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14 marzo 2021 • Quizá, y en oposición al intemporal clasicismo joseantoniano, Ramiro sea también, de vez en vez y no tan excepcionalmente, una referencia recurrente

Fernando Paz Cristóbal

Ramiro Ledesma a los 90 años

Ramiro Ledesma Ramos

Antes de la creación de Falange Española había habido otros intentos de fundar el fascismo español; dejando de lado la iniciativa más o menos pintoresca del Dr. Albiñana, prácticamente sin eco alguno, y su Partido Nacionalista, directamente ligado a los intereses de los grandes latifundistas y a quien nadie tomó demasiado en serio, existía en Madrid un sector de extrema derecha y adscripción borbónica que no se resignaba al destino que los derroteros políticos habían deparado a la monarquía. Entre estos y algunos industriales del País Vasco habían venido patrocinando – aunque algo tibiamente- a un grupo de la capital, reunido en torno a la figura de Ramiro Ledesma Ramos que profesaba un cierto radicalismo fascista modernizador. La publicación que editaban desde marzo de 1931, titulada La Conquista del Estado – nombre tomado de una revista análoga que publicaba Curzio Malaparte – daba cuerpo a este grupo inquieto – aunque poco numeroso y de escaso éxito – que, sin embargo, aglutinaba algunas plumas de la época verdaderamente interesantes.

El tono de la revista era explosivo, combativo y resuelto tratando, a ojos vista, de llamar la atención como medio de propaganda directa. En sus primeros números jaleaba a la Italia fascista, a la Unión Soviética y a los nazis alemanes; atacaba por igual a la monarquía y a los republicanos; postulaba la unificación de España y Portugal, reivindicaba Gibraltar y la apertura de relaciones con la URSS, cortejaba a la CNT y tentaba al izquierdista comandante Franco; celebraba a Stalin y su camino hacia la dictadura y, posteriormente, al comunista antisoviético Maurín; publicaba una lista de grandes propiedades en las que ciento cuarenta y siete terratenientes poseían más de un millón de hectáreas animando a los campesinos a ocuparlas; y, en general, se decantaba por todo radicalismo, de donde quisiera que viniese, excepto el separatista. La originalidad de su postura política la remarca el que desde la publicación se afirmara, apenas un mes después, en abril de 1931, que “no sabemos ni comprendemos qué es eso de ser fascista en España”. La Conquista del Estado convocaba todas las insurgencias de modo muy similar al efectuado por Mussolini en la Plaza del Santo Sepulcro de Milán en 1919, cuando se dieron cita arditis, futuristas, sindicalistas, anarquistas y nacionalistas en la fundación del primer fascio. En lo que hace a sus primeros números, embrión de las JONS madrileñas, la referencia fascista remitía al heteróclito fascismo de los comienzos mucho más que al aburguesado del ventennio.

En el marco de la ideológicamente escuálida vida política española, La Conquista del Estado constituyó un exotismo destinado al más rotundo fracaso. Su pretensión de nacionalizar las masas proletarias adscritas al sindicalismo cenetista, no era tan descabellada, pero el país no acompañaba. De hecho, las JONS jamás desarrollarían una estructura política que pudiese, siquiera, llamar la atención de los sindicalistas. Pero su intuición de que una parte de los cenetistas resultaban asequibles a la propaganda fascista era, sin embargo, certera. Lo que sucedía es que la estructura sociológica del país impedía la transferencia entre la derecha y la izquierda o viceversa, lo que hoy llamamos transversalidad; por el contrario, y como el propio Ledesma describiría en “¿Fascismo en España?” cuatro años más tarde, la una y la otra discurrirían por su propio carril sin posibilidad de entenderse.

Evocación de la «Marcha sobre Roma»

España había quedado al margen de la Gran Guerra, de modo que no se había producido ninguna movilización social ni para la guerra ni para la producción. La estructura social, el subdesarrollo político, la ausencia de un proceso industrializador y la consecuente escasez de proletariado y de una burguesía con sentido nacional, el carácter predominantemente rural y tradicional de la sociedad española, hacían inviable un nacionalismo revolucionario. Ramiro Ledesma, hombre de sólida formación intelectual y buen conocedor de que sucedía al norte de los Pirineos, fue siempre muy consciente de ello.

La vida del grupo de la Conquista del Estado habría pasado desapercibida de ser por la deriva posterior de la historia española resultante de la guerra civil, que ha visto ahí uno de sus orígenes (aunque sin enfatizar excesivamente la reivindicación; de hecho, tratando de ignorarla). Tras sus hasta cierto punto esperanzadores inicios en las vísperas mismas de la proclamación de la república, la realidad social y política le empujó a buscar asociarse con fuerzas políticas más o menos afines.

De modo que, a fin de evitar la pura y simple desaparición, Ledesma trabó contacto con un grupo de Valladolid que gravitaba en torno a la figura de Onésimo Redondo, hombre de profunda formación católica y ligado a la extrema derecha local – aunque con una cierta heterodoxia que le hacía atractivo a los ojos del primero – con la que había reorganizado un sindicato remolachero a punto de desaparecer y del que consiguió hacer una plataforma eficaz y de más que mediana aceptación entre el campesinado de la zona. Ledesma era consciente de los “resabios derechistas” de Redondo, con las limitaciones que esto suponía desde un punto de vista doctrinal, pero también sopesaba las ventajas de tal situación; además, no estaba en condiciones de elegir. Un poco más tarde, lo mismo le sucedería con Falange Española.

Si bien la adscripción jesuítica del vallisoletano y su profundo catolicismo podían resultar molestos – Ledesma no era hombre creyente, y toda su construcción ideológica descansaba en una concepción cultural laica -, al menos Redondo tenía la originalidad suficiente como para no gustar de llamarse fascista, lo que no era poco entre los nacionalistas revolucionarios de aquellos días. Aún había otro extremo que a Ledesma no gustaba: por su nacimiento y formación, Redondo era hombre de provincias – Ramiro también lo era – y, lógicamente, su preocupación se centraba, prioritariamente, en el mundo agrario que tan bien conocía. Años más tarde, tras la fusión con Falange, reapareció esta cuestión como una de las claves que explicaron la separación de Ledesma de José Antonio y del partido falangista.

El grupo de Valladolid había creado las Juntas Castellanas de Actuación Hispánica que, en el verano de 1931, se sumaron al grupo de La Conquista del Estado para, unidos, formar las JONS. Ya vemos, desde las primeras denominaciones de estos grupos que más tarde formaron el partido falangista, que se evita siempre la denominación “partido”; sean Juntas Castellanas, Juntas de Ofensiva, Movimiento Español, Frente Español, Falange… lo que será común a todos ellos; pues, inevitablemente este término remite a la aceptación de una nomenclatura liberal ajena a la tradición española y que se consideraba extranjerizante.

Onésimo Redondo

La denominación “Juntas de Ofensiva” eran una traducción casi exacta de “Fascii Italiani di Combattimento”, Haces o Juntas Italianas de Combate. El sentido de unión y de lucha. El nuevo grupo, además adoptó el emblema del yugo y las flechas de los Reyes Católicos; la razón de su adopción también está incursa en el deseo de constituirse como el fascismo hispánico. Este símbolo se decidió como el propio del partido en una reunión jonsista en la que se suscitó la discusión acerca de cuál habría de ser su emblema. Tras diversas proposiciones y ciertas dudas, uno de los presentes recordó cómo, habiendo sido alumno del profesor socialista Fernando de los Ríos en su Granada natal, este elucubraba sobre el yugo y las flechas como emblema del fascismo de haber nacido en España. De inmediato, los jonsistas aceptaron la ironía de que fuese un socialista quien decidiese el símbolo del fascismo español, decidiéndose su uso a partir de entonces, y pasando luego a Falange y, más tarde, al partido único de Franco. El emblema de las fechas yugadas remitía a una época de la historia de España por la que los falangistas sentían predilección cierta; más tarde, se integraría en el estado victorioso como el primero entre sus distintivos más reconocidos.

El grupo de las JONS, aunque algo reactivado durante 1933, presentaba un perfil demasiado radical, proletarizante, escasamente católico y anticonservador que difícilmente agradaría a los posibles clientes ultraderechistas que pudieran promocionarlo. Es cierto que estos sectores pusieron algún dinero y que, en el entorno de Ledesma, no eran raros los monárquicos; del grupo de Valladolid puede decirse que agrupaba a los sectores de extrema derecha y fascistas de la provincia más proclives a la acción. De hecho, en Valladolid había más militantes que en Madrid, lo que marcaba, para quien quisiera verlo, el eco prácticamente nulo que el fascismo suscitaba en los sectores obreros; por el contrario, los campesinos y la población rural parecían más receptivos.

Para cuando La Conquista del Estado se había planteado contactos más serios con los derechistas monárquicos, el grupo en torno a la revista se había disuelto. El propio Ledesma reconoció que “…el espíritu de las JONS, si bien respondía a una profunda inquietud social, a una actitud nacional-sindicalista, encerraba ciertas concesiones a lo que pudiera llamarse el espíritu de las derechas y, en parte para batir al marxismo, buscaba en sus medios el apoyo necesario”. Tras la unión con el grupo de Redondo continuaron esos contactos ya de forma más decidida, aunque poco se concretaría; sin embargo, para comienzos de 1933, los sectores conservadores estaban considerando lanzar su propio proyecto fascista de corte católico y abiertamente derechista. Ledesma acudió a una reunión de este signo que había de celebrarse con un significado periodista ligado a la dictadura de Primo de Rivera y que disponía de un diario en Madrid de mediana tirada y dirigido a los sectores conservadores más nostálgicos. El periodista en cuestión, Delgado Barreto, quería editar una publicación de extrema derecha en la que figurasen los más destacados personajes de entre quienes reivindicaban la bandera fascista en España. En ella se dieron cita el propio Ledesma, Sánchez Mazas, Giménez Caballero, Juan Aparicio y José Antonio, entre otros. El proyectado semanario se llamaría “El Fascio” y, si Ledesma participaba en él, era debido a la insistencia de José Antonio.

El resplandor del fascismo italiano atraía tras de sí a numerosas fuerzas ligadas de una u otra forma a la extrema derecha, además de a los grupos nacionalistas y revolucionarios, y por tanto existían interpretaciones de lo más diverso, desde quienes lo interpretaba en un sentido más puramente reaccionario o quienes le atribuían – como los jonsistas – un carácter revolucionario en lo que tenía de alumbramiento de un nuevo mundo con su cortejo de mártires, de exaltación nacionalista y de proyecto modernizador, entendiendo las nuevas realidades del mundo surgido tras la gigantesca crisis europea posterior a la Gran Guerra como necesitadas de una nueva interpretación, lejana en tantas aspectos del mundo de la tradición preindustrial y del rigodón palaciego.

Los jonsistas no eran entusiastas ni del título ni del contenido del semanario, pero colaboraron en él por la plataforma propagandística y de contactos que les brindaba. La aventura de “El Fascio” – calificada de “virgolancia” por Ledesma” – fue ciertamente efímera y el número ya escrito apenas tuvo distribución, pues la fuerza pública lo prohibió; los socialistas estaban resueltos a impedirlo y además medió un interdicto del gobierno civil de Madrid. Esto fue lo de menos: habían entrado en contacto los actores principales del fascismo español.

Si bien, de momento, no se tomó resolución alguna acerca de conformar un partido fascista, visto con perspectiva aquella fue la señal de salida que embocaba el camino hacia la creación de una organización de estas características. Los jonsistas habían fracasado y no parecían, por sí solos, capaces de sacar adelante proyecto alguno de cierta envergadura; un mínimo eco entre los estudiantes y los taxistas, eso era todo. Como ha quedado dicho, su exposición era demasiado radical y, desde luego, poco propicia para lo que la derecha dispuesta a promocionar el fascismo demandaba. De otra parte, los pertenecientes al resto del grupo podían permitirse algún que otro fracaso, ya que tenían medios para enfrentar situaciones poco ventajosas. Sánchez Mazas, Giménez Caballero, Delgado o José Antonio, eran hombres asentados en la sociedad de su tiempo y que disfrutaban, en distintos grados, de una buena posición social. Algunos de ellos, en especial los dos primeros, se contaban entre los pioneros del fascismo español; tanto Sánchez Mazas como Giménez Caballero gozaban de una cierta reputación como escritores y habían propagado el fascismo en España desde muy temprana fecha. En el primer caso, el ABC había sido la plataforma, en las crónicas que el bilbaíno enviaba desde Roma y en las que exaltaba la actuación de Mussolini; en el segundo, su admiración por el Duce y lo italiano en general – y lo fascista en particular – le habían aislado de las habituales compañías literarias hasta dejarlo prácticamente solo (él mismo se calificaba de “Robinson literario”). Giménez Caballero editaba una revista, la Gaceta Literaria, de carácter vanguardista en la que, ciertamente, daba cabida a todo tipo de personajes más allá de toda simpatía o antipatía política. En general, alrededor de la Falange se iría conformando un núcleo, intelectualmente nada despreciable, que seguiría a la figura de José Antonio desde supuestos fascistas más o menos católico-tradicionalistas que le dotaría de un cierto estilo retórico muy personal. Es difícil exagerar la importancia de ambos personajes en el devenir de la futura Falange no solamente como proveedores de retórica, sino también de ideas.

Durante el verano de 1933, los sectores dispuestos a promover el fascismo se aprestaban a crear de forma abierta un partido fascista. Se reunieron en San Sebastián a resultas de una iniciativa de José María de Areilza, pero de allí tampoco salió ningún compromiso. José Antonio estaba más decidido a llevar a cabo un acuerdo entre todos, pero Ledesma creyó ver demasiadas limitaciones reaccionarias en aquél heterogéneo grupo como para implicarse y consideró que, en realidad, lo que trataban era de reeditar un “fascismo” a la española que tuviera poco que ver con el fascismo de corte revolucionario y juvenil que él iba buscando; Ledesma apreció que aquél fascismo carecía del ímpetu popular y del dinamismo que apetecía y se mostró sumamente reservado al respecto de aquél heterogéneo grupo como para aventurarse a un nuevo fracaso, de modo que se negó a colaborar en un intento tal.

Los contactos, de cualquier manera, entre este tipo de grupos continuaron; hay indicios de que José Antonio quería contar con los jonsistas, menos convencionales en su ideología que las otras fuerzas con las que habitualmente tenía que tratar pero, sea como fuere, estaba decidido a seguir adelante. De hecho, desde comienzos de año se hallaba en conversaciones con los miembros de la monárquica Renovación Española, nacida a resultas del repudio de la doctrina accidentalista de Acción Popular en 1932, y que habían formado un grupo independiente a la derecha de los populares en febrero de 1933. Aunque hasta cierto punto consiguieron hacerse con los restos de las fidelidades monárquicas y atrajeron a ciertos sectores burgueses además de los aristocráticos, bien pronto quedaron patente sus limitaciones, y el esperado trasvase de afiliados de Acción Popular a sus filas no se produjo; la negativa de la Comunión Tradicionalista a la propuesta de asociación que le fue realizada desde las filas alfonsinas terminó por desinflar las iniciales expectativas de los escindidos. Incluso el propio monarca exilado desechó las pretendidas posibilidades que el partido le brindaba, valorando el entusiasmo de sus acólitos pero considerándolos “de salón”. Razonablemente, Alfonso XIII ponía sus esperanzas en torno al grupo de Gil-Robles, por más “accidentalista” que fuera.

Antonio Goicoechea, líder de Renovación, viendo fracasar su empeño político ultraconservador, consideró entonces la posibilidad de poner en marcha un partido fascista controlado por ellos que pudiera nutrirse de unas masas que su organización no había sido capaz de atraer; su visita a Berlín en octubre de 1933 le entusiasmó, y mostró su fascinación por el canciller alemán y el gigantesco despliegue que los nazis hacían de su apoyo popular. En adelante, y por bastantes meses, las relaciones entre Falange y Renovación fueron buenas y cordiales y, después del alejamiento de José Antonio de los grupos de la derecha conservadora, serían los alfonsinos con quienes mejor sintonía mostrase; empero, bien es cierto que siempre anduvo de por medio la dificultosa situación económica de los falangistas.

Por su parte, Ledesma no era ningún nostálgico del pasado español, aunque a veces invocara este como promesa de un futuro más heroico. Ledesma era, más bien, representante de ese tipo de fascista de la modernidad, amante de la velocidad, las máquinas, el aeroplano y la técnica en general. Gustaba de esquiar y de recorrer las carreteras en su motocicleta a gran velocidad. No era católico practicante, y mostraba escaso aprecio por la Iglesia en sentido político; y, aún más que a la república, detestaba a la monarquía. Jamás se reclamó monárquico aunque sí, en cambio, habló de mantener unas ciertas formas republicanas, que nunca aclaró en qué consistían, lo que él denominó “república consular” en supuesta alusión al régimen romano. La monarquía le parecía un resabio feudal. Se ha escrito de las andanzas de Ledesma que “…su contenido ideológico y su programa político hubieran podido inscribirse en la izquierda de no haber contenido una afirmación nacionalista en la que desempeñaba un papel determinante el orgullo por el pasado imperial español…”. No cabe duda de que, de clase media baja de provincias, Ledesma era un radical.

Viñeta aparecida en el único número de «El Fascio»

En un ambiente en el que la izquierda dominaba la calle y los republicanos el Gobierno, los sectores conservadores sopesaron la posibilidad de dar respuesta a tal circunstancia; un fascismo auspiciado por ellos mismos, sin los vaivenes sufridos en otros países europeos, desde arriba, que sirviera de fuerza de choque contra esa izquierda a la que se temía. Ledesma era un hombre de difícil trato, con una inclinación natural al radicalismo, y poco dado a transacciones con grupos añorantes del pasado monárquico; teórico de cierto peso, sus ideas extrañaban la simplicidad del conservadurismo tradicional. Pues lo que estos requerían era un fascismo escasamente autónomo al directo servicio de sus intereses.

No puede pasar inadvertida la admiración que el triunfo de Hitler en Alemania provocó en las filas de los partidos de derechas en general. La alianza de los nazis con los nacionalistas alemanes parecía proponer un modelo admisible no sólo por lo que tenía de eficaz frente a la izquierda, sino porque parecía haber catapultado a la derecha antirrepublicana al poder, un poder que, de otra manera, jamás hubiera obtenido. Tal y como se consideraba, Hitler y sus allegados en el gobierno serían manipulados por los grandes intereses nacional-conservadores y subordinados a estos. La Historia, ya lo sabemos, siguió otros derroteros pero eso, entonces, es imposible de prever.

En un momento en que en toda Europa triunfaban las soluciones de este tipo, solamente España – de entre las grandes naciones – carecía de un partido fascista digno de tal nombre; por el contrario, las organizaciones obreras de clase, las izquierdas republicanas y los socialistas aparecían pujantes en el panorama político nacional. El gobierno era de los republicanos y los socialistas, y sólo su desunión y el absentismo electoral de los anarcosindicalistas podían auspiciar una victoria derechista en las elecciones a celebrar – precisamente por la retirada del apoyo del PSOE al gobierno republicano -. Además, los conservadores comenzaban a estar divididos y, si bien se basaban esencialmente en un posibilismo que asegurara unos mínimos en cuanto al mantenimiento del orden social, mostraban acusadas diferencias entre ellos. El ejemplo de lo que sucedía en Europa era bastante para ciertos sectores de la derecha más conservadora que, lejos de acercarse a los accidentalistas más moderados como Acción Popular, procuraron la puesta en marcha de una organización a su servicio que contuviera a la izquierda del modo en que en otras latitudes se la había contenido; un partido fascista de masas capaz de penetrar en zonas que a ellos les estaban vedadas por su carácter abiertamente reaccionario y sin las cuales no les sería posible acceder al poder desde las urnas. En definitiva, lo que culminó en octubre de 1933 con la fundación de la Falange.

Ya en agosto se suscribió un acuerdo entre el moribundo MES de José Antonio y Renovación por el que los alfonsinos financiaban a los primeros – sin especificarse la cantidad – mientras que estos se comprometían en la instauración de un orden político autoritario en cuya consecución no excluían el empleo de la violencia; en cuanto a la Iglesia, apenas unas vaguedades sin excesivos compromisos y nada sobre la Monarquía.

Durante algún tiempo, los promotores monárquicos del fascismo aprovecharon la situación de confusión creada y la desunión de los diferentes grupos para fomentar la rivalidad entre ellos. Quien disponía la cuantía de la financiación era el entonces teniente coronel Galarza – uno de los fundadores de la UME -, lo que servía para mantener la subordinación de los subvencionados. Aunque estaban decididos a mantener el enfrentamiento entre los grupos fascistas a fin de conservar su propia posición de arbitraje, apostaban por una nueva organización. Uno de los mentores de esta estrategia, Ansaldo, advertía: “…puede ocurrir que el desarrollarse (el nuevo partido fascista) y tener vida propia prescinda de nosotros y nadie sabe a dónde puede ir a parar si el éxito enardece un poco a sus caudillos. Hoy nos puede servir y nos servirá como grupo de acción, pero hay que pensar en su evolución y crecimiento, de tal suerte que no pierda nuestra tutela y amparo.”

Por todo lo cual, postulaba la entrada de elementos de fiar en las filas del naciente partido fascista, que apuntaba a la ingobernabilidad. La posterior evolución de este no dejaría de corroborar con hechos la presciencia de Ansaldo. Pero eso, a estas alturas es, francamente, lo de menos.

Hace ahora 90 años. En cierto modo, Ramiro Ledesma fue, al tiempo que un hombre de su tiempo, también en adelantado. Quizá, y en oposición al intemporal clasicismo joseantoniano, Ramiro sea también, de vez en vez y no tan excepcionalmente, una referencia recurrente.