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18 marzo 2021 • Se empezó a llevar a cabo esa memoria monocolor, que se unió a la tergiversación sistemática de los hechos históricos

Manuel Parra Celaya

Los colores del cinismo

Me llama la atención un titular de prensa con unas palabras de la Sra. Carmen Calvo, que pide a los Ayuntamientos que “no haya colores políticos en los trabajos de recuperación de la memoria histórica”. Se puede atribuir al caso el dicho jurídico Excusatio non petita, acusatio manifiesta o, más sencillamente, una gran dosis de cinismo por parte de la mencionada ministra. Porque las memorias -la histórica y la democrática– tienen los colores políticos bien marcados e indelebles.

Si su finalidad consistiera en la reparación de posibles injusticias que se cometieron en momentos concretos de la historia, y especialmente en los años de la guerra civil por parte de los dos bandos enfrentados a sangre y fuego, se entendería y sería loable el propósito; si se pretendiera que los descendientes de los muertos pudieran saber de los restos de sus ancestros y rendirles un recuerdo familiar, bien estaría esa pesquisa. Pero sabemos que no es así: solo se indaga sobre las fosas y cunetas de un solo color, y se tiende un telón de silencio -cuando no de coerción legal- sobre los demás.

Es en realidad una gigantesca operación retorno hacia el pasado, que a todas luces actúa como vector reaccionario a la marcha de la historia, que indefectiblemente camina hacia el futuro. Y, más grave aun, se trata de reabrir heridas completamente cicatrizadas en la sociedad española, para que se retrotraiga en su pulsión política hacia odios y rencores que ya no existen, en lugar de hacer frente a los grandes retos del presente -tan mal administrados y gestionados por los dadores de memoria histórica– y cegar cualquier posibilidad de futuro en paz, convivencia y cooperación de esfuerzos.

Sobre el pasado, habrá algo que decir, evidentemente. La vida de los individuos y de los pueblos es -Ortega dixit- peculiaridades, cambios, desarrollo, en una palabra, historia; también, que en cualquier colectivo, se dan impulsos de sociabilidad y, a la vez, de insociabilidad, y que ello depende de la circunstancia en que se encuentre inmerso ese colectivo. Las guerras, por otra parte, son un marco idóneo para que salgan a flote los mejores y los peores instintos de cada individuo; máxime las guerras civiles, donde compiten la cercanía y los partidismos encontrados, los rasgos de abnegación y de humanidad junto a los de venganza y odio, sea por motivos ideológicos o personales.

La guerra civil española no fue una excepción, que se suele poner como paradigma de la crueldad y de la condena sin paliativos del adversario, pero no fueron menos crueles y cruentas, por ejemplo, la francesa y la italiana, que quedaron enmascaradas en aquella tremenda hecatombe de la 2ª GM, con altos grados de mortandad, violencia, revanchas y asesinatos, sin asomo de piedad para el derrotado.

Pero la dimensión del cambio de las sociedades, del devenir histórico,, cambia la circunstancia y las transformaciones abren -a Dios gracias- abismos infranqueables con el ayer doloroso, que, además, se estima como irrepetible e indeseable. La dialéctica constante entre los impulsos de sociabilidad y de insociabilidad se va decantando a favor de los primeros. Así, los traumas de las contiendas pasadas se van apagando hasta desaparecer del horizonte en otras generaciones que no vivieron los horrores.

No así en España. De una forma artificial, por oscuros intereses internos y por nunca desvelados mandatos exteriores, se empezó a llevar a cabo esa memoria monocolor, que se unió a la tergiversación sistemática de los hechos históricos, a la pura propaganda para deformar lo acaecido en otra circunstancia, o al silencio o a la coacción legal mencionadas.

Da lo mismo que entre los caídos en combate o los ejecutados en retaguardia se mezclaran los condenados por arbitrarismos revanchistas o por crímenes probados durante los tres años en que duró la guerra; se daba por supuesto que todos eran víctimas inocentes del franquismo, llamado de esta forma genéricamente. Entretanto, se denostaba a los caídos de las otras trincheras o se imponía el más completo mutismo sobre los asesinados o torturados en la trastienda del Frente Popular, cuyos herederos son, evidentemente, los impulsores de las memorias históricas; se derriban monumentos y se alzan otros, y, especialmente, se abaten las cruces destinadas a acoger a todos los muertos de la historia.

Una tremenda losa está cayendo sobre la sociedad española, mucho más pesada que la que pueda sepultar a los ancestros víctimas de una guerra entre hermanos. Seguro que todas ellas -caídos y ejecutados- se revuelven ahora en sus tumbas al contemplar cómo son manipulados para volver a levantar el odio; cómo se quiere privar a sus descendientes de una convivencia fraterna y civilizada; cómo se quiere disolver España en bandos otra vez irreconciliables; cómo se quiere evitar que nunca se vuelva a verter sangre española en discordias civiles.

Y, en otro orden de cosas, cómo los colores políticos que dice querer evitar Carmen Calvo influyen a la hora de asignar ese millón y medio de euros dedicados a la memoria.