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1 enero 2020 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

Octava de la Natividad del Señor: 1-enero-2020

Evangelio

Lc 2, 21

Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.

Reflexión

En este 1 de enero son varios los misterios que la Liturgia de la Iglesia propone a nuestra consideración y que nos invita a honrar con toda la devoción y ternura de nuestros corazones.

  • Hoy termina la Octava de Navidad. Los ocho días que siguen al 25 de diciembre y todo el tiempo de Navidad presentan a nuestra consideración el conjunto de los misterios de la Encarnación, Nacimiento, Infancia y vida oculta de Jesucristo. Es decir, todo el tiempo en que Jesús compartió la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana, vida de trabajo, vida religiosa sometida a la ley de Dios (cf. Ga 4, 4), vida en familia.
  • El octavo día del nacimiento de un niño era el momento en que los israelitas procedían a la Circuncisión y —como nos relata escuetamente el Evangelio: Lc 2, 21— también el Hijo de Dios encarnado se sometió a esta ceremonia, primer sacrificio de su carne inocente. Con esa ocasión se le impuso el nombre de Jesús, que quiere decir Salvador, como había revelando el Ángel antes de su concepción a la Virgen María y a san José.
  • Por último, la Iglesia celebra hoy de un modo especial el augusto privilegio de la Maternidad divina, otorgado a la Santísima Virgen, cooperadora en la gran obra de la salvación de los hombres.

Antiguamente, la Santa Iglesia romana celebraba dos misas el día 1 de enero: una por la Octava de Navidad, otra en honor de María. Más tarde, las reunió en una sola. Por eso, en los textos de la Misa y el Oficio en este día aparecen los testimonios de su veneración hacia el Hijo, con las expresiones de su admiración y tierna confianza para con su Madre.

En la Colecta de la Misa, la Iglesia celebra la fecunda virginidad de la Madre de Dios y nos muestra a María como fuente de que Dios se ha servido para derramar sobre el género humano el beneficio de la Encarnación, presentando ante el mismo Dios nuestras esperanzas fundadas en la intercesión de esta privilegiada criatura.

Como enseña Santo Tomás, se dice que la bienaventurada Virgen es Madre de Dios no porque sea madre de la divinidad (o sea, de la naturaleza divina, que es eternamente anterior a Ella), sino porque es Madre según la humanidad de una Persona que tiene divinidad y humanidad.

Por eso, si nos paramos a pensar en los sentimientos de María en relación a su divino Hijo, podremos asomarnos un tanto a la sublimidad del misterio [1]. Ella ama a ese Hijo a quien tiene en sus brazos, a quien aprieta contra su corazón, le ama porque es el fruto de sus entrañas; le ama porque es su madre. Pero, al mismo tiempo, reconoce y adora la infinita majestad del que así se confía a su amor y a sus caricias.

Estos dos sentimientos de la religión y de la maternidad, tienen en su corazón un solo y divino objeto: Jesús. Tiene derecho a llamarle Hijo suyo; y El, aun siendo verdadero Dios, le llamará de verdad Madre. De ahí que no pueda imaginarse algo más excelso que la maternidad divina de María.

Esta dignidad de Madre de Dios, significa que el mismo Dios le concedió derechos sobre Él y aceptó deberes para con ella; en una palabra, se hizo su Hijo, e hizo de ella su Madre, estableciendo una necesidad ineludible, en el plan sublime de la redención, de que exista una Madre de Dios:

«De aquí se sigue que, los beneficios de la Encarnación que debemos al amor del Verbo divino, podemos y debemos en justicia referirlos también a María en sentido verdadero, aunque secundario. Si es Madre de Dios, lo es por haber consentido en serlo. Dios se dignó no sólo aguardar ese consentimiento, sino también hacer depender de él la venida en carne de su Hijo. Así como el Verbo eterno pronunció sobre el caos la palabra “FIAT”, y la creación salió de la nada para obedecerle; del mismo modo, Dios estuvo esperando a que María pronunciase la palabra “FIAT, hágase en mí según tu palabra”, para que su propio Hijo bajase a su casto seno. Por consiguiente, después de Dios, a María debemos el Emmanuel»[2].

Al participar y recibir dignamente la Sagrada Eucaristía en este día, pidamos por intercesión de Santa María, que el divino remedio de la comunión cure en nuestros corazones las heridas del pecado, para que podamos ofrecer a Dios el homenaje de esa vida sobria, en justicia y piedad, de que habla el apóstol san Pablo en la Epístola[3], vinculando la primera venida de Jesús como Maestro (v. 11 y 12) con su Parusía o segunda venida como premio (v. 13). «He aquí que vengo presto, y conmigo mi recompensa» (Ap. 22, 12).

«Oh Dios, que por la fecunda virginidad de la bienaventurada Virgen María, procuraste al género humano la gracia de la salvación eterna: haznos sentir la eficacia de su intervención por la cual nos fue dado recibir a Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, Autor de la Vida»[4].

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[1] Cfr. Prospero GUERANGUER OSB, El Año Litúrgico, I, Burgos: Aldecoa, 1954, págs. 351ss.
[2] Cfr. Prospero GUERANGUER, ob.cit., pág. 352.
[3] Misal Romano, ed. 1962, 1-enero: Epístola: Tit 2, 11-15.
[4] Misal Romano, ed. 1962, 1-enero: Oración colecta