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15 octubre 2022 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

XIX Domingo después de Pentecostés: 16-octubre-2022

Epístola (Ef 4, 23-28)

23Renovaos en la mente y en el espíritu 24y revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas. 25Por lo tanto, dejaos de mentiras, hable cada uno con verdad a su prójimo, que somos miembros unos de otros. 26Si os indignáis, no lleguéis a pecar; que el sol no se ponga sobre vuestra ira. 27No deis ocasión al diablo. 28El ladrón, que no robe más; sino que se fatigue trabajando honradamente con sus propias manos para poder repartir con el que lo necesita. 

Evangelio (Mt 22, 1-14)

1Volvió a hablarles Jesús en parábolas, diciendo: 2«El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo; 3mandó a sus criados para que llamaran a los convidados, pero no quisieron ir. 4Volvió a mandar otros criados encargándoles que dijeran a los convidados: “Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda”. 5Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, 6los demás agarraron a los criados y los maltrataron y los mataron. 7El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. 8Luego dijo a sus criados: “La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. 9Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, llamadlos a la boda”. 10Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. 11Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta 12y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?”. El otro no abrió la boca. 13Entonces el rey dijo a los servidores: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. 14Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos».

Goya: “Parábola de los convidados a la boda” (Oratorio de la Santa Cueva de Cádiz)

Reflexión

I. El Evangelio de hoy (Mt 22, 1-14) trae una parábola que pronunció Jesús el martes o miércoles posterior al Domingo de Ramos, en el contexto que ya explicamos en el Domingo XVII, hablando de las controversias con fariseos, saduceos y herodianos. Jesús expone las parábolas del repudio de Israel en una serie sucesiva de enseñanzas que empiezan con la parábola de la higuera seca y terminan con la predicción del castigo de los escribas y fariseos y del de Jerusalén (Mt 22-23). A continuación, concluye el Señor sus enseñanzas con el «discurso escatológico», llamado así por ser la «revelación» de Jesús sobre el fin de Jerusalén y del mundo.

Podemos considerar la parábola del banquete dividida en dos partes:

  • La primera, al hablar de los convidados a la boda que rechazaron la invitación del rey, se refiere a los judíos que no quisieron aceptar la Encarnación y rechazaron a Jesucristo como Mesías e Hijo de Dios. Se mantuvieron firmes en su interpretación de la Escritura y no acogieron la revelación de Dios que se comunicaba plenamente en Jesús:

«En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1, 1-2).

La antigua revelación se fue haciendo fragmentariamente y de muy variados modos, Dios se valió de los profetas, siervos suyos; mientras que para la nueva se valió de su mismo Hijo en persona. Siempre, sin embargo, en línea de continuidad, pues es uno y mismo Dios el autor de ambas revelaciones. No cabe por tanto adherirse a la revelación hecha por los profetas y negar la hecha por el Hijo a quien habían anunciado esos mismos profetas.

  • En la segunda parte, el rechazo por parte de Israel da lugar a la vocación de los gentiles: «Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, llamadlos a la boda» (v. 9). Como veremos, este llamamiento a formar parte de la Iglesia tiene una condición necesaria. En el banquete había uno sin el vestido de boda. El rey lo vio y ordenó que saliera de la sala.

II. «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo» (v. 2).

Desde los tiempos de los profetas la venida del Salvador se anunciaba con la alegría de un banquete («Preparará el Señor del universo para todos los pueblos, | en este monte, un festín de manjares suculentos, | un festín de vinos de solera; | manjares exquisitos, vinos refinados»: Is 25, 6). Para la gente campesina que escuchaba a Jesús, el banquete nupcial era el gran acontecimiento de la vida, de ahí la riqueza de detalles que se ponen en labios del rey al hacer su invitación: «Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda» (v. 4).

El banquete es figura corriente del reino mesiánico y, por tanto, de la Iglesia. Consecuencia natural es que lo sea también de la gloria del Cielo, de la que el reino mesiánico es inicio y camino, y que no se puede describir fácilmente, como dice san Pablo: «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1Cor 2, 9).

Además, se recurre a la imagen del banquete porque la presencia del Mesías cambia la tristeza del pecado por la alegría de la gracia que hace posible una verdadera transformación de los bautizados, «partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1, 4).

Merced a la Redención de Cristo somos hechos verdaderamente hijos de Dios por eso afirma santo Tomás de Aquino que la gracia nos diviniza. Es lo que Cristo comienza a anunciar precisamente en el marco de alegría de las Bodas de Caná, donde la intercesión de la Virgen María alcanza de su Hijo el cambio del agua en vino, imagen y realidad del desposorio entre Dios y el hombre, entre Cristo y su Iglesia. Allí, Jesús, se presenta como el verdadero Esposo, capaz de satisfacer el deseo de amor de todo corazón humano y, por eso, este es un vino mucho mejor y duradero.

III. «Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta» (v. 11). En sentido literal, el vestido de fiesta es la prenda ceremonial, honorífica que deben llevar los invitados. En sentido místico, es la caridad, la justicia, la santidad, es decir, la fe acompañada de toda clase de buenas obras hechas por amor a Dios. Estar sin el vestido de boda alude a la situación de quienes son miembros de la Iglesia pero con una fe muerta porque no tienen obras de amor. Cuando entra el rey en el banquete, son excluidos en una alusión clara al juicio y al infierno: «arrojadlo fuera, a las tinieblas» (v. 13), lugar exterior al Reino y por tanto sin la presencia de Dios, lugar de oscuridad y llanto.

Las consecuencias que podemos sacar de esta conclusión de la parábola son las siguientes.

  • Ser llamado a la verdadera fe, entrar en la verdadera Iglesia, es ciertamente una gran gracia. Pero eso no es suficiente. La fe es indispensable, pero ella por sí sola no puede llevarnos al Cielo; hay una segunda condición absolutamente necesaria, a saber, la caridad, es decir, la amistad de Dios, su amor sobre todas las cosas, la observación de sus preceptos y el cumplimiento en todo de su beneplácito.
  • Debemos esforzarnos por conservar la vida de la gracia porque es semilla de vida eterna y lo único que puede dar valor divino a nuestras obras de cara a la eternidad: «Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada. Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría» (1Cor 13, 2-3).
  • No solamente conservarla, sino aumentarla para que nuestras obras sean más meritorias. El medio ordinario es la oración y la frecuencia de sacramentos recibidos con las debidas disposiciones.
  • Si alguna vez la perdemos, debemos recuperarla sin demora mediante el sacramento de la Penitencia.

«Escucha, pueblo mío, mi enseñanza; | inclina el oído a las palabras de mi boca» (Sal 77, 1: introito). Tomemos en serio la invitación de Dios a este banquete de la eternidad. Escuchemos en este día su voz. No endurezcamos el corazón y cuando todavía es tiempo, procuremos conservar y hacer cada día más hermosa la vestidura de la gracia en nuestra alma.