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20 noviembre 2021 • ¿Qué significa la fiesta de Cristo-Rey que la Iglesia -y nosotros con ella- conmemoramos?

Blas Piñar López (1918-2014)

Fiesta de Cristo Rey

Restaurante «El Bosque», 21-noviembre-1970

Reproducido con autorización de la Fundación Blas Piñar

Cristo es Dios, es hombre y es Rey. Los Magos, que vinieron al pesebre bajo la luz insólita y desacostumbrada de una estrella, lo reconocieron y lo proclamaron así asumiendo la representación de la humanidad toda, y ofreciéndole, como nos recuerda el evangelista San Mateo, «aurum, thus et myrrham» (II, 11), oro como Rey, incienso como Dios y mirra como hombre.

Y Cristo, la Palabra sin palabras durante la niñez desvali­da, contestará más tarde -luego de transcurrir treinta y tres años- con un triple «Si» a ese triple ofrecimiento. A la pregunta de Caifás du­rante el proceso religioso, «¿eres Dios?», Cristo responde: «Tu dicis». A la pregunta de Pilatos, durante el proceso civil, «¿eres Rey?», replica: «Ego sum». A la pregunta inquisitiva y escudriñadora de los que le habían considerado como un fantasma, les dice entre los suspiros de la agonía: «consumatum est», dando con su muerte el testimonio más inequívoco de su perfecta humanidad.

El misterio de la realeza de Cristo -uno más en el tejido hipostático y siempre mistérico de Jesús, que tanto admiraba el após­tol Pablo- se conjuga con su misión redentora, recapituladora y recreadora, y con sus poderes sacerdotales y proféticos.

Yo no puedo hacer aquí un ensayo teológico -muy necesario por otra parte- sobre la realeza de Cristo, pero si me interesa destacar que el adelgazamiento operativo y la minimización progresiva de la fiesta que instituyó Pío XI al conmemorarse en el año 1.925, los mil seiscientos años del Concilio de Nicea, se debe a que las causas que motivaron la institución de aquella festividad litúrgica, han producido consecuencias mucho más graves de las que, sin duda, el Pontí­fice autor de la Encíclica «Quas prima», hubiera podido sospechar o predecir.

Hablaba, en efecto, el Pontífice, de la «peste del laicismo» como fundamento de una serie de males a los que la festividad de Cristo Rey, con las necesarias exigencias que la misma comportaba, pondría el deseado remedio. Naturalmente, que cuando el Papa hacía referencia al laicismo como proceso secularizador, tenía presente al ciudadano y a la sociedad civil, en los cuales «no maduró en un sólo día». Lo que el Papa no podía figurarse es, que el proceso secularizador estimula­do por el laicismo se desarrollase de tal modo que penetrara en el cristiano y en la sociedad religiosa, llegando a afirmarse,  como recientemente ha ocurrido, que la Iglesia carece de autoridad para pedir a las comunidades políticas que acepten sus propias convicciones sobre la indisolubilidad del matrimonio, como si estas convicciones hubieran sido elaboradas en un círculo doctrinal, o pudieran ser sometidas a referéndum, y no fueran -como lo son- un mandato de Cristo: «lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre».

Jamás, por otro lado, podía imaginarse el Papa, al imputar al laicismo el hecho doloroso de que «la Religión cristiana había sido igualada a las demás religiones falsas, y rebajada indecorosamente al nivel de estas», que dicha igualación y rebajamiento no sería ya obra de la sociedad civil, o de la tolerancia vergonzante de los cristianos tibios o de escasa formación, sino algarada triunfalista convocada por un Príncipe de la Iglesia, para agradecer a Dios, en promiscuidad confusa con los ministros de esas religiones falsas,  y en el templo catedralicio, la toma de posesión de la Jefatura del Estado por un hombre que hace pública profesión de ateísmo.

¿Y qué es el laicismo, que de forma tan radical condenaba Pío XI? Ciertamente que el Papa no condenó la autonomía del orden tem­poral, ni la dignidad y libertad del hombre, exaltada por el Concilio Vaticano II. En su interpretación correcta, aquella autonomía no es independencia de la ley divina sino reconocimiento de que al lado de la normativa eclesiástica existe un juego de leyes que discurren con arreglo a formulaciones en las que desde un punto de vista ontológico la Iglesia nada tiene que decir. Así sucede con el cálculo de la resistencia de los materiales, los métodos de exposición didáctica o el trazado de una línea de ferrocarril. La dignidad y la libertad del hombre, por otra parte, nunca encontrarán más ardoroso y tenaz defensor que en la Iglesia católica.

Lo que sucede es que, retorciendo el significado de las expresiones el laicismo pretendía y pretende, manteniendo su identidad, romper el triángulo Dios-hombre-mundo, aplastándolo y reduciéndolo a una línea horizontal en la que Dios, como vértice elevado, pero unido a los otros, desaparece. El orden temporal, enmarcado en el Cosmos, tiene, a lo sumo, como en la fórmula teilhardiana, un principio y un fin, un alfa y un omega, un punto de partida y un punto final. En esa fórmula, incluso la Encarnación del Verbo no es más que una irrupción suturadora del tejido cósmico deteriorado, de manera que, si Cristo salva la evolución, la evolución, al absorber y enrollar en su marcha inexorable a Cristo, salva y redime al propio Redentor. De este modo, el Dios providencia, y el Cristo camino y vida para el camino, se diluyen y acaban perdiendo toda vigencia y todo significado.

¿Qué puede significar para estas concepciones acomodaticias y residuales del cristianismo la fiesta de Cristo-Rey que la Iglesia -y nosotros con ella- conmemoramos?

Por lo que respecta al hombre, como vértice de ese mismo triángulo, el laicismo se empeña en un trueque fraudulento, al poner el énfasis de la dignidad del hombre, no en su filiación divina, sino en el dictamen individual de la conciencia, olvidando que si hay conciencia sicológica libre que hace al hombre responsable, es decir capaz de diálogo con Dios y de respuesta afirmativa o negativa a sus re­querimientos, no existe conciencia moral libre, «La conciencia, ha di­cho Pablo VI en su alocución de 12 de Febrero de 1.969, no es por sí misma árbitro del valor moral de las acciones, sino interprete de una voz superior. No es fuente del bien y del mal, sino advertencia tan sólo, añadiendo la Constitución «Gaudium et spes» (nº 16) que «la conciencia descubre una ley que no se dicta a sí misma, y a la cual debe obedecer». Ahora bien, si la conciencia individual es fuente y árbitro de los criterios de moralidad sin apelación a unos baremos revelados y objetivos, la idea de Dios se difumina o se rechaza, el hombre busca en si la razón de su dignidad, se autocentra e idolatra, se estima su propio salvador y se convierte en el demiurgo de su propio destino.

¿Qué puede significar para estas concepciones propias de un cristianismo autosuficiente y orgulloso, la fiesta de Cristo-Rey, que la Iglesia y nosotros con ella conmemoramos?

Por esta vía hemos llegado en una época que podemos calificar de postcristiana, no sólo al antiteísmo militante, sino también al ateísmo aristocrático de Nietzsche, al ateísmo existencialista de Sartre, el ateísmo económico de Marx, al ateísmo literario de Ana María Matute o al ateísmo práctico e aquella jovencita escandinava que en una entrevista por televisión, contestando a la pregunta ¿Vd. cree en Dios?, dijo lo siguiente: ¿Y para qué me sirve?

En una época presidida e influenciada profunda e incisivamente por el ateísmo doctrinal o práctico, en la época del eclipse de Dios, de Martín Buber, en un mundo caracterizado por la huida de lo divino, como demuestra Max Picard, en un tiempo en que, como ha escrito Zubiri, no ser ateos es ir contracorriente, en una ocasión como la actual en que no nos enfrentamos con herejías parciales, con amputaciones dogmá­ticas o con podas sacramentales, sino con la herejía completa, radical y absoluta de la negación de Dios, ha podido hablarse, en la atmósfera decadente del cristianismo contaminado, de un cristianismo vaciado de Dios y de una teología de la muerte de Dios que, inexorablemente conduce a una antropología hueca y careada, porque se queda sin el hombre, al que, quizá, queriendo ensalzarle lo anega y ahoga entre las oropén­dolas de sus engolados neologismos.

¿Y que puede significar para estas concepciones del cristia­nismo sin Dios, la fiesta de Cristo-Rey, que la Iglesia y nosotros con ella conmemoramos?

Ahora bien, si Cristo da testimonio de la Verdad, y para eso vino al mundo, Cristo aseguró en un instante solemne «ego sum rex». ¿De qué y de quienes es rey? Porque cabe admitir, por pura obediencia formal, la fiesta litúrgica de la realeza de Cristo, pero ¿a qué reinado hacemos referencia en la misma?

Yo estimo, que en esta hora de confusiones doctrinales conviene clarificar las ideas, y para mí hay dos direcciones, quizá manteni­das y divulgadas de la mejor buena fe, en torno al reinado de Cristo, que son equivocadas porque distorsionan su contenido y su hacimiento.

En un esquema muy simple, pues el estudio de las matizaciones nos llevaría mucho tiempo, tales orientaciones equivocadas son, a mi juicio, las siguientes:

– En primer lugar, la que, de algún modo, aunque con un tras­porte del tiempo y de la circunstancia histórica, sigue calificando y queriendo al Cristo «Rex Israel» (Juan XII, 13) de la dominica de ramos, hasta el punto que cuando este anhelo no se cumple, con sentido irónico pondría en una tablilla sobre su cadáver; «Iesus Nazarenum Rex iudeorum». (Juan XIX, 19)

Esta concepción triunfalista del Reino de Cristo se conecta de algún modo con la mística de la voluntad, tan cara al pelagianismo, y con sus manifestaciones más sutiles y larvadas, como sería aquella, denunciada por Romano Guardini, que convierte al cristianismo en una fórmula técnica para la eficacia y el progreso.

Bajo ropajes distintos, el «rex iudeorum» es un rey en el tiempo y para el tiempo, del mundo, según el mundo y para el mundo. Pero fue el propio Cristo, el que afirmó: «Regnum meo non est de hoc mundo».

– En segundo lugar, la que atiende de un modo exclusivo al «regnum coelorum», o sea a un reinado que se sitúa mirando hacia arriba, o hacia el final. Hacia arriba, en una zona ausente, yuxtapuesta o a lo sumo tangencial al derrotero histórico, en la que, distanciado, des­preocupado o ajeno a nuestras cosas, Cristo, encarnación del «Deus absconditus», se introduce y arropa, luego de cumplir la misión que el Padre le encomendara. Hacia el final, en una perspectiva puramente escatológica y, por ello, en un reinado ultimista y postrimero, que se en­marca en el cuadro de los novísimos, y que comenzará con la Parusía cuando los hombres oigan las palabras de Cristo que recoge San Lucas: para que comáis y bebáis «in regno meo». (Luc. XXII, 29)

Esta concepción neumática o escatológica del Reino de Cristo, se conecta de algún modo con la mística de la consolación, tan cara al luteranismo, y con sus flecos actuales de la creación mística de la divinidad como idealización de las perfecciones no logradas, y de la exaltación impúdica del pecado fruto de una humanidad irreformable.

– Entre el «Rex Israel» y el «regnum coelorum» hay una posición ortodoxa. Si el Reino de Cristo no es de este mundo, es decir, según los criterios y los esquemas del mundo, tampoco es un Reino abstracto, quimérico, algo así como un arquetipo inalcanzable o situado en el más allá de una frontera escatológica. Rex, “cuius regnit non erit finis», pero de un reino que tiene un principio, y ese principio no está en la segunda venida del Señor, en la Parusía del Apocalipsis, sino en su primera visita, en el instante en que el Espíritu, al cubrir con su sombra a María, le engendró en sus entrañas virginales. El «fecit mihi magna qui potens est» no hace sólo relación a María como madre de Jesús, sino a María como Madre del Rey de Reyes y Señor de los señores.

El Reino de Cristo, que no es como los reinos de este mundo está, sin embargo, aquí, y aquí, en el tiempo, se inicia, se incoa y se constituye, galvanizando y vitalizando, trabando y uniendo sus pie­zas, que somos los hombres, por el misterio de la gracia, que limpia y edifica, en lucha constante con el misterio de la iniquidad, que man­cha y corroe. Cristo, con su buena nueva, vino a predicar el Reino, y suyas son las parábolas del Reino, el grano de mostaza, la siembra, la lámpara sobre el celemín, la perla de gran valor, el dracma perdido, la pesca milagrosa, y suyas son las llaves del Reino que de manera simbó­lica entrega a Pedro con toda la carga teológica y jurídica que dicha tradición supone.

Por eso, porque el Reino ya está aquí, porque queremos, como Cristo quiere, que se edifique, al extenderse la gracia vivificadora que la Iglesia administra y distribuye, decimos con la gran oración que el Maestro nos enseñara: «venga a nos tu Reino». Pero que venga ahora, como sin duda está viniendo en cada segundo, cada vez que un alma se convierte, o aumenta en santidad, cada vez que una familia se aprieta más hondamente con amor en el seno del Amor, cada vez que una sociedad deviene más justa y sus miembros se saben y se conducen como hermanos en la andadura y en el destino.

El Cristo que se negó a que le proclamaran rey luego de la multiplicación de los panes, no se negará al hosanna que precede a su elevación en el trono de la cruz y al «crucifige eum» que lo anticipa, y ello porque al no ser su reino como los reinos de este mundo, la cruz, por contraste, será el paso doloroso para la victoria de la Vida que, muriendo, se desbordará a torrentes para darla al mundo. Así, el «adveniat regnum tuum» es una impaciente solicitud a esa sangre martirial del reino para que nos transforme, de tal modo que, siendo sus súbditos, al participar de su sangre seamos también sus hermanos.

De esta manera, el Reino de Cristo no es un reino metafórico, un tropo teologal, sino un Reino, como dice la encíclica «Quas primas», “en sentido propio y estricto». Rey de las inteligencias, de las voluntades, de los corazones, de los individuos, Cristo es, igualmente, el Rey de la sociedad.

Cuando se proclaman con deje de absolutividad los derechos del hombre, se deja en la penumbra una idea básica, y es la siguiente: que el hombre, en cuanto criatura es, ante todo, y con respecto a Dios, un sujeto de deberes. Por eso Dios manda al hombre en el Paraíso, y en el Sinaí, y Cristo le dicta un mandamiento nuevo. Solo manda el que tiene la autoridad para hacerlo, el que es Rey. De aquí que siendo verdad que el hombre tiene derechos, tales derechos le corresponden y puede enarbolarlos y esgrimirlos en función del cumplimiento de sus deberes.

A este argumento, que apoya la realeza de Cristo, su facultad de mando y la obediencia del hombre, se añade, además, lo que llaman los teólogos el derecho de conquista, y conquista sagrada, puesto que Jesús, al derramar su sangre por todos, nos ha ganado para El, para su Reino, y a El moralmente pertenecemos.

Además, y ahora que tanto se combate y se pretende oscurecer y hasta ridiculizar -con el pretexto de que su «reino no es de este mundo»- el reinado social de Jesucristo, conviene que nosotros exaltemos este matiz de su realeza, la más comprometida, la más combatida, la más silenciada, como decía el órgano de los Cooperadores Parroquiales de Cristo Rey.

Yo no entiendo cómo puede conciliarse ese ímpetu de la «consecratio mundi» («Lumen gentium», 34) y de la vida cristiana del orden temporal, con el enfriamiento de la devoción y el escamoteo de la doctrina de la realeza social de Cristo. Si la sociedad civil está compuesta por hombres, si la comunidad política busca el bien común, del que es fuerza clave la viabilidad de los medios que conducen a la salvación eterna de los hombres, parece lógico que la ley y la justicia se alimenten de los mandatos de Cristo, y que los gobernantes, no sólo como individuos, sino como representantes y agentes del Estado, rin­dan culto público al Señor, tal y como lo pedía Pío XI, y como lo pide la Iglesia en el himno tantas veces recitado:

que te honren con culto público los Jefes de las naciones, que te adoren los magistrados y los jueces, que las leyes y las artes te ennoblezcan.

Ya sé que la hora no es fácil. Pero nosotros queremos ser fieles a Cristo Rey, al magisterio de la Iglesia que nos urge a «mili­tar con infatigable esfuerzo» bajo su bandera, y a los que murieron con tan bella advocación en los labios y en el alma.

Entre los falsos «hosannas» y el «crucifige eum» nosotros profesamos la lealtad a Cristo-Rey. «Data est mihi omni potestas in coelo et in terra» (Mt. XXVIII, 18). Nos inclinamos reverentes ante su poder y ante su amor y con amor y con obediencia queremos seguirle, como quería San Ignacio en su meditación de las dos banderas. «Ego sum veritas». Tenemos un Rey-Verdad, y los suyos, los que pertenecen al reino de la verdad, escuchan su voz, oyen sus mandamientos y los guardan.

«¡Cristo vence! ¡Cristo reina! ¡Cristo impera! Nada puede acallar este júbilo interior en medio de la hecatombe. Nosotros quere­mos que Cristo reine. Nosotros no gritamos aquello de la multitud embriagada y envilecida: “¡No tenemos más Rey que al César!», porque cuando no hay más Rey que un César, sea cualquiera el nombre con que se disfrace- cuando el César -con cualquier nombre que se disfrace- es un tirano, que, al no respetar a Dios, esclaviza al hombre con la más bru­tal y la más despreciable de las tiranías.

Vosotros, los que tanto habláis de amor a los hombres no ol­vidéis que este amor a los hombres no es posible en la sociedad, si la sociedad, políticamente organizada, no admite de veras el Reinado de Cristo, que es un Reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz.