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25 noviembre 2020 • Las grandes colectividades históricas no son propiedad exclusiva de una determinada generación

Manuel Parra Celaya

Las tres muertes del 20-N

La fecha del 20 de noviembre habrá pasada sin pena ni gloria para la mayoría de los jóvenes españoles, más preocupados lógicamente por su incierto futuro que por la historia que les han arrebatado. Quienes ya no somos tan jóvenes, sin embargo, echamos mano de nuestros conocimientos o de nuestra memoria, y llegamos a la conclusión de que se trata de una fecha que tiene un poco de casualidad, algo de aciaga y bastante de advertencia.

El 20 de noviembre de 1936 era fusilado en Alicante un joven abogado de 33 años, José Antonio Primo de Rivera, tras un inicuo juicio cuya sentencia era -como la novela de García Márquez- la crónica de una muerte anunciada o, mejor, dictada de antemano. El mismo día -miren que curioso azar- moría, en el frente de Madrid,  Buenaventura Durruti, líder anarcosindicalista, por una bala casualmente disparada desde su propio bando, que no quiere decir del de los suyos precisamente. Y treinta y nueve años después, en 1975, fallecía en su cama el anciano Francisco Franco, Jefe del Estado español, vencedor de aquella guerra, que había recibido en vida multitud de lealtades inconmovibles por parte de muchísimos políticos.

Groso modo, cada personaje simboliza una interpretación de España. Franco, la de la España de la derecha, matizada con una gran dosis de reformismo de cepa regeneracionista; Durruti, la España de la izquierda, la más rebelde y utópica, que no aceptaba mandatos internacionalistas. José Antonio Primo de Rivera venía a ser la síntesis de los valores de los otros dos: por un lado, los de una profunda revolución social, que quería sustentar en unos sindicatos que no fueran correas de transmisión; por otro, el rescate de los valores del espíritu, de la españolidad -no de un rancio españolismo-, todo ello basado en un respeto profundo a la dignidad, la libertad y la integridad de la persona.

Seguro que alguno de los jóvenes que lean estas líneas se preguntará: ¿A qué vienen ahora estos ´grandes relatos ‘del siglo pasado a la altura de este 2020 con lo que está cayendo? ¿Por qué sacar del mausoleo de la historia a tres muertos ilustres que ni nos van ni nos vienen? Me apresuro a responderle.

Las grandes colectividades históricas -España, por ejemplo- no son propiedad exclusiva de una determinada generación, que solo la tiene en usufructo: ha recibido la herencia de las anteriores -pongamos la de Durruti, José Antonio y Franco- , con sus luces y sombras inevitables, y debe, a su vez, transmitirla a las generaciones que vendrán. Los personajes y los hitos históricos quedan como referentes obligados en esta transmisión, que debe ser ininterrumpida.

Resulta que aquí hubo una guerra civil, y en ella muchos españoles se dejaron la piel a tiras por lo que creían que debía ser una España mejor para sus descendientes, cada uno, claro, según sus ideas y particular modo de ver las cosas; y de estas ideas las había para todos los gustos: unos creían que el legado transmitido -la tradición- era lo único válido para el futuro; otros lo negaban y defendían una profunda transformación que poco o nada tenía que ver con la herencia; algunos, como el joven de Alicante, asumían lo uno y lo otro, en una España de todos y para todos, y precisamente en esa trágica coyuntura bélica.

Pero los hitos y personajes de la historia, querido joven lector, no son en modo alguno lastres para las generaciones siguientes, sino pautas imprescindibles para conocer lo que puede ocurrir y referentes para valorar, según las legítimas preferencias. Y, en los casos que nos ocupan, hay que preguntarse, por una parte, por qué una bala perdida (o no tan perdida) acabó con la vida del luchador anarcosindicalista; por otro, por qué el anciano general ha recibido, después de muchos años muerto, tantas balas de rencor y de saña: y, por fin, por qué se intenta ocultar o tergiversar lo que pretendía el joven fusilado en la cárcel de Alicante. Y todos ellos coincidentes en la fecha del 20 de noviembre.

Como el último personaje citado -ese tal José Antonio– decía en su testamento: Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles; y añadía el deseo de que el pueblo español encontrara, ya en paz, la patria, el pan y la justicia, a modo de síntesis apresurada de los valores que se estaban dirimiendo en el campo de batalla.

Desconfía, pues, joven lector, de quienes disparan balas perdidas; de quienes prodigan cobardemente lanzadas a moro muerto, y de quienes echan un tupido velo de silencio o de mentira sobre los deseos de lograr, en paz y concordia, una patria unida, pan y trabajo para todos y una profunda justicia.

Y hazlo para evitar que la próxima muerte sea la de la propia España, la que debes legar a tus hijos.