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19 abril 2022 • Jamás arrió de su filiación joseantoniana, que relacionaba de forma consecuente con su impronta de reconciliador

Manuel Parra Celaya

El “vale quien sirve” de Enrique de Aguinaga

Se nos ha muerto Enrique: Enrique de Aguinaga. A punto de ser centenario, pues nació en 1923, fue testigo de excepción de una larga peripecia de la historia de España. Gustaba definirse como símbolo de la reconciliación, y tenía fundadas razones para ello: la muerte prematura de su padre, republicano y amigo de Félix Gordón Ordás, y de sus dos hermanos, Álvaro y Enrique, cada uno caído en un bando distinto en nuestra guerra civil y luego reunidos sus restos en una misma sepultura en Gijón, y, sobre todo, su condición de joseantoniano desde su adolescencia barcelonesa.

Algunos medios informativos se han hecho eco de su fallecimiento y, en breves artículos (creo que algunos sentidos) han destacado su gran labor como periodista y maestro de periodistas durante más de cincuenta años, así como sus numerosas distinciones y nombramientos, entre los que destaca su carácter de Decano de los Cronistas de la Villa de Madrid. Lo que ninguno de los obituarios menciona es esa constante identificación con el pensamiento y la obra de José Antonio Primo de Rivera, los libros y artículos escritos sobre el Fundador y, en consonancia con ello y por sus propias vivencias, su cariño a Cataluña. Sirvan estas líneas para compensar este vacío de sus panegiristas póstumos.

Conocí algunos de sus escritos hace bastantes años; por ejemplo, aquel “También la derecha ha fusilado a José Antonio”, que algunos jóvenes barceloneses reproducimos en edición en ciclostil desde el CCH, y lo seguíamos en sus artículos de prensa. Mi contacto personal con Enrique es relativamente reciente, si por reciente se entiende la friolera de casi veinte años; en concreto, fue con ocasión de la conmemoración del Centenario del nacimiento de José Antonio y de la constitución de Plataforma 2003. Me entusiasmó, ya no solo la maestría de sus artículos y libros publicados, sino su impresionante capacidad de comunicador en sus exposiciones orales, como en la inolvidable conferencia “Un tal José Antonio”.

También hay un aspecto que parece haber pasado desapercibido: su tremendo sentido del humor, que mantuvo durante una grave enfermedad, felizmente superada, y que se traslucía en sus correos electrónicos y conversaciones telefónicas hasta los últimos días de su vida; este humor, teñido de socarronería, más parecía propio de un gallego que de un cacereño…

En las Escuelas de Verano de Plataforma 2003, tras haberle escuchado en sus magistrales reuniones, solíamos reunirnos en corro nocturno y desenfadado, al modo de los fuegos de campamento juveniles; allí, Enrique cantaba con nosotros viejas canciones, contaba chistes desternillantes y jugosas anécdotas divertidas -todas verídicas- de sus años de periodista en activo y de su relación con personajes y personajillos públicos; imitaba a canzonetistas de su juventud y, con todo ello, encandilaba a un auditorio, tan serio en apariencia.

Cada año en que nos reuníamos, insistía en que asistía a aquellas jornadas “con permiso del sepulturero” y reivindicaba su condición de “anciano venerable” con una sonrisa; evidentemente, lo venerábamos, pero como amigo y camarada entrañable, que hacía gala de su condición de inasequible al desaliento como nadie, en compañía de veteranos como él y de jóvenes.

Efectivamente, jamás arrió de su filiación joseantoniana, que relacionaba de forma consecuente con su impronta de reconciliador de las dos Españas que él vio enfrentadas trágicamente y que vivió en sus propias carnes. José Antonio era sobre todo para él un “arquetipo”, al modo de los héroes de Thomas Carlyle; veía en él la encarnación de una forma de vida, de un modo de ser, y de una promesa para España, que, aunque se estuviera viendo dilatada en el tiempo, no dejaría de llevarse a término en el futuro. Y a estas ideas sirvió a lo largo de toda su larga existencia, pues entendía que la vida no valía la pena vivirla sino era al servicio de una empresa grane.

Hizo, pues, de su vida un permanente acto de servicio, y merece, como indica el título de estas línea, el Vale Quien Sirve, lema de la Organización Juvenil Española, que procede de la norma de una antiquísima estirpe de la nobleza, aquella que tenía como consigna permanente ser capaz de renunciar a los privilegios, pero nunca a las obligaciones. Sirvió durante toda su vida, sin esperar recompensa alguna, a la idea de España y de su integridad, a la de la unidad de los españoles, en consonancia con las palabras finales del Testamento de José Antonio. Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles.

No he pedido asistir al entierro de Enrique de Aguinaga, y lo siento. Me llegó la triste noticia justo cuando entraba en una iglesia de Murcia para participar en la Vigilia de la Pascua de Resurrección, de forma que quizás una de las primeras oraciones por su alma fuera la mía. La coincidencia de la fecha de la Resurrección me hace suponer, sin juicio temerario por mi parte, que también Enrique ha resucitado y está en ese Cielo que abrió Cristo como primicia para todos nosotros.

De haber asistido al sepelio de Enrique, me hubiera tenido que contener para dedicarle, no unas lágrimas que a él no le gustaban, sino un aplauso de merecido homenaje por su larga trayectoria de lealtad y de servicio a la Idea.