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27 noviembre 2021

Blas Piñar López (1918-2014)

Vivir en Adviento

Artículo publicado en «El Alcázar», diciembre-1969.

Reproducido con autorización de la Fundación Blas Piñar

La verdad es que vivimos en un adviento permanente. La ilusión, por torpe y entumecida que se halle, por marchitada que se encuentre, alumbra una esperanza. Cuando la esperanza no existe, cuando nada se espera, cuando el hombre ha perdido este último enganche con la existencia, cuando parece que la vida lo niega todo, el hombre muere, con la muerte más trágica y más horrible de todas que es la muerte por desesperación.

El cristiano, que conmemora el ciclo litúrgico de Adviento, sabe que ese ciclo no es compartimento estanco, ni un paréntesis que se abre y se cierra, para pasar a otro distinto. El Adviento, como temporada, es un método didáctico que acota un capítulo de esperanza, para insistir en ella, pero no para olvidarla, para que cale y nos esponje, no para vaciarnos de la misma desocupándonos y dando entrada a pensamientos o sentimientos que busquen su sitio y la desplacen.

El Adviento histórico del pueblo elegido tuvo su consumación. Pero el Adviento sobrenatural, nuestra espera, no se ha consumado todavía. La segunda venida del Señor, cuando venga a recapitularlo todo y a entregarlo todo a su Padre, está en el futuro de nuestro anhelo. El Cristo que resucitó y que se halla en la plenitud de su gloria, está por venir a nuestro encuentro.

En esta esperanza vive el cristiano, por encima de la prosa y de la miseria y de los desfallecimientos de cada día. Las tres grandes figuras bíblicas, la del profeta, la del Bautista y la de María, confluyen para avivar nuestro adviento, porque Isa­ías anuncio a Cristo desde muy lejos, Juan, va delante de Él, allanando sus caminos. Y María, le lleva en sus entrañas y lo ofrece a los hombres en Belén. De esas tres figuras del Adviento histórico del pueblo elegido, que durará hasta que se cierre la Historia, María es la más representativa, porque nos sigue entregando a Cristo, como lo entregó entonces, y porque, como el vidente de Patmos la describe, le anunciará vestida de sol en el tiempo sin tiempo de la eternidad.

María es la Virgen del Adviento, cuando Cristo no ha aparecido. Ella le guarda en su seno. En la teología de la misión, María desempeña por ello un papel único y providencial. Entre los pueblos que aún no han escuchado el Evangelio, que aún no tienen noticia de esa buena noticia que es la encarnación del Hijo y la redención del género humano. Ella, de algún modo, está derramando, como Madre, las gracias adventicias, esas inquietudes de las almas selectas que, sin saberlo, aguardan, vigilan y oran para reconocer al Enviado en la palabra y en el testimonio de sus discípulos, que no han llegado todavía, pero que llegarán al fin, como está prometido. La estrella de Belén, para los magos de Oriente, fue, sin duda, una de esas gracias adventicias desparramada en el cielo por la Señora.

El Adviento es época de dolor y de alegría, un tiempo agridulce de ausencia y de expectación, de congoja por lo que nos falta y de seguridad en lo que se avecina, de mirada hacia el fu­turo, pero de mirada sin interrogación ni vacilaciones.

El Adviento es una nueva posibilidad ofrecida a los hombres para aniñarse y humillarse, para enternecerse ante el miste­rio y el Misterio, de la promesa cumplida, del vástago nuevo del tronco anciano de Jesé, de la virginidad inmaculada que engendra y alumbra, de la maternidad completa que deja intacta la carne femenina del parto, de la pobreza deseada por quién era y sigue siendo omnipotente y poderoso, de la compañía de los animales de carga y de tiro acurrucados en la cueva del arrabal, de los pasto­res sencillos rodeados de luz y atentos a la voz de los ángeles mismos que anuncian la paz del Príncipe de la paz, a los que el Niño, más tarde, llamará bienaventurados, por pacíficos.

El Adviento es una época recogida. La escarcha de la aurora, el cierzo de la noche, el cendal de la niebla, empujan al espíritu a interiorizarse. Ese mundo de adentro, del que huimos o del que nos espantan las cosas que nos atraen y nos rodean, nos ofrece ahora su cálido cobijo, su llamada dulce, como la de una habitación acogedora y caldeada, donde los ojos encuentran descanso y el corazón sosiego para su ritmo acelerado de la calle.

Me gusta el Adviento y lo respiro. Tiene su atmosfera y su halo. Es un perfume que penetra y envuelve, que se va espesando y me va tejiendo en sus hebras, conforme se avecina la jornada feliz en que saltamos de gozo al conmemorar y rememorar el natalicio, la fecha única en que la Historia gira, el momento deseado por siglos, y contemplado ahora a la distancia de muchos años, en que Dios, hecho hombre, apareció entre nosotros, para ser nuestro hermano y compartir nuestra suerte y muestra muerte.

Con el Adviento, nuestra actitud de espera no se tor­na impaciente, porque se nutre de esperanza. En la venida de Cristo, en la Nochebuena, están las arras de su venida final, como en su resurrección tenemos la garantía de la nuestra y en la Eucaristía se pignora la Palabra hasta que el banquete de la Jerusalén celestial se haga interminable en su delicia.

«Adveniat regnum tuum», decimos en el Padrenuestro. Y este reino «non erit finis», no tendrá fin. El cristiano, por mucha y aconsejable y exigente que sea su dedicación al mundo, a cuya redención ha de contribuir como una demanda de su bautismo, no puede descuidar el sentido y la tensión escatológica de su existencia, la postrimería y ultimidad de su vocación, que se realizará cuando el Adviento acabe para él, cuando sus nupcias con el Cordero se consumen, cuando el Belén de nuestros nacimientos, figurativo, se transforme en el inmenso Belén de la nueva venida, y cada uno tengamos un poco de pastor, de rey y de ángel, entregándonos sin reserva al Amor sin fraude, de quien es por esencia Amor.

La Reina del Adviento nos ayuda en este camino de espe­ranza. Las antífonas de su fiesta de la expectación se intercalan en este ciclo litúrgico, para abrir admirativamente nuestras bocas, para expresar nuestra escondida e irrefrenable seguridad de que en el solsticio de invierno de la fe, cuando el frío parece manejar la guadaña que todo lo destruye, acortando los días, su vaho caliente anuncia y enciende la luz de una primavera sin hastío, en la que el himno del Cantar de los Cantares será repetido y nuevo en la compañía inefable de Aquel que esperamos. ¡Y el Se­ñor volverá!