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8 noviembre 2020 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

23º Domingo después de Pentecostés: 8-noviembre-2020

Epístola (Flp 3, 17-21; 4, 1-3)

Hermanos, sed imitadores míos y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en nosotros. Porque —como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos— hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas. Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo.
Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos. Ruego a Evodia y también a Síntique que piensen lo mismo en el Señor. Y a ti en particular, leal compañero, te pido que las ayudes, pues ellas lucharon a mi lado por el Evangelio, con Clemente y los demás colaboradores míos, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida.

Evangelio (Mt 9, 18-26)

Mientras les decía esto, se acercó un jefe de los judíos que se arrodilló ante él y le dijo: «Mi hija acaba de morir. Pero ven tú, impón tu mano sobre ella y vivirá». Jesús se levantó y lo siguió con sus discípulos. Entre tanto, una mujer que sufría flujos de sangre desde hacía doce años, se le acercó por detrás y le tocó la orla del manto, pensando que con solo tocarle el manto se curaría. Jesús se volvió y al verla le dijo: «¡Ánimo, hija! Tu fe te ha salvado». Y en aquel momento quedó curada la mujer. Jesús llegó a casa de aquel jefe y, al ver a los flautistas y el alboroto de la gente, dijo: «¡Retiraos! La niña no está muerta, está dormida». Se reían de él. Cuando echaron a la gente, entró él, cogió a la niña de la mano y ella se levantó. La noticia se divulgó por toda aquella comarca.

Iliá Repin: La resurrección de la hija de Jairo

Reflexión

Cuando se acerca el final del año litúrgico, la Iglesia nos invita a considerar la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos. Sobre ella se insiste especialmente en el último domingo después de Pentecostés y en el primero de Adviento, pero se nos viene anunciando en diversos textos de las misas de los últimos domingos.

Así la Epístola de hoy: «Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo» (Flp 3, 20-21) «Aquí se nos llama la atención sobre la maravillosa gloria de esta Resurrección que nos traerá Jesús, mostrándonos que la plenitud de nuestro destino eterno no se realiza con el premio que el alma recibe en la hora de la muerte» (Straubinger) sino que se nos emplaza al cumplimiento de esa verdad de fe que profesamos en el Credo al decir que nuestro Señor: «está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin».

«En contraste con esa clase de hombres que tienen el corazón puesto únicamente en las cosas terrenas, están los auténticos cristianos, que miran el cielo como patria propia, de donde esperan la venida de Jesucristo, que transformará sus cuerpos mortales en cuerpos gloriosos (v.20-21). Esta imagen de «ciudadanía», muy expresiva para los filipenses, ya la había usado San Pablo anteriormente en 1,27; es una ciudadanía jurídica, a la que es preciso hacer honor con una conducta correspondiente. En cuanto a la transformación de nuestros cuerpos, que tendrá lugar en la parusía, es tema que el Apóstol trató extensamente en 1 Cor 15, 35-53»[1].

Numerosas advertencias del Evangelio se refieren a la necesidad de estar siempre alerta: «velad, porque no sabéis el día ni la hora» (Mt 25, 13). Con independencia de esa venida gloriosa de esa parusía final que será, históricamente, definida y concreta y a la que se refieren estas palabras, es evidente que tienen aplicación a todos nosotros: todo el tiempo anterior a ese momento es tiempo de preparación. Incluso si la muerte nos sorprende antes de su venida, nuestra vida no deja de estar enfocada para la venida final de Cristo y para su juicio definitivo.

También en el Evangelio de este domingo (Mt 9, 18-26), en la curación de la hemorroísa y, sobre todo, en la resurrección de la hija de Jairo se nos muestra que Nuestro Señor tiene poder sobre la vida y sobre la muerte, la muerte que no podemos olvidar; nacemos para morir pero morimos para vivir eternamente en Dios si morimos en gracia de Dios.

Por tanto, se nos invita a pensar en el final de nuestra propia vida terrena, en nuestro destino eterno más allá de la muerte, que es también objeto de nuestra fe pues creemos en la «resurrección de los muertos». Una referencia especialmente apropiada en este mes de noviembre especialmente dedicado a la oración por los difuntos.

La enseñanza es clarísima. Estar en guardia, para no ser engañados. Especialmente en materia de tanta importancia porque afecta a nuestra suerte para toda la eternidad. Y que por eso es objeto de tantas deformaciones en el mundo en que vivimos. Pensemos en tantos que se plantean preguntas sobre el sentido de la existencia, sobre la incomprensibilidad de la muerte o sobre un más allá y reciben respuestas evasivas o de tan escasa entidad que son incapaces de hacer suya la Palabra de Dios enseñada por la Iglesia en esta materia.

Este vacío en muchas ocasiones, será ocupado por otros mundos representativos, procedentes de otras tradiciones religiosas o de otras cosmovisiones, frecuentemente mezclados en sincretismos cambiantes. El crepúsculo de la religión verdadera no ha dado paso a un apogeo del racionalismo, y nos encontramos con una oscilación entre el sinsentido de la nada y el resurgir de la magia, de lo exotérico.

Una idea puede orientarnos al respecto (cfr. CATIC 988-1014). En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección.

La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente «muerto con Cristo», para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este «morir con Cristo» y perfecciona así nuestra incorporación a Él. Por eso creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40).

Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término aquello para lo que hemos sido creados. De ahí la necesidad de vivir en gracia de Dios, cumpliendo su santa Ley y recibiendo los sacramentos que Él ha dejado para nuestra salvación. Meditemos hoy sobre el estado de nuestra alma y el sentido que le damos a nuestros días. Sabiendo que nada de lo que hacemos tiene sentido si no nos acerca más a Dios.

Un medio concreto para esta preparación es hacer bien el examen de conciencia, cada día, en momentos concretos como un retiro espiritual o siempre que nos acercamos al Sacramento de la Confesión. Podremos así comprobar cómo es nuestra vida oración, las horas de trabajo ofrecidas a Dios, las obras de misericordia, la sonrisa que nos costó cuando estábamos cansados… y el dolor por las veces que ofendimos a Dios, las horas de estudio o de trabajo de las que sacamos poco o ningún fruto sobrenatural, las oportunidades perdidas para hablar de Dios a los demás, tanta falta de generosidad y de correspondencia a la gracia…

El examen pondrá ante nuestros ojos, con la luz divina, los motivos últimos de nuestros pensamientos, obras y palabras para poder aplicar con prontitud los remedios oportunos, movidos por la gracia y las orientaciones y luces que recibimos en la propia confesión o en el acompañamiento espiritual.

Acudamos a Nuestra Señora para que nos ayude a purificar nuestra vida y a llenarla de fruto. Solamente así, cuando de hecho llegue para nosotros el día más trascendental de nuestra vida, el día que habremos de dejarla definitivamente para traspasar los umbrales del más allá, contemplaremos con serenidad a la muerte que ha de abrirnos la puerta de la verdadera vida: el lugar del consuelo, de la luz y de la paz para toda la eternidad.


[1] Lorenzo TURRADO, Biblia comentada, vol. 6, Hechos de los Apóstoles y Epístolas paulinas, Madrid: BAC, 1965, 614.