicio máximo de la virtud de la fortaleza.

Pero no menos se manifiesta la fortaleza en la práctica callada y heroica, en lo pequeño, de las virtudes de la vida cristiana ordinaria. Esta afirmación es constante en los escritos de los santos, especialmente de los místicos. Por ejemplo, Santa Teresa de Jesús escribe que para perseverar y avanzar en la virtud es preciso tener «más ánimo» -o sea, practicar la fortaleza- que para sufrir el martirio:

Digo que es menester más ánimo para, si uno no está perfecto, llevar camino de perfección, que para ser de presto mártires; porque la perfección no se alcanza en breve, si no es a quien el Señor quiere por particular privilegio hacerle esta merced (…). Y así, como digo, es menester gran ánimo[4].

No es frecuente que en la vida de los cristianos se les presente la ocasión de hacer grandes cosas por Dios, pero a diario pueden vivir heroicamente las circunstancias normales y cotidianas de su vida. La santidad se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas.

Por todo esto que decimos, el episodio evangélico de la tempestad calmada que comentamos encuentra también aplicación a cada cristiano que debe afrontar con fe y fortaleza las dificultades por las que atraviesa a lo largo de su vida. Como los apóstoles que veían a Jesús dormido en medio de las zozobras por las que atravesaba su barca, todos nosotros sentimos, con mayor o menor intensidad, el vaivén de la tormenta en numerosas ocasiones. Es ahí cuando debemos tener una confianza en el Señor que presupone la Providencia de Dios, la fe inquebrantable en la victoria final de Cristo y la convicción de que al hombre fiel a Dios, nada ni nadie podrá separarlo de su amor.

*

A la Virgen María le pedimos que nos alcance la gracia de que el Señor nos confirme en la fortaleza de modo que sepamos permanecer fieles en su servicio en medio de las dificultades exteriores e interiores.

Oh Dios, que conoces nuestra fragilidad y sabes que no podemos resistir entre tantos peligros como nos cercan; concédenos la salud de alma y cuerpo, para que venzamos, con tu asistencia, los males que padecemos por nuestros pecados (Or.colecta).


[1] Antonio ROYO MARÍN, Jesucristo y la vida cristiana, Madrid: BAC, 1961, 300.

[2] Cfr. Antonio ROYO MARÍN,        Teología moral para seglares, vol. 1, Madrid: BAC, 1996, 224ss y 426ss.

[3] Cfr https://www.mercaba.org/Enciclopedia/U/un_repaso_a_la_virtud_de_la_fort.htm

[4] SANTA TERESA DE JESÚS, Vida XXXI, 17.