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11 septiembre 2021 • DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO B

Angel David Martín Rubio

«¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»

Las lecturas de la Misa de este Domingo nos hablan del cambio que la fe en Jesucristo tiene que provocar en la vida de los bautizados. Y la razón de este cambio es su propia condición de Hijo de Dios encarnado para nuestra salvación, es decir para hacernos participar de su vida divina.

I. En el Evangelio (Mc 8, 27-35) vemos las preguntas que Jesús hace a los apóstoles: «¿Quién dice la gente que soy yo?» — «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?». No trata de hacer una «encuesta de opinión»; no tiene un interés sociológico en lo que los demás piensan de Él sino que sus preguntas son una ocasión para suscitar la confesión de fe de Pedro: «Tú eres el Mesías». Es decir, en nombre de los Apóstoles afirma que Jesús no es sólo un gran maestro o un profeta, como creía la gente que escuchaba su palabra y habían visto sus milagros, sino mucho más: es el Salvador que Dios anunció a nuestros primeros padres después del pecado original y cuya esperanza alentó durante siglos al elegir al pueblo de Israel.

Después de estas palabras, se comprende muy bien que Cristo les enseñe cuál era la misión del Salvador anunciado por los profetas y de la que los judíos del tiempo de Jesús habían hecho una lectura parcial, acentuando los anuncios de los profetas que hablan del Mesías glorioso y triunfante y dejando en un segundo plano los que se refieren al Mesías paciente como aparece en la 1ª lectura (Is 50, 5-9ª), en la que se le presenta ofreciéndose al sufrimiento por obediencia a Dios e invitando a poner su confianza en Dios y a oír la voz de su Siervo.

II. Pero si esta forma de hablar es sorprendente no lo es menos la invitación a compartir con Cristo el sufrimiento redentor que nos salva. «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (v. 35). Se trata de hacernos comprender que no basta creer que Él es Dios sino que es necesario seguirlo por su mismo camino, el de la cruz. La primera enseñanza que Cristo hace aquí es la necesidad absoluta de «negarse a sí mismo», es decir de poner en segundo lugar o renunciar a todo aquello que es un obstáculo para recorrer el único camino que conduce a la salvación y que es el mismo que Él ha recorrido previamente: el de la cruz.

Por eso, los discípulos de Jesús necesitan un cambio ante las enseñanzas de su Maestro: cambiar de mentalidad y cambiar de vida.

  • Cambiar la mentalidad. Así había comenzado la predicación de Jesucristo: «Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio”. » (Mc 1, 14-15).

«Convertirse», en el sentido de cambiar de modo de pensar, dejando la mala conducta moral y los criterios de interpretación y «creer en el Evangelio», en la buena nueva que Cristo va a enseñar. Esta es la fe que salva («El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado»: Mc 16, 16) en contraposición a la «fe muerta» de la que habla el Apóstol Santiago en la 2ª lectura (Sant 2, 14-18), es decir la fe que no va acompañada del cambio de vida, que no es informada por la caridad.

Uno puede incluso tener una recta fe en el Padre y en el Hijo, como en el Espíritu Santo, pero si carece de una vida recta, su fe no le servirá para la salvación. Así que cuando lees en el Evangelio: «Esta es la vida eterna: que te conozcan ti, el único Dios verdadero» (Jn 17, 3), no pienses que este versículo basta para salvarnos: se necesitan una vida y un comportamiento purísimos (San Juan Crisóstomo.

También nosotros tenemos que cambiar de mentalidad, de criterios. Sorprende el éxito que tienen entre muchos bautizados ideologías en contradicción con el Evangelio y reiteradamente condenadas por el Magisterio de la Iglesia como el liberalismo y el marxismo. Vale la pena también pararse en la frase del Evangelio: «¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (v. 33) que nos debería llevar a revisar criterios de vida, maneras de hacer y de plantear las cosas y ver si pensamos al «modo divino».

  • Cambiar de vida. Si cambiar el modo de pensar es difícil, mucho más lo es el cambio de vida. Jesús habla de cosas imposibles para los hombres, que solamente son realizables cuando interviene la gracia de Dios. Recordemos al respecto cuando Jesús enseña que la riqueza es un peligro para perder los valores del reino pero siempre es posible el recurso a Dios: «Los que lo oyeron, dijeron: “Entonces, ¿quién se puede salvar?”. Y él dijo: “Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios”» (Lc 18, 26-27).

El Bautismo infunde un nuevo modo de ser y un principio nuevo de actuación. En ello está la base del cambio de vida, pero este cambio requiere gracia de Dios, y trabajo humano para que incida de manera real sobre nuestro comportamiento.

Ante nosotros se nos abren dos caminos, dos formas de enfocar la vida… La de Cristo y la del mundo. Sería bueno pensar ahora de forma breve y en silencio: ¿Por dónde camina mi vida, y por dónde quiero que camine? Y hacer el firme propósito de cambiar lo que sea necesario para pensar y vivir de acuerdo con nuestra condición de cristianos.

*

La Virgen María, que creyó en la Palabra del Señor, no perdió su fe en Dios cuando vio a su Hijo crucificado. Aprendamos de ella a testimoniar nuestra fe con una vida de servicio, dispuestos a permanecer fieles al Evangelio de la caridad y de la verdad, seguros de que nada de cuanto hagamos se pierde: «Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (v. 35).