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27 junio 2021 • La palabra «docilidad» define bien cómo debe acoger el cristiano la acción del Espíritu Santo

Angel David Martín Rubio

Fidelidad a la gracia y visión sobrenatural

Iliá Repin: La resurrección de la hija de Jairo

I. El Evangelio de hoy (Domingo XIII del Tiempo Ordinario, B: Mc 5, 21-43) narra dos milagros: el de la curación de una mujer enferma y el de la resurrección de la hija de Jairo. El relato es rico en detalles, transmitiendo las impresiones de un testigo presencial como lo fue san Pedro, cuya predicación recoge san Marcos en este Evangelio[1].

Como en otros relatos similares, todas estas circunstancias inciden en hacernos comprender la estrecha relación que existe entre los milagros y la fe de los destinatarios de los mismos. Podemos decir que el milagro depende de la voluntad de Cristo y de la fe del que lo recibe[2]. Ahora bien, esa confianza en Él que pide Jesús no es la causa física del milagro (como es obvio, no la exige a los muertos que resucitó) sino causa moral, en el sentido de que aquellos hechos portentosos eran medios para llevar a los hombres a la conversión interior, y a creer en Él y en sus palabras.

De ahí viene la curiosa circunstancia –tan acusada en este milagro– de la prohibición de contar lo sucedido (el llamado «secreto mesiánico»): «Pero Él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña […] Les insistió en que nadie se enterase» (v. 40. 43). ¿Por qué? Para no fomentar en el pueblo el deseo incontrolado de milagros: que no pusiesen el milagro delante de la predicación y deformaran la condición estrictamente religiosa del Mesías, como hacían los fariseos[3]. Con el milagro, Jesús demuestra que es Dios, y al imponer silencio, que lo primero que le interesa es la predicación del Evangelio y que su misión no comprende sólo sus milagros, sino también su muerte en la cruz y su resurrección[4].

II. La curación de aquella mujer a la que ningún médico había podido devolver la salud, va precedida de su audacia para tocar las vestiduras de Jesús. Y la resurrección de la niña ocurre después de la perseverancia en la petición que hizo el padre, incluso ante la noticia de su muerte y las burlas.

Se trata de dos situaciones desesperadas, en las que humanamente no se ven motivos para la esperanza. Pero es ahí cuando se nos enseña a confiar en que las cosas tienen solución si se afrontan desde una perspectiva sobrenatural. Porque la gracia de Dios, si nosotros no lo impedimos, realiza silenciosamente en el alma una transformación honda y eficaz. El Señor nos ofrece constantemente su gracia para ayudarnos a ser fieles cumpliendo su voluntad. A nosotros nos corresponde aceptar esas ayudas y cooperar con generosidad y docilidad en la obra de nuestra propia santificación. Hacemos notar que la palabra «docilidad» define bien cómo debe acoger el cristiano la acción del Espíritu Santo pues no se trata de una pasividad quietista ni de un activismo autónomo sino de la capacidad de escucha y respuesta operativa, práctica, a la luz de lo que se ha recibido.

Esa docilidad se puede concretar de muchas maneras: cumpliendo nuestros deberes, en primer lugar los que se refieren a Dios, sin olvidar nuestras legítimas ocupaciones temporales; empeñándonos en luchar por vivir una determinada virtud; afrontando con visión sobrenatural una contrariedad que se prolonga… cuanto mayor es la fidelidad, mejor nos disponemos para realizar otras obras buenas. Nada es irremediable para quien confía en el Señor; nada está totalmente perdido; mientras hay vida siempre tenemos posibilidad de volver a empezar: «Hay que tener paciencia con todo el mundo, pero, en primer lugar, con uno mismo»[5].

III. Esto nos lleva resolver la cuestión del sentido y del valor de la vida pues nos hace afrontarla con lo que podemos llamar un verdadero «optimismo sobrenatural» y que no hay que confundir con el ingenuo autoconvencimiento de que «todo va a salir bien» que se nos quiere imponer tantas veces y que choca con la realidad que vemos a nuestro alrededor, llevándonos al desánimo y a la frustración o a adoptar ante la vida una actitud superficial de frivolidad, cayendo en la amoralidad porque nada se puede hacer así con seriedad. Solamente cuando se es consciente del valor de la vida (y también de la muerte, porque después del tiempo hay una eternidad) «y que lo hagamos en esta vida tendrá consecuencias directas en nuestra salvación o en nuestra condenación futuras, nos llevará a afrontar la vida con seriedad y con deseo firme de hacer el bien y defender la verdad»[6].

*

Pidamos a la Virgen nuestra Madre que nos otorgue el don de apreciar la vida de la gracia, la vida del alma, por encima de todos los bienes temporales. Y a poner los medios para corresponder a la obra de Dios en nosotros mediante nuestra propia santificación y el apostolado al servicio de los demás.


[1] «Pero la luz de la religión de Pedro resplandeció de tal modo en la mente de sus oyentes, que no se contentaban con escucharle una sola vez, ni con la enseñanza oral de la predicación divina, sino que suplicaban de todas maneras posibles a Marcos (quien se cree que escribió el Evangelio y era compañero de Pedro), e insistían para que por escrito les dejara un recuerdo de la enseñanza que habían recibido de palabra, y no le dejaron tranquilo hasta que hubo terminado; por ello vinieron a ser los responsables del texto llamado Evangelio según Marcos» (EUSEBIO DE CESAREA, Historia Eclesiástica II, 15, 1).

[2] Cfr. la siguiente afirmación: «Y no hizo allí [en Nazaret] muchos milagros, por su falta de fe» (Mt 13, 58; cfr. Mc 6, 5-6). «No porque no pudiera hacer muchos milagros entre aquellos incrédulos, sino para no condenar con sus muchos milagros la incredulidad de sus conciudadanos» (san Jerónimo cit. por Catena Aurea). «Y si le convenía que lo admiraran por sus milagros, ¿por qué no los hizo? Porque El no hacía milagros por pura ostentación, sino para utilidad de otros. Mas no resultando ninguna utilidad, despreció lo que le era personal, a fin de no aumentar la culpabilidad de ellos. ¿Y por qué hizo algunos? Para que no dijeran: indudablemente hubiéramos creído si hubiera hecho milagros» (San Juan Crisóstomo, ibíd.).

[3] Por eso, después de la multiplicación de los panes y los peces: «Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo» (Jn 6, 15).

[4] Cfr. Leonardo CASTELLANI, El Evangelio de Jesucristo, Madrid: Ediciones Cristiandad, 2011, 320-325.

[5] SAN FRANCISCO DE SALES, Cartas, 139, en: Obras selectas, vol.2, Madrid: BAC, 1954, 774.

[6] Santiago CANTERA MONTENEGRO, Homilías, Madrid: Ediciones San Román, 2020, 238.