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14 diciembre 2019 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

3er. Domingo de Adviento: 15-diciembre-2019

Rito Romano Tradicional

Evangelio

Jn 1, 19-28:

Y este es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?». Él confesó y no negó; confesó: «Yo no soy el Mesías». Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?». Él dijo: «No lo soy». «¿Eres tú el Profeta?». Respondió: «No». Y le dijeron: «¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?». Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”, como dijo el profeta Isaías». Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?». Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia». Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan estaba bautizando.

Reflexión

«Estad siempre alegres en el Señor; os repito, estad siempre alegres» (Introito-Epístola: Flp 4, 4-7). Con esta exhortación que nos marca el acento particular de la liturgia de este tercer Domingo de Adviento, el Apóstol exhorta a los cristianos a alegrarse y les da un motivo: «El Señor está cerca».

San Pablo está hablando de la segunda venida gloriosa de Cristo y la Iglesia acoge esta invitación que caracteriza a toda la Liturgia de este tercer domingo de Adviento. Y lo hace cuando también nos preparamos para celebrar el Nacimiento del Señor. Es el mismo espíritu que aparecía en la Epístola del primer domingo: «Comportaos así, reconociendo el momento en que vivís, pues ya es hora de despertaros del sueño, porque ahora la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues, las obras de las tinieblas y pongámonos las armas de la luz» (Rm 13, 11-12) Y que llevará a la Igleia a invitarnos en una de las Epístola del día de Navidad a aguardar «la dichosa esperanza y la aparición de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tit 2, 13).

La razón profunda de la alegría de que hoy nos habla la Liturgia radica en que en Cristo se cumplió el tiempo de la espera y Dios realizó finalmente la salvación que había anunciado a nuestros primeros padres después del pecado original, cuando les prometió «un Salvador (el Mesías), que había de venir a librar al género humano de la servidumbre del demonio y del pecado y a merecerles la gloria. Esta promesa la fue Dios repitiendo en lo sucesivo otras muchas veces a los Patriarcas y, por medio de los Profetas, al pueblo hebreo» (Catecismo Mayor).

San Juan Bautista es “el profeta del Altísimo” (Lc 1, 76) y en el Adviento, la Liturgia de la Iglesia propone a nuestra meditación con frecuencia esta figura porque su misión fue ir delante del Señor para preparar sus caminos, anunciando la salvación a su pueblo: «exhortaba al pueblo y le anunciaba el Evangelio» (Lc 3, 18).

La manifestación del Bautista en la región del Jordán, en aquel ambiente de expectación mesiánica, y anunciando que «llegó el reino de Dios», produjo una fuerte conmoción en Israel. Los evangelistas aluden a este ambiente y el historiador judío Flavio Josefo (c.37-c.100 d.C.) se hace eco de esta actividad del Bautista y del movimiento creado en torno a él. En medio de esa expectativa mesiánica creada en torno al Bautista, la embajada que nos relata el Evangelio de este Domingo (Jn 1, 19-28)

Los judíos enviaron a él, desde Jerusalén, sacerdotes y levitas para preguntarle: “¿Quién eres tú?”

Muchos identificaban a Juan con el Mesías o Cristo; por eso el fiel Precursor se anticipa a desvirtuar tal creencia. Observa san Juan Crisóstomo que la pregunta era capciosa y tenía por objeto inducir a Juan a declararse el Mesías, pues ya se proponían cerrarle el paso a Jesús (cfr. Mons. STRAUBINGER in Jn 1, 20):

Experimentaron los judíos cierta pasión humana respecto de San Juan. Creían indigno que él se sometiese a Jesucristo, porque las muchas cosas que hacía San Juan demostraban su excelencia y, en realidad, que descendía de familia ilustre (puesto que era hijo del príncipe de los sacerdotes). Y porque demostraban, después, su educación sólida y su desprecio de las cosas humanas. Mas en Jesucristo se veía lo contrario; era de un aspecto humilde, lo cual menospreciaban los judíos diciendo: «¿Pues no es éste el hijo del carpintero?» (Mt 13, 55). Su ordinario sustento era el de los demás, y su vestido no se distinguía del de muchos. Y como San Juan mandaba continuamente a ver a Jesucristo, y por otro lado querían más bien tener por maestro a San Juan, le enviaron aquella legación, creyendo que por medio de halagos le obligarían a confesar que él era el Cristo. Y por esto no envían a personas despreciables (a la manera que a Cristo le enviaban a los ministros y los herodianos) sino sacerdotes y levitas. Y no cualquiera de estos, sino a aquellos que estaban en Jerusalén, que eran los más distinguidos (in Ioannem, hom. 15, sparsim: Catena Aurea).

¿Eres tú el Profeta?

El fundamento de la pregunta era la profecía de Moisés: «Yahvé, tu Dios, te suscitará un Profeta de en medio de ti, de entre tus hermanos como yo; a él escucharéis» (Dt 18, 15). Jesús había dicho: «Si creyeseis a Moisés, me creeríais también a Mí, pues de Mí escribió Él» (Jn 5, 46). Y san Pedro (Hch 3, 22) y san Esteban (Hch 7, 35) aplican directamente a Jesucristo aquel texto (Fillion). Cuando Felipe fue llamado al apostolado, dijo: «Hemos encontrado a Aquel de quien escribió Moisés» (Jn 1, 45). Juan entiende probablemente “el profeta” en un sentido equivalente a Mesías; de ahí su respuesta negativa.

«Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías»

Para definir bien quién era y cuál era su misión, san Juan se apropia un pasaje muy conocido del profeta Isaías: «Voz de uno que clama: “Preparad el camino de Yahvé en el desierto, enderezad en el yermo una senda para nuestro Dios» (Is 40, 3). La llegada de reyes se anunciaba por pregoneros que intimaban a los habitantes que arreglasen los caminos y alejasen todos los obstáculos. Se aplica esta profecía al reino de los cielos que se aproxima, traído por Jesucristo, y a su pregonero y precursor, el Bautista. Juan es un profeta como los anteriores del Antiguo Testamento, pero su vaticinio no es remoto como el de aquéllos, sino inmediato. «En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis». Volvemos a encontrarnos aquí con el fundamento de la alegría cristiana: Jesucristo no sólo nos conduce a Dios, sino que es Dios con nosotros. Y la respuesta del cristiano es preparar el camino al Señor, como nos indica san Juan Bautista: Preparad el camino del Señor.

El camino del Señor es enderezado hacia el corazón cuando se oye con humildad la palabra de la verdad. El camino del Señor es enderezado al corazón cuando se prepara la vida al cumplimiento de su ley» (San Gregorio).

Para conocer y reconocer a Jesús es necesario fomentar en nuestro corazón una fe viva y una profunda humildad. Y para ello:

  • Aceptar con gran sencillez y sumisión respetuosa las enseñanzas de la Iglesia.
  • Leer con respeto y amor, y meditar constantemente en las palabras de la Sagrada Escritura, que nos hacen conocer, amar e imitar a Jesucristo.
  • Ir a menudo a visitar y  adorar a Jesús sacramentado.

Tenemos todavía diez días para preparar la venida en gracia del Niño Jesús en Navidad… Y debemos ir disponiendo nuestra alma y nuestro corazón para recibir a Jesucristo cuando venga en gloria y majestad. Para ello, hagamos nuestro el ejemplo de la Virgen María, causa de nuestra alegría, que pronunció su fiat a la Encarnación, esperó en oración y en silencio al Redentor y preparó con cuidado su nacimiento en Belén.