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6 febrero 2021 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

Domingo de Sexagésima: 7-febrero-2021

Epístola (2Cor 11, 19-33 y 12, 1-9)

Pues vosotros, que sois sensatos, soportáis con gusto a los insensatos: si uno os esclaviza, si os explota, si os roba, si es arrogante, si os insulta, lo soportáis. Lo digo para vergüenza vuestra: ¡Cómo hemos sido nosotros tan débiles! Pero a lo que alguien se atreva —lo digo disparatando—, también me atrevo yo. ¿Que son hebreos? También yo. ¿Que son israelitas? También yo. ¿Que son descendientes de Abrahán? También yo. ¿Que son siervos de Cristo? Voy a decir un disparate: mucho más yo. Más en fatigas, más en cárceles; muchísimo más en palizas y, frecuentemente, en peligros de muerte. De los judíos he recibido cinco veces los cuarenta azotes menos uno; tres veces he sido azotado con varas, una vez he sido lapidado, tres veces he naufragado y pasé una noche y un día en alta mar. Cuántos viajes a pie, con peligros de ríos, peligros de bandoleros, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos, trabajo y agobio, sin dormir muchas veces, con hambre y sed, a menudo sin comer, con frío y sin ropa. Y aparte todo lo demás, la carga de cada día: la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién enferma sin que yo enferme? ¿Quién tropieza sin que yo me encienda? Si hay que gloriarse, me gloriaré de lo que muestra mi debilidad. El Dios y Padre del Señor Jesús —bendito sea por siempre— sabe que no miento. En Damasco, el gobernador del rey Aretas montó una guardia en la ciudad para prenderme; metido en un costal, me descolgaron muralla abajo por una ventana, y así escapé de sus manos.
¿Hay que gloriarse?: sé que no está bien, pero paso a las visiones y revelaciones del Señor. Yo sé de un hombre en Cristo que hace catorce años —si en el cuerpo o fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe— fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que ese hombre —si en el cuerpo o sin el cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe— fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables, que un hombre no es capaz de repetir. De alguien así podría gloriarme; pero, por lo que a mí respecta, solo me gloriaré de mis debilidades. Aunque, si quisiera gloriarme, no me comportaría como un necio, diría la pura verdad; pero lo dejo, para que nadie me considere superior a lo que ve u oye de mí. Por la grandeza de las revelaciones, y para que no me engría, se me ha dado una espina en la carne: un emisario de Satanás que me abofetea, para que no me engría. Por ello, tres veces le he pedido al Señor que lo apartase de mí y me ha respondido: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad». Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo.

Evangelio (Lc 8, 4-15)

Habiéndose reunido una gran muchedumbre y gente que salía de toda la ciudad, dijo en parábola: «Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros del cielo se lo comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, y, después de brotar, se secó por falta de humedad. Otra parte cayó entre abrojos, y los abrojos, creciendo al mismo tiempo, la ahogaron. Y otra parte cayó en tierra buena, y, después de brotar, dio fruto al ciento por uno». Dicho esto, exclamó: «El que tenga oídos para oír, que oiga». Entonces le preguntaron los discípulos qué significaba esa parábola. Él dijo: «A vosotros se os ha otorgado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los demás, en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan. El sentido de la parábola es este: la semilla es la palabra de Dios. Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la palabra de sus corazones, para que no crean y se salven. Los del terreno pedregoso son los que, al oír, reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan. Lo que cayó entre abrojos son los que han oído, pero, dejándose llevar por los afanes, riquezas y placeres de la vida, se quedan sofocados y no llegan a dar fruto maduro. Lo de la tierra buena son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia.

Reflexión

I. Domingo de Sexagésima. Contexto litúrgico

Era costumbre, desde los primeros tiempos de la Iglesia, celebrar la liturgia cuaresmal de modo especial. Así, en Roma tenían lugar ritos especiales con la participación del Papa que, junto con el pueblo, manifestaba de forma solemne la naturaleza de estos días penitenciales. Se reunían en procesión para ir hasta la basílica o iglesia cercana y allí terminar con la celebración de la Santa Misa.

Esta liturgia especial recibió el nombre de «estación», que procede del latín «statio», vocablo militar que significa «estar en guardia, velar» para significar que este modo de proceder era una manera de recordar al cristiano la necesidad de permanecer vigilantes en estos días. Así ‘hacer estación’ o ‘estar de estación’ llevaba implícita la necesidad penitencial de ayunar y de velar en la fe.

Posteriormente se añadieron a la Cuaresma celebraciones de este tipo en otros tiempos y fiestas. El domingo de Sexagésima la estación es en la Basílica de san Pablo extramuros y de ahí que tanto la oración colecta como la epístola de la Misa hagan referencia al Apóstol.

Además, una idea dominante en los textos de la Misa de hoy es la cooperación humana con la obra de la gracia. Nos referiremos a ello al hablar de la parábola del sembrador que se lee en el Evangelio. San Pablo, que fue hebreo y perseguidor antes de su conversión, aparece como ejemplo de quien recibe en buena tierra la palabra divina.

II. Parábola del sembrador

Como hemos apuntado, en el Evangelio (Lc 8, 4-15) escuchamos la parábola del sembrador: «Salió el sembrador a sembrar su semilla…», y la semilla cayó en tierra muy desigual, produciendo frutos muy diversos en calidad y en cantidad.

«Habiéndose reunido una gran muchedumbre y gente que salía de toda la ciudad, dijo en parábola» (v. 4). No olvidemos que Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza. Por medio de ellas invita, pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino. De ahí en tono enigmático: «A vosotros se os ha otorgado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los demás, en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan» (v. 10). Aquí se habla ciertamente de alguna oscuridad buscada por el Señor que ha causado perplejidad a los comentaristas y a la que se buscan diversas explicaciones desde considerarla un castigo de la incredulidad de sus oyentes (Maldonado) a presentar este ligero como velo como un estímulo para excitar la atención y que pregunten (Crisóstomo). «Mezcla lo claro y lo oscuro para que por medio de lo entendido alcancen lo que no entienden» (san Jerónimo PL 26, 88-89) Si no se interesan, las parábolas ¾como los milagros y la predicación¾ les servirán de castigo. Vemos pues que no son lecturas opuestas sino complementarias. Las palabras de Jesús nos muestran con toda fuerza la responsabilidad que tiene el hombre de disponerse para aceptar y corresponder a la gracia de Dios.

Nosotros podemos meditar esta parábola desde una doble perspectiva. La semilla que se siembra y el terreno que acoge dicha semilla. Qué representan la semilla y qué los diversos tipos de tierra, aplicándolos a nuestra vida cristiana.

a) «Este sembrador es el Hijo de Dios, que ha venido a sembrar entre los pueblos la palabra de su Padre» (San Jerónimo). «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados por medio de los profetas, ahora en este momento final nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1, 1-2).

En efecto, Dios ha hablado. Por amor, se ha revelado y se ha entregado al hombre. De este modo da una respuesta definitiva y sobreabundante a las cuestiones que el hombre se plantea sobre el sentido y la finalidad de su vida.

Más allá del testimonio que Dios da de sí mismo en las cosas creadas, se manifestó a nuestros primeros padres. Más tarde, eligió a Abraham y selló una alianza con él y su descendencia. De él formó a su pueblo, al que reveló su ley por medio de Moisés y preparó por los profetas para acoger la salvación destinada a toda la humanidad.

Dios se ha revelado plenamente enviando a su propio Hijo, en quien ha establecido su alianza para siempre. El Hijo es la Palabra definitiva del Padre, de manera que no habrá ya otra Revelación después de Él. Pero el mismo Jesús dice a los Discípulos: «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10, 16). Por eso «sabemos las verdades que Dios ha revelado por medio de la santa Iglesia, que es infalible» (Catecismo Mayor).

b) La respuesta adecuada a la revelación de Dios es la fe del hombre. Obedecer («ob-audire») en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. La fe es una gracia, pero también un acto humano

«No es culpable el sembrador de que se pierda la mayor parte de la siembra, sino la tierra que la recibe, es decir, el alma, porque el sembrador, al cumplir su misión, no distingue al rico ni al pobre, ni al sabio ni al ignorante, sino que habla indistintamente a todos, en previsión, sin embargo, de lo que había de resultar» (san Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, 44, 3).

En conclusión: Dios cuenta con el buen uso de la libertad y la personal correspondencia de cada uno de nosotros. Espera que seamos un buen terreno que acoja su palabra y dé frutos: «Lo único que nos importa es no ser camino, ni pedregal, ni cardos, sino tierra buena» (San Juan Crisóstomo, ibid.).

A su vez, si queremos y somos dóciles, el Señor está dispuesto a cambiar en nosotros todo lo que sea necesario para transformarnos en tierra buena y fértil. Hasta lo más profundo de nuestro ser, el corazón, puede verse renovado si nos dejamos arrastrar por la gracia de Dios, siempre tan abundante.

Examinemos si estamos correspondiendo a las gracias que el Señor nos está dando, si aplicamos el examen de conciencia y la Confesión frecuente. Si preparamos el alma para recibir las inspiraciones de Dios…

Y para ello acudimos a los méritos y la intercesión de la Virgen María, que acogió a la palabra de Dios en sus entrañas purísimas y la meditaba en su corazón, y a la de todos los santos que –a lo largo de los siglos- han sido transformados por su correspondencia a la gracia divina.