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26 febrero 2022 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

Domingo de Quincuagésima: 27-febrero-2022

Epístola (1Cor 12, 1-13)

Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, no sería más que un metal que resuena o un címbalo que aturde. Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada. Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría. El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca. Las profecías, por el contrario, se acabarán; las lenguas cesarán; el conocimiento se acabará. Porque conocemos imperfectamente e imperfectamente profetizamos; mas, cuando venga lo perfecto, lo imperfecto se acabará. Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios. En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor.

Evangelio (Lc 18, 31-43)

Tomando consigo a los Doce, les dijo: «Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y se cumplirá en el Hijo del hombre todo lo escrito por los profetas, pues será entregado a los gentiles y será escarnecido, insultado y escupido, y después de azotarlo lo matarán, y al tercer día resucitará». Pero ellos no entendieron nada de esto, este lenguaje era misterioso para ellos y no comprendieron lo que les decía. Cuando se acercaba a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le informaron: «Pasa Jesús el Nazareno». Entonces empezó a gritar: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!». Los que iban delante lo regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Jesús se paró y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?». Él dijo: «Señor, que recobre la vista». Jesús le dijo: «Recobra la vista, tu fe te ha salvado». Y enseguida recobró la vista y lo seguía, glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alabó a Dios.

Reflexión

I. Como ya dijimos hace dos semanas el origen de la Septuagésima está íntimamente ligado con la Cuaresma que ya en el siglo V comenzaba el sexto domingo antes de Pascua (actual domingo I de Cuaresma), y comprendía cuarenta días que finalizaban el Jueves Santo. Como no se ayunaba los domingos, no había propiamente hablando más que treinta y cuatro días de ayuno efectivo (treinta y seis con el Viernes y Sábado Santo). El deseo de imitar el ayuno del Señor indujo a adelantar su comienzo unos días antes y así aparece la «Quincuagésima» como una práctica de los monasterios y de los fieles que finalmente será integrada en la ordenación de la Liturgia[1].

Mucho más tardía es la costumbre de celebrar cultos especiales en honor de Jesús Sacramentado y en desagravio por los pecados y excesos de estos días. Iniciada en el arzobispado de Bolonia en el siglo XVI, la promovió el arzobispo Próspero Lambertini quien al llegar al papado (Benedicto XIV: 1740-1758):

«Desparramó a manos llenas los tesoros de indulgencias a favor de los fieles que en los días susodichos, visiten a Nuestro Señor en el Sacramento de su amor e imploren el perdón en pro de los pecadores. Instituida la piadosa práctica comúnmente apellidada “Las cuarenta Horas” exclusivamente en las iglesias de los Estados Pontificios, extendiola al orbe entero en 1765 el Papa Clemente XIII, y desde aquel entonces llegó a ser una de las más espléndidas manifestaciones de la piedad católica»[2].

II. Leemos en la Epístola de este Domingo el elogio de la caridad escrito por san Pablo (1Cor 13, 1-13). El Apóstol usa siempre la voz griega «agapé», que suele traducirse indistintamente por «caridad» o «amor». Monseñor Straubinger describe así este texto:

«Es un retrato, sin duda el más auténtico y vigoroso que jamás se trazó del amor, el más alto de los dones y de las virtudes teologales, para librarnos de confundirlo con sus muchas imitaciones: el sentimentalismo, la beneficencia filantrópica, la limosna ostentosa, etc., San Pablo fija aquí el concepto de la caridad según sus características esenciales, pues son las que cualquiera puede reconocer simplemente en todo amor verdadero. Si no es así no es amor»[3].

Vamos a considerar nosotros, qué es la caridad, cómo Jesucristo es modelo de caridad para el cristiano y cómo el Espíritu Santo nos hace participar del mismo amor de Dios.

II.a) Podemos emplear la palabra «caridad» o «amor» en sentidos diversos[4]:

– El amor esencial con que Dios se ama a sí mismo y a todas las cosas por sí mismo. Se identifica, en cierto modo, con la naturaleza misma de Dios, según la expresión de san Juan: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8).

– El amor personal en el seno de la Trinidad, o sea, el Espíritu Santo.

– El amor de Dios hacia el hombre: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Unigénito, para que vivamos por medio de Él» (1 Jn 4, 9).

– La virtud única[5] de la caridad infundida por Dios en la voluntad, por la cual el justo ama a Dios por sí mismo con amor de amistad sobre todas las cosas y a sí mismo y al prójimo por Dios.

II.b) En Jesucristo alcanzaron todas las virtudes infusas su máxima elevación como consecuencia necesaria de la plenitud absoluta de gracia de su alma santísima desde el instante mismo de su concepción en el seno virginal de María. De ahí que sea también modelo supremo en su práctica y ejercicio. Y así ocurre con la caridad en su doble aspecto: amor de Dios y del prójimo por Dios[6].

El Evangelio de este Domingo (Lc 18, 31-43) nos presenta por un lado el misterio redentor de Cristo en el anuncio de la Pasión que iba a sufrir bien pronto en Jerusalén y, por otro, su misericordia hacia el hombre en el milagro de la curación del ciego de Jericó. Vemos así el amor a su Padre pues bajo del cielo para hacer su voluntad, vivió para su Padre y murió entregando su espíritu al Padre (Lc 23, 46) y su amor a los hombres, no solo remediando sus necesidades («pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo»: Hch 10, 38), sino dando la vida por todos nosotros: («Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos»: Jn 15, 13).

II.c) Relacionando los diversos sentidos de la palabra «caridad» que hemos señalado, para poder pensar en ella como amor de nuestra parte a Dios y al prójimo, hemos de verla primero como amor que Dios nos tiene y que Él nos comunica, sin lo cual seríamos incapaces de amar[7]. «Dios es amor» y ese amor infinito del Padre por el Hijo llega a nosotros por la acción del Espíritu Santo («el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado»: Rm 5, 15), el cual pone entonces en nosotros esa capacidad de amar al Padre como lo amó Jesús, y de amarnos entre nosotros como Jesús nos amó (Jn 13, 34; 15, 12). De esta manera, la obra santificadora del Espíritu Santo nos hace capaces de corresponder al amor con que Dios nos ama[8].

III. Hagamos nuestras las enseñanzas de la Liturgia de la Iglesia en este Domingo que nos presenta ya de modo anticipado las dos grandes ideas de la Cuaresma: amor (Epístola) y cruz (Evangelio) que son, a su vez, como un resumen de toda la vida cristiana al proponernos el fin de la misma (la caridad de Dios, la vida nueva de la Pascua) y los medios (la caridad con el prójimo y la cruz)[9].


[1] Cfr. Próspero GUERANGER, El Año Litúrgico, vol. 2, Burgos: Editorial Aldecoa, 1956, .6-7.

[2] Ibíd., 82-83.

[3] Juan STRAUBINGER, La Santa Biblia, in: 1Cor 13, 1.

[4] Cfr. Antonio ROYO MARÍN, Ser o no ser santo… Esta es la cuestión, Madrid: BAC, 2000, 112-116.

[5] Es una virtud específicamente una e indivisible aunque recaiga sobre tres objetos materiales tan diferentes como son Dios, nosotros mismos y el prójimo.

[6] Cfr. Antonio ROYO MARÍN, Jesucristo y la vida cristiana, Madrid: BAC, 1961, 510-511.

[7] «Del amor con que amamos a Dios. Amar a Dios es en absoluto un don de Dios. El mismo, que, sin ser amado, ama, nos otorgó que le amásemos. Desagradándole fuimos amados, para que se diera en nosotros con que le agradáramos. En efecto, el Espíritu del Padre y del Hijo, a quien con el Padre y el Hijo amamos, derrama en nuestros corazones la caridad» (II Concilio de Orange, can 25. Dz 198).

[8] Cfr. Juan STRAUBINGER, o. c., in: Rom 5, 5 y 13, 1.

[9] Cfr. Verbum vitae. La Palabra de Cristo, vol. 2, Madrid: BAC, 1957, 1162.