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28 febrero 2021 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

II Domingo de Cuaresma: 28-febrero-2021

Epístola (1 Tes 4, 1-7)

Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús: ya habéis aprendido de nosotros cómo comportarse para agradar a Dios; pues comportaos así y seguid adelante. Pues ya conocéis las instrucciones que os dimos, en nombre del Señor Jesús. Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación, que os apartéis de la impureza, que cada uno de vosotros trate su cuerpo con santidad y respeto, no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios. Y que en este asunto nadie pase por encima de su hermano ni se aproveche con engaño, porque el Señor venga todo esto, como ya os dijimos y os aseguramos: Dios no nos ha llamado a una vida impura, sino santa.

Evangelio (Mt 17, 1-9)

Seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos». 

Reflexión

El Evangelio de este segundo Domingo de Cuaresma propone a nuestra consideración el de los misterios de la vida de Cristo que llamamos la «Transfiguración». Lo relatan los tres Sinópticos, entre ellos san Marcos (Mc 9, 2-9) que lo escuchó de uno de los testigos, pues este evangelista puso por escrito la predicación de san Pedro (como atestigua Papías[1]). Y el apóstol recordó lo ocurrido hasta el final de sus días como nos da testimonio en su Epístola:

«Porque Él recibió de Dios Padre honor y gloria cuando desde la sublime Gloria se le transmitió aquella voz: “Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido”. Y esta misma voz, transmitida desde el cielo, es la que nosotros oímos estando con él en la montaña sagrada» (2 Pd 1, 17-18).

Podemos preguntarnos en qué consistió la Transfiguración de Jesús y por qué la Liturgia nos la presenta en este tiempo de preparación para la Semana Santa.

I. La Transfiguración

La Transfiguración de Jesús tuvo lugar «en un monte alto» (no se dice su nombre, aunque la tradición cristiana lo vino a localizar en Galilea, en el Tabor, que se eleva 320m sobre la llanura circundante), ante tres testigos elegidos por Él: Pedro, Santiago y Juan.

El rostro de Jesús se volvió resplandeciente como el sol y sus vestidos, blancos como la nieve. Moisés y Elías aparecieron (y, precisa san Lucas, «hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén»: Lc 9, 31). Por un instante, Jesús manifiesta su gloria divina: «una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía…». En numerosos lugares del Antiguo Testamento la manifestación de una nube es símbolo de la presencia de Dios. Por eso su complemento es la voz del Padre: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».

Un eco de este episodio lo encontramos también cuando el evangelista san Juan afirma: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Hacemos notar que la palabra utilizada por san Juan significa literalmente «puso su tabernáculo (su tienda) entre nosotros» por lo que puede ponerse en relación con la vehemente expresión de Pedro: «Vamos a hacer tres tiendas». Si la humanidad que asume el Verbo es como el tabernáculo que llena la divinidad (Col 2, 9), y mediante este tabernáculo de su humanidad mora el Verbo en medio de todos los hombres redimidos, poner una tienda sobre el monte (y entrar en la nube como afirma Lc 9, 34) es hacerse «partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1, 4) mediante la gracia y el anuncio de su consumación en la gloria.

«La nube resplandeciente significa la gloria del Espíritu Santo, o el poder del Padre, como dice Orígenes, que protegerá a los santos en la gloria futura. Aunque también podría significar acertadamente la claridad del mundo renovado que será la morada de los santos. Por esto, cuando Pedro se disponía a construir las tiendas, una nube luminosa envolvió a los discípulos» (STh III, 45, 2 ad 3).

Santo Tomás dedica a la Transfiguración una cuestión (STh III, 45) después de estudiar los milagros de Jesucristo en general (q. 43) y en sus diferentes grupos (q. 44) y en ella pone de relieve la naturaleza de este misterio y la condición milagrosa del mismo:

  • La claridad que Cristo tomó en su transfiguración fue la claridad de la gloria en cuanto a la esencia, pero no en cuanto al modo de ser. Porque la claridad del cuerpo de Cristo en la transfiguración emanó de su divinidad y de la gloria de su alma. Pero esto ocurrió de modo distinto a como acontece en el cuerpo glorificado porque no se trataba de una cualidad inmanente del mismo cuerpo «sino más bien a modo de pasión transeúnte, como cuando la atmósfera es iluminada por el sol» (STh III, 45, 2).
  • Por esta última razón, el resplandor que entonces apareció en el cuerpo de Cristo fue milagroso. Porque en el cuerpo glorificado redunda la claridad del alma a modo de claridad permanente que afecta al cuerpo pero esto no ocurría en Cristo a fin de que se pudieran realizar en un cuerpo pasible los misterios de nuestra redención. Sin embargo, por esto no se le quitó a Cristo el poder de hacer venir milagrosamente la gloria de su alma sobre su cuerpo. Y esto fue lo que hizo cuando la transfiguración, por lo que se refiere a la claridad, aunque de modo distinto a como acontece en el cuerpo glorificado, como hemos explicado antes.

«En vez de las cualidades del cuerpo mortal y sujeto a pasiones, que había tomado para hacerse semejante a nosotros en todo y sufrir , por nosotros, Jesús se revistió de las dotes del cuerpo glorioso que era la natural consecuencia de la visión beatifica de que disfrutaba su alma en virtud de la unión hipostática con el Verbo divino. Tal consecuencia, que para todo el resto de su vida mortal estaba suspendida por un gran milagro de amor y de sacrificio, surtió su pleno efecto en la cima del Tabor (A. Vaccari, cit. por Francesco SPADAFORA, Diccionario bíblico, Barcelona: Editorial Litúrgica Española, 1959, 589-590).

II. ¿Por qué se transfiguró Jesucristo ante los apóstoles?

Siguiendo a santo Tomás, Thomas Pègues sintetiza lo que el milagro de la transfiguración tuvo de particularmente notable en estos términos:

«Después de haberles anunciado a sus discípulos los misterios de su pasión y de su muerte ignominiosamente en la cruz, diciéndoles que haría falta que todos los suyos lo siguieran en este camino de dolor, Jesucristo quiso mostrar a los tres privilegiados, en su propia persona, el término glorioso donde este camino debe conducir totalmente a los que tendrán el coraje de marchar por el mismo. Y así como esta enseñanza es el punto culminante de la enseñanza de Jesucristo, su autoridad excepcional y única entre todos los maestros debía ser proclamada en esta circunstancia particularmente solemne, de una parte, en la ley, personificada en Moisés, y los profetas, personificados en Elías, que venían a rendirle homenaje y eclipsarse delante de Él, y de otra parte, en lo que la voz del Padre mismo le declaraba su hijo muy amado, que hacía falta que se escuchara» (Catecismo de la Suma Teológica, Madrid: Homolegens, 2011, 434-435).

La Transfiguración del cuerpo de Jesús tiene lugar inmediatamente después del primer anuncio de la Pasión (Mc 8, 31ss) y de la llamada de Jesús a seguirle por este camino: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (v.34). Los tres discípulos que también estarán en la agonía de Getsemaní (Mc 14, 33) contemplan ahora un destello de la gloria de Cristo y la proclamación de su divinidad para que el anuncio de su mesianismo (ratificado por la presencia de Moisés y Elías) y de su condición de Hijo de Dios (proclamado por la voz del Padre) les evite el escándalo en el momento de la crucifixión y muerte de Jesús. Por eso «cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos» (Mc 9, 9). Entonces sería el momento de anunciar a Jesús resucitado como «Señor y Mesías» (Hch 2, 36). Al darles aquel mandato , Jesús sintetizaba la enseñanza de la transfiguración: muerte y resurrección, o sea, la gloria de Cristo pasando por los padecimientos y la muerte.

III. La Transfiguración y nuestro itinerario cuaresmal

En expresión del padre Castellani, la Transfiguración del Señor «es una imagen de la resurrección; y es una imagen de la santidad» (El Evangelio de Jesucristo, Madrid: Ediciones Cristiandad, 2011, 151) En el contexto litúrgico del tiempo de Cuaresma, este Evangelio nos recuerda que la gloria resplandeciente del cuerpo de Jesús es la misma que Él quiere compartir con todos los bautizados en su muerte y resurrección («Porque así como en el bautismo otorga la inocencia, representada por la sencillez de la paloma, así en la resurrección dará a sus elegidos la claridad de la gloria y el alivio de todo mal, designados por la nube resplandeciente»: STh III, 45, 4 ad 2). En expresión de san Pablo «Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso» (Flp 3, 21).

Al evocar la entrega de Cristo en favor nuestro se nos recuerda que el cristiano tiene que identificarse con su muerte y con su resurrección («Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él»: Rom 6, 8). Lo cristiano es, por tanto, abrazarse temporalmente con la cruz y vivir con la esperanza cierta de la felicidad eterna. Como les ocurrió a los apóstoles, con la Transfiguración quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo, de modo especial en los momentos más duros o cuando la flaqueza de nuestra condición se hace más patente. El pensamiento de la gloria que nos aguarda debe alentarnos en nuestra lucha diaria y en esa esa esperanza nos sostiene el trato diario con Jesucristo. A Él podemos buscarle y encontrarle en la oración, cuando nos perdona, en el sacramento de la Penitencia, y, sobre todo, en la Sagrada Eucaristía, donde se encuentra verdadera, real y sustancialmente presente.

*

Renovemos con frecuencia durante esta Cuaresma el deseo de la presencia divina en nuestra vida para, de esa manera, alcanzar un día la gloria que esperamos en el Cielo y que la gracia de Dios nos anticipa mientras estamos en este mundo.

Oh Dios, que nos ves privados de toda virtud; guárdanos interior y exteriormente, para que seamos fortalecidos contra toda adversidad en el cuerpo, y limpios de malos pensamientos en el alma. Por nuestro Señor Jesucristo… (Misal Romano, orac. colecta)


[1] «Marcos, que fue intérprete de Pedro, escribió con exactitud todo lo que recordaba, pero no en orden de lo que el Señor dijo e hizo. Porque él no oyó ni siguió personalmente al Señor, sino, como dije, después a Pedro. Éste llevaba a cabo sus enseñanzas de acuerdo con las necesidades, pero no como quien va ordenando las palabras del Señor, más de modo que Marcos no se equivocó en absoluto cuando escribía ciertas cosas como las tenía en su memoria. Porque todo su empeño lo puso en no olvidar nada de lo que escuchó y en no escribir nada falso» cit.por EUSEBIO DE CESAREA, Historia Eclesiástica III, 39, 15