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23 febrero 2020 • "¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?"

Angel David Martín Rubio

Sed santos… sed perfectos

En el Evangelio del Domingo pasado escuchamos cómo Jesucristo marca la diferencia que hay entre la ley del Antiguo Testamento y la ley nueva, la ley del Evangelio: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud» (Mt 5,17).

Y esa plenitud de la ley consiste en que la gracia de Dios, al mismo tiempo que nos santifica es la que nos da la fuerza que necesitamos para cumplir la ley. Y esa obra de Dios en nosotros que nos transforma y nos hace llevar un comportamiento adecuado a lo que somos, a nuestra condición de hijos de Dios, es el fundamento de la invitación que escuchamos hoy de labios del mismo Cristo: «sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48: Ev. Domingo VII del Tiempo Ordinario).

I. Ya en el Antiguo Testamento, Dios llamaba al pueblo de Israel a ser santo. Y la motivación no puede ser más elevada: «El Señor habló así a Moisés: «Di a la comunidad de los hijos de Israel: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”» (1ª Lectura: Lev 1, 1-2).

No podemos imitar a Dios en su poder ni en otras perfecciones, dice San Jerónimo, pero podemos imitarle de lejos en su humildad, en su mansedumbre y en su caridad. Puesto que Dios es esencialmente amor (1Jn 4, 8. 16) podemos hacernos semejantes a Él imitando su amor.

Ahora bien, bajo la Ley antigua faltaba ese estrecho lazo de unión, ese vínculo de amor personificado entre Dios y los hombres, que es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. Por eso, Él lleva a su plenitud aquel precepto al decir: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Y es que la perfección consiste especialmente en la caridad, primero en el amor a Dios, y luego en el amor al prójimo (S.Th I-II, q. 184, a. 1). No puede haber en el alma santidad y perfección mayor que esta que es obra del mismo Dios y fruto del amor de Dios «que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5, 5). En Lc 6, 36 se confirma que esa perfección que hemos de imitar en el divino Padre consiste en la misericordia (Cfr. Monseñor STRAUBINGER, La Santa Biblia, in loc. cit.).

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II. Todas estas consideraciones nos hacen caer en la cuenta de que es de vital importancia para un cristiano vivir en gracia de Dios. Una expresión que nos puede resultar difícil de entender porque, en muchas ocasiones, ha dejado de emplearse en la instrucción de los fieles y en el uso común incluso se utiliza en contextos que nada tienen que ver con lo religioso.

Podemos recordar, en primer lugar, que la gracia es «un don interno, sobrenatural, que se nos da, sin ningún merecimiento nuestro, por los méritos de Jesucristo, en orden a la vida eterna» (Catecismo Mayor). La Escritura habla de ella de distintas maneras entre otras cuando afirma que nos hace «partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1, 4). La gracia hace de nosotros que seamos justos, hijos adoptivos de Dios y herederos de la gloria.

Estamos en gracia de Dios cuando tenemos «la conciencia pura y limpia de todo pecado mortal» (Catecismo Mayor) y en nuestra alma inhabita la Santísima Trinidad. «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: y ese templo sois vosotros. » (1Cor 3, 16-17: 2ª Lect.).

Dios nos da la gracia por primera vez en el bautismo y nos la aumenta en muchas ocasiones a lo largo de nuestra vida. Pero somos nosotros los que podemos perderla al cometer el pecado mortal que se llama así, precisamente «porque da muerte al alma, haciéndola perder la gracia santificante, que es la vida del alma, como el alma es la vida del cuerpo». Por eso «El sacramento de la Penitencia es necesario para salvarse a todos los que después del Bautismo han cometido algún pecado mortal». Dicho sacramento confiere la gracia santificante con que se nos perdonan los pecados mortales y veniales que confesemos y de los que tenemos dolor y da al alma auxilios oportunos para no recaer en la culpa (cfr. Catecismo Mayor).

III. Volviendo a lo que decíamos acerca de la importancia que tiene para el cristiano vivir en gracia de Dios, puede llegarse a esa conclusión fácilmente a partir de todo lo que hemos expuesto.

Ese debe ser el verdadero objetivo de nuestra vida cristiana, del que se deriva todo lo demás. Pidamos a Dios por intercesión de la Virgen María que nos alcance cumplir sus mandamientos, para que así -al no tener pecado- podamos vivir en gracia y tener presente en nuestras almas al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.