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«La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas»
Evangelio
Jn 19, 31-37
Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que traspasaron»
Reflexión
Unos días después de la fiesta del Corpus Christi, la Iglesia nos invita hoy a considerar el amor del Corazón de Cristo, fuente y motivo de todo don que Dios nos hace y de manera muy particular del don de la Eucaristía. Por eso podemos decir que Dios tiene designios de misericordia sobre su pueblo: «Los proyectos del corazón del Señor subsisten de edad en edad, para librar las vidas de sus fieles de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre» (Antífona de entrada: Sal 32, 11.19).
Jesucristo es una persona divina (la segunda de la Santísima Trinidad) y por tanto a Él le corresponde propiamente el culto (de latría) que damos a Dios. Y le adoramos todo entero, es decir como Dios y como hombre, todo lo que está unido a la divinidad: el cuerpo y el alma.
Por eso, cuando veneramos el Corazón de Jesús no nos referimos solamente a su amor divino y humano, sino también a su Corazón sensible de carne, como símbolo de ese amor y como miembro del Cuerpo de Jesús que ha experimentado el eco de ese mismo amor: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14).
Por eso la devoción al Sagrado Corazón no solamente tiene su expresión externa en sus imágenes sino que debemos honrarle ante todo en el Santísimo Sacramento del Altar donde, al igual que en el Cielo se halla verdadera y sustancialmente vivo. Oculto a nuestros ojos, en nuestros sagrarios y custodias, eleva incesantemente al Padre su intercesión por nosotros. En ella honramos el objeto de esta devoción que es el corazón real no las imágenes que le representan.
Y la devoción a la Eucaristía ocupa un puesto preeminente dentro de la devoción al Sagrado Corazón porque es el sacramento del amor y a su vez, en el Corazón de Jesús repercute su amor y simboliza la obra de amor infinito llevada a cabo en favor nuestro por el Verbo hecho hombre en el misterio de la Encarnación y Redención.
Dos formas de practicar esta devoción al Corazón eucarístico de Jesús:
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Muy cerca de Jesús encontramos siempre a su Madre. A Ella acudimos para que haga firme y seguro el camino que nos lleva hasta su Hijo y que se cumpla nuestra oración: «Sagrado Corazón de Jesús, dadnos un corazón semejante al vuestro».