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21 agosto 2021 • DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO B

Angel David Martín Rubio

“Tú tienes palabras de vida eterna”

En el Evangelio de los domingos pasados hemos escuchado el discurso sobre el «pan de vida» que Jesús pronunció en la sinagoga de Cafarnaúm después de la multiplicación de los panes y los peces. Hoy se nos presenta la reacción ante esas palabras (Jn 6, 60-69) y nos encontramos con dos situaciones.

Por una parte, san Juan, que se hallaba presente junto a los demás Apóstoles, refiere que «desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él» (v. 66).

Las palabras empleadas no hacen pensar en una reacción inmediata sino en un cambio progresivo, un distanciamiento, un enfriamiento por parte de algunos de los que hasta entonces habían formado parte del grupo de los que seguían a Jesús y escuchaban sus palabras ¿Por qué? Porque no creyeron en las palabras de Jesús, que decía: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (v. 51). Esta revelación les resultaba inaceptable, porque la entendían en sentido material, mientras que se estaba anunciando el misterio redentor en el que Jesús se entregaría por la salvación del mundo y su presencia en la Eucaristía. Por eso concluyen: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» (v. 60). Para ellos  esta enseñanza era «dura», no de comprender, sino de admitir; pues por comprenderla es por lo que no quisieron admitirla. Y su contenido era doble: que Él «bajó» del cielo —su preexistencia divina—y que daba a «comer» su «carne».

Por otro lado, al ver que «muchos de sus discípulos» (v. 60) le criticaban y abandonaban, Jesús se dirige a los Doce Apóstoles para preguntarles si van a hacer lo mismo: «¿También vosotros queréis marcharos?» (v. 67). Como en otros casos, es san Pedro quien responde en nombre de todos: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (vv. 68-69).

Podemos hacer tres consideraciones al hilo de estas palabras:

I. Pedro confiesa que Jesús es el «Santo de Dios», una expresión que equivale a decir que es el «Mesías», el salvador prometido y esperado por el pueblo de Israel. ¿Vio Pedro la divinidad de Jesús antes de la confesión de Cesarea (Mt 16, 16) y de la revelación del Padre? La respuesta no es segura pero, ciertamente, nos encontramos ante una confesión mesiánica que entrevé la trascendencia de Jesús. Su origen divino está muy acentuado en todo el diálogo precedente y Pedro acepta plenamente las palabras del Maestro[1].

II. San Pedro pone de relieve lo absurdo que sería hacer como los otros que se habían alejado de Jesús: «¿a quién vamos a acudir?». Jesús puede dar la vida porque ha bajado realmente del Cielo y el Apóstol reconoce que tiene «palabras de vida eterna». Esta expresión hay que entenderla en un doble sentido:

  • Porque es palabra del mismo Dios: «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1, 1-2).
  • Porque al ser palabra de Dios, no solamente enseña el camino que conduce a la vida eterna sino que nos da esa misma vida eterna a condición de que la pongamos en práctica.

III. Por eso, ante el «Santo de Dios», el Mesías, no cabe más que oírle y obedecerle. Quedarse con Jesús y escuchar sus palabras de vida eterna supone poner en práctica lo que esta palabra dice. Nos encontramos aquí con el fundamento de la vida moral que se expresa de una manera semejante en la 1ª Lectura (Jos 24, 1-2a. 15-17. 18b).

La escena se sitúa al final del libro de Josué que nos relata la ocupación de la tierra prometida por el pueblo de Israel que había salido de Egipto y que había aceptado la Alianza con Dios en el Monte Sinaí. Ellos ratifican ahora y renuevan el compromiso asumido por sus padres. Después de una introducción en la que se recuerda cuanto ha hecho el Señor por los israelitas (vv. 2-13), Josué interroga al pueblo sobre su determinación de permanecer fiel al Señor (vv. 14-24). Cuando todos a una asumen el compromiso de servir al Señor y obedecerle en todo, se lleva a cabo el rito que ratifica la Alianza (vv. 25-27).

Como decíamos, esta escena al igual que la decisión de Pedro de escuchar y poner en práctica las palabras de vida eterna de Jesús, nos recuerda que la Alianza está en la base de la moral cristiana, pues supone que Dios dirige la historia y elige a los que han de asumir un compromiso concreto de fidelidad[2]. Decir «sí» al Señor en todas las circunstancias significa también decir «no» a otros caminos, a otras posibilidades. La libertad que elige a Jesús y lo que nos acerca a Él, es la misma libertad que nos lleva a rechaza lo que nos separa de Él. Esto tiene una aplicación en particular a los Mandamientos de Dios, a las leyes y enseñanzas de la Iglesia… Son señales que garantizan la elección libre que hicimos de seguir a Cristo, dejando a un lado otros caminos que no llevan a donde queremos ir. No son restricciones impuestas al hombre, no son cargas onerosas: son brillantes puntos de luz que iluminan el camino, para que lo podamos ver y recorrer con confianza[3].

*

«Señor, ¿a quién vamos a acudir?». Reafirmemos también hoy nuestro seguimiento a Cristo por amor, confiados en su ayuda llena de misericordia; y con la plena libertad de reconocer que su Palabra es la única que conduce a la vida eterna.


[1] Cfr. Juan LEAL; Severiano del PÁRAMO; José ALONSO,  La Sagrada Escritura. Nuevo Testamento, vol. 1, Evangelios, Madrid: BAC, 1964, 909.

[2] Cfr. FACULTAD DE TEOLOGÍA. UNIVERSIDAD DE NAVARRA, Sagrada Biblia. Comentario, Pamplona: EUNSA, 2010, 220.

[3] Cfr. Francisco FERNÁNDEZ CARVAJAL, Hablar con Dios, vol. 4, Madrid: Ediciones Palabra, 1989, 593-600.