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28 marzo 2021 • El acto central y principal en el que se resume la obra de Cristo y que recapitula toda la creación, es la muerte de Nuestro Señor

Angel David Martín Rubio

Nuestra participación en el misterio de Cristo, muerto y resucitado

Hippolyte Flandrin: «Entrada de Jesús en Jerusalén» (1842)

I. La Liturgia de la Iglesia abre la Semana Santa con la celebración del «Domingo de Ramos». Jesús es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación y entra en su ciudad como el Rey de la Gloria (Sal 24, 7-10) «montado en un asno» (Za 9, 9) con la humildad que da testimonio de la Verdad. Así «manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección» (CATIC, 560).

La preparación pascual termina estrictamente con la celebración ferial del Miércoles Santo. El desarrollo litúrgico de la Pascua comienza de hecho con la Misa vespertina de la Cena del Señor («sentido y actualización sacramental de la pasión redentora»). Se dramatiza en la liturgia solemne del Viernes Santo («conmemoración histórica de la muerte pascual de Cristo»). El día alitúrgico del Sábado Santo se ocupa con la meditación eclesial junto al sepulcro y este desenvolvimiento culmina, en fin, con la Vigilia Pascual («resurrección del Señor y corresurrección de la Iglesia por el bautismo de los neófitos y la vivencia renovadora de la Pascua en los ya cristianos»)[1].

II. Los evangelistas habían visto cumplidas en la Pasión de Cristo las profecías del Siervo doliente de Isaías, especialmente en lo que se refiere al valor del sufrimiento y a la fortaleza callada del Siervo que es presentado como un discípulo obediente, dócil a la palabra del Señor («El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; | para saber decir al abatido una palabra de aliento. | Cada mañana me espabila el oído, | para que escuche como los discípulos»: Is 50, 4).

En su Epístola a los Filipenses (2, 6-11), san Pablo resume de manera admirable cómo lleva a cabo Cristo Jesús el misterio de nuestra redención:

«Siendo de condición divina,

no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo

tomando la condición de esclavo,

hecho semejante a los hombres.

Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo,

hecho obediente hasta la muerte,

y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús

toda rodilla se doble

en el cielo, en la tierra, en el abismo,

y toda lengua proclame:

Jesucristo es Señor,

para gloria de Dios Padre».

El Apóstol nos muestra el sumo ejemplo que hemos de imitar en nuestra conducta: la inmensa, la infinita paradoja de la humillación de Jesús. Teniendo presente la divinidad de Jesucristo, centra su atención en su muerte en la cruz como modelo supremo de humildad y obediencia. Por este camino, el Padre concedió a la Humanidad de Cristo el poder de manifestar la gloria de la divinidad que le corresponde y por eso la verdad fundamental de la doctrina cristiana es que Jesucristo es Dios[2].

Este texto de san Pablo, con una primera parte de humillación y una segunda de exaltación por el Padre, nos recuerda la unidad de dos acontecimientos salvíficos inseparables: el misterio de la muerte de Cristo en la Cruz y el misterio de su Resurrección. Ahora bien, el acto central y principal en el que se resume la obra de Cristo y que recapitula toda la creación, es la muerte de Nuestro Señor. Su Pasión constituye el misterio principal, al que se debe nuestra salvación y la Resurrección es una consecuencia de la Cruz.

«Ecce Homo» (Antonio Ciseri, c. 1880)

III. El deseo de la Iglesia en la Semana Santa es hacer más profunda nuestra fe. En las celebraciones litúrgicas de estos días no nos limitamos a la mera conmemoración de lo que Jesús realizó; estamos inmersos en el mismo misterio de Cristo para morir y resucitar con Él.

Jesús murió, fue sepultado y resucitó de entre los muertos. Este es el único acontecimiento de la historia que no pasa. Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, ubicado en el tiempo y en el espacio. Así lo expresamos en el Credo al decir que «padeció bajo el poder de Poncio Pilato», es decir en el tiempo en que Poncio Pilatos gobernaba la provincia romana de Judea. ¿Cuál es la razón de esta precisión cronológica y geográfica?:

«Esto se hizo porque el conocimiento de una cosa tan grande y tan necesaria como ésta podía ser más cierto y obvio a todos, notándose determinadamente el tiempo en que esto sucedió, lo cual leemos haber hecho también el Apóstol San Pablo (1Tim 6, 13). Además por estas palabras se declara el cumplimiento de aquella profecía del Salvador: “Será entregado a los Gentiles, para ser escarnecido, azotado y crucificado” (Mt 20, 19)»[3].

Pero estamos ante algo absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan, son absorbidos por el pasado, sometidos a la inexorable «ley del olvido» que desdibuja los recuerdos cuanto más se remontan en el tiempo. En cambio, el misterio de Cristo participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida, principalmente en la Liturgia de la Iglesia (Cfr. CATIC 1085). Conviene, eso sí, precisar que la noción de «memorial objetivo» únicamente se aplica a la Eucaristía respecto de la Cruz, y no en la misma manera a todos los actos de culto respecto de todos los misterios salvíficos. La Tradición habla de una reactualización especial del sacrificio de Cristo.

«En toda acción litúrgica juntamente con la Iglesia está presente su divino Fundador […] Por eso el año litúrgico, al que alimenta y acompaña la piedad de la Iglesia, no es fría e inerte representación de cosas que pertenecen a tiempos pasados, ni mero y desnudo recuerdo de una edad anterior. Sino que es más bien Cristo mismo que sigue en su Iglesia y continúa aquel camino de su inmensa misericordia que El mismo inició en esta vida mortal, cuando pasaba haciendo bien (Hch 10, 38), con el piadosísimo designio de que las almas de los hombres se pusiesen en contacto con sus misterios, y por ellos, en cierto modo, vivieran. Los cuales misterios, por cierto, están constantemente presentes y obran a la manera no indeterminada y medio oscura de que hablan neciamente algunos escritores modernos, sino de la manera que nos enseña la doctrina católica; pues, según sentir de los Doctores de la Iglesia, son no solamente ejemplos eximios de cristiana perfección, sino fuentes también de la divina gracia, por los méritos y. oraciones de Cristo, y por su efecto perduran en nosotros, como quiera que cada año, según su índole, es a su modo causa de nuestra salvación»[4].

El medio para unirnos a este misterio de la Cruz y participar de él son los sacramentos, muy en especial la Eucaristía y la Confesión. Mediante ellos, Dios nos va transformando y nos hace capaces de llevar una vida de acuerdo con nuestra condición de hijos suyos. Una vida que pasa por los mismos caminos por los que discurrió la de Cristo (a quien estamos unidos como miembros de su Cuerpo Místico): humildad, obediencia a la ley de Dios, servicio a los demás…

Junto a la Cruz de Jesús estaba su Madre, la Virgen Santa María. A ella acudimos para pedirle que el misterio del dolor redentor de Cristo que celebramos en Semana Santa nos ayude a vivir en la humildad de la obediencia debida a Dios y a no abandonar el camino que conduce a la vida.


[1] Cfr. Juan ORDÓÑEZ MÁRQUEZ, Espiritualidad cristiana y año litúrgico, Madrid: BAC, 1978, 276-277.

[2] Cfr. Juan STRAUBINGER, La Sagrada Biblia, in: Flp 2, 1-11. Este autor ve en el texto a Jesús, el Siervo de Yahvé, tal como lo anunció Isaías.

[3] Catecismo Romano I, 5, 3.

[4] PÍO XII, Encíclica Mediator Dei (20-noviembre-1947), Dz 2297.