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14 junio 2020 • La comunión nos da vida eterna y resurrección gloriosa

Marcial Flavius - presbyter

La Eucaristía: prenda de la gloria futura

Para conocer los efectos que la Eucaristía produce en nosotros, podemos compararlos con lo que el alimento hace en el cuerpo para el bien de la vida física. Ese bien, de un modo infinitamente más sublime, lo produce la Eucaristía en el alma en beneficio de la vida espiritual.

Pero al recibir la Sagrada Comunión, somos nosotros los que nos transformamos y configuramos con Cristo. La nueva vida iniciada en el creyente con el bautismo puede así consolidarse y desarrollarse en los términos que enuncia san Pablo: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20).

Es decir, la Eucaristía forma en nosotros verdaderos discípulos de Cristo pero no mediante una simple imitación externa sino haciéndonos partícipes de su misma vida y misión: nos identifica con Él. Esto es posible porque este sacramento comunica la gracia, pues hace venir a nuestra alma a Jesucristo, que trae la gracia, y que ha prometido comunicar su propia vida a los que coman su carne. Así como Cristo, al unirse a su naturaleza humana, la vivificó, así también vivifica por la gracia a cuantos reciben con las debidas disposiciones en este sacramento: «Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 57-58). He aquí las maravillas de la comunión explicadas por el mismo Jesús: siendo una comunidad (“comunión”) de vida con Jesús que nos hace vivir su propia vida como Él vive la del Padre, nos da vida eterna y resurrección gloriosa (Cfr. Mons. STRAUBINGER, in: Jn 6, 57- 59).

Es a todas luces evidente que Jesús no está hablando de la vida física sino de la vida sobrenatural que está llamada a prolongarse «para siempre». La obra de la Eucaristía en nosotros que no se agota mientras vivimos en este mundo sino que ha de llevarse a su plenitud en la eternidad, por eso en una antigua oración, la Iglesia aclama el misterio de la Eucaristía: «¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!» (II Vísperas. Antífona del Magnificat). Es decir, la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial. Concede en esta vida suma paz y tranquilidad de conciencia, y conduce después de la muerte a la gloria y bienaventuranza eterna. Si en verdad tenemos por muy dichosos a quienes hospedaron a Jesús en su casa o recobraron la salud tocando su vestido estando en carne mortal, mucho más dichosos y felices somos nosotros, cuando viene a nuestras almas revestido de gloria inmortal, para curar todas nuestras llagas y unirnos consigo enriqueciéndonos con sus dones (cfr. Catecismo Romano II, 4, 54).

Para recibir con mayor eficacia este fruto sobrenatural de la Eucaristía debemos ser muy cuidadosos de las disposiciones para recibir la Sagrada Comunión

Disposiciones del alma. Para comulgar dignamente es necesario estar en gracia de Dios (1 Co 11,27-29). Por tanto, nadie debe recibir la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal sin acudir antes a la confesión sacramental. Además se requiere un serio empeño por recibir al Señor con la mayor devoción actual posible: preparación (remota y próxima); recogimiento; actos de amor y de reparación, de adoración, de humildad, de acción de gracias…

Disposiciones del cuerpo. La reverencia interior ante la Sagrada Eucaristía se debe reflejar también en las disposiciones del cuerpo: el ayuno, el modo de vestir adecuado, los gestos de veneración que manifiestan el respeto y el amor al Señor, presente en el Santísimo Sacramento…

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Cada vez que nos acercamos a la Eucaristía hemos de avivar la esperanza de los bienes eternos que nos anuncia. Pidamos por intercesión de la Virgen María, adorar y recibir siempre dignamente este sacramento para que alcancemos sus frutos de gracia mientras estamos en esta vida y para contemplar a Dios por toda la eternidad en la gloria del Cielo.