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25 noviembre 2019 • El PSOE escogió reavivar la batalla cultural y fomentar la agitación social

Arnaud Imatz

Del asesinato de Calvo Sotelo a la exhumación de Franco: la vuelta del rencor y de la venganza extremista

Traducido por: Esther Herrera Alzu

En lugar de contribuir a calmar los rencores, resentimientos y viejos odios, la dirección del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) escogió, en 2004, reavivar la batalla cultural y fomentar la agitación social. El lamentable mensaje repetido ad nauseam por los medios oficiales desde entonces deja entender que los españoles han sido incapaces de superar el pasado, que la Transición y el espíritu de reconciliación fueron una cobardía, que la Guerra Civil no debe ser abordada de otra forma que a partir de los presupuestos de la corrección política “progresista”, que una gran parte de la derecha continúa siendo franquista por no decir fascista y que la Ley de Amnistía de 1977 –acto fundador de la nueva democracia– no fue más que una hábil maniobra para proteger a los franquistas (cuando sin embargo fue aprobada por las Cortes con 296 votos a favor, 2 en contra y 18 abstenciones, el apoyo de la casi totalidad de la clase política incluyendo al PSOE y al PCE, con excepción de un puñado de liberal-conservadores y de franquistas, preocupados por eliminar el carácter punible de las acciones terroristas antifranquistas, en particular las del PCE(r)-GRAPO y de ETA). Se trata evidentemente de un conjunto de contrasentidos y de mentiras; de premisas, radicalmente falsas, que alimentan una ficción novelesca sin ninguna relación con la realidad.

El 26 de diciembre de 2007 el PSOE presentó, para su aprobación en el Parlamento, una “Ley de Memoria Histórica” cuyo origen se encontraba en una proposición de los comunistas de Izquierda Unida. La ley reconoce y amplifica justamente los derechos a favor de aquellos que sufrieron persecuciones o violencia durante la Guerra Civil y bajo la Dictadura, pero acredita al mismo tiempo una visión maniquea de la Historia. Extrañamente, fue aprobada entre la indiferencia de la clase política de la UE e incluso con el asentimiento de una buena parte de aquella, cuando resulta que elimina el derecho más elemental a la libertad de expresión.

Una de las ideas fundamentales de esta ley memorialista es que la democracia española es la herencia de la Segunda República. Un punto de vista discutible cuando se sabe que el proceso de la Transición fue dirigido conforme a los mecanismos previstos por el régimen de Franco y que fue conducido a la vez por un rey, designado por el Generalísimo, por el Presidente del Gobierno, antiguo Secretario General del Movimiento y con el apoyo casi unánime de la clase política franquista. Según el razonamiento subjetivo de esta ley, la Segunda República –mito fundador de la democracia española según las izquierdas socialistas y extremistas– habría sido un régimen casi perfecto en el cual el conjunto de partidos de izquierda habría tenido una actuación irreprochable. Efectúa una mezcla discutible entre el levantamiento militar, la Guerra Civil y la Dictadura de Franco: tres hechos bien distintos cada uno que necesitan interpretaciones y juicios diferentes. Exalta a las víctimas y a los asesinos, a los inocentes y a los culpables cuando están en el bando del Frente Popular y únicamente porque son de izquierdas. Confunde a los muertos en acto de guerra y a las víctimas de la represión. Fomenta y justifica todo trabajo cuyo objetivo sea demostrar que Franco programó y llevó a cabo una represión sistemática y sangrienta durante y después de la Guerra Civil, dando a entender que el Gobierno de la República y los partidos que la apoyaban  no tenían ningún proyecto represivo. Finalmente, reconoce el legítimo deseo de muchas personas de poder localizar el cuerpo de su antepasado pero rechaza implícitamente este derecho a los que estaban en el bando nacional, bajo el dudoso pretexto de que ya tuvieron todo su tiempo para hacerlo en la época del franquismo.

Recordemos el “asunto Garzón” o de “las fosas del franquismo” que exacerbó fuertemente las tensiones en 2006 mientras que la represión durante la guerra había sido, en conjunto, tan extendida y feroz en un bando como en el otro. El juez Baltasar Garzón, amigo de los socialistas, quiso realizar entonces una especie de inquisición general que recordaba curiosamente a la Causa General dirigida por la Fiscalía entre 1940 y 1943, algo que la Constitución democrática de 1978 prohíbe formalmente. Fiel a la política revanchista de su predecesor, el socialista José L. Rodríguez Zapatero, el actual Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, declaró, desde su llegada al Palacio de la Moncloa en 2018, que se comprometía a exhumar lo más rápido posible los restos del dictador Franco enterrado en la Basílica del Valle de los Caídos.

Siendo España un Estado de Derecho, con numerosos juristas que no aprecian los comportamientos chequistas, el asunto provocó una interminable batalla jurídica. La Basílica es, en efecto, un lugar de culto cuya inviolabilidad está garantizada por un tratado internacional sobre la libertad religiosa firmado entre España y la Santa Sede, en 1979. Por otra parte, los benedictinos responsables del monumento no dependen directamente del Vaticano sino de la autoridad de su abad y de la del superior de su orden, el Abad de la Abadía de Solesmes. Pero la redacción improvisada y chapucera del decreto-ley, aprobado por el Gobierno de Sánchez, ha sido también fuente de otras complicaciones. Debido, sin duda, a la notoriedad del nombre de Franco, militar, hombre de Estado y dictador polémico, la prensa nacional e internacional omitió mencionar que la aplicación de este decreto llevaría también a la exhumación inmediata de 19 monjes benedictinos enterrados igualmente en el Valle, así como la de otras 172 personas muertas después del final de la Guerra Civil. No se sabe, sin embargo, cuál será el destino del cadáver de José Antonio Primo de Rivera, encarcelado tres meses antes del levantamiento (y, sin embargo, condenado a muerte por un Tribunal popular por su participación en el mismo), ni el de millares de cuerpos de los dos bandos enterrados en el osario objeto de tantas controversias. Pero finalmente, con el aval del Tribunal Supremo, la cuestión ha sido zanjada por una decisión de carácter autoritaria del gobierno socialista que se ha visto favorecida por la indiferencia calculada de la jerarquía de la Iglesia.  El 25 de octubre,  según la propaganda gubernamental, Franco ha sido exhumado por la fuerza pública en nombre “de la justicia y de la reconciliación”.

El estudio de la evolución del concepto de reconciliación en España, de 1939 hasta nuestros días, merecería una tesis. La ironía está en que el Gobierno del socialista Sánchez defendió la exhumación de Franco en nombre de la “justicia y la reconciliación”, en un espíritu que, en conjunto, recuerda al del Caudillo tal y como lo expresaba en un decreto del 23 de agosto de 1957, cuando estableció la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, si se pone entre paréntesis la referencia reiterada al cristianismo: “La Cruz grandiosa que preside e inspira el monumento imprime a esta realización un carácter profundamente cristiano”. “Por ello, el deber sagrado de honrar a nuestros héroes y nuestros mártires debe acompañarse del sentimiento de perdón que el mensaje evangélico impone… Debe ser el monumento de todos los muertos en combate sobre cuyo sacrificio triunfan los brazos pacificadores de la Cruz”. “Se trata” -insistía el ministro del Interior o, dicho con más propiedad, de la Gobernación,  Camilo Alonso Vega, en una directiva a los Gobernadores civiles del 23 de mayo de 1958- “de dar una sepultura a todos aquellos que fueron sacrificados por Dios y por España, sin hacer distinciones entre los bandos en los que combatieron, como lo impone el espíritu de perdón que inspira la creación de este monumento”. En el fondo, la diferencia sustancial es que, por la magia de las palabras de la inevitable propaganda política, el bien y el mal han cambiado de bando. Y es precisamente esta hemiplejia moral la que rechazaban de plano los Padres fundadores de la Transición y de la democracia española.

Hace algunos años, un “historiador” de origen irlandés, de convicciones decididamente socialistas, Ian Gibson, declaraba que era partidario de poner una bomba en el Valle de los Caídos para destruir el monumento. El caso de estos europeos fanáticos, cuyas concepciones de la justicia y de la reconciliación son dignas de los talibanes afganos destructores de los Budas de Bamiyan, no son por desgracia tan infrecuentes. Perderíamos la fe en la especie humana si, en su propio bando, no hubiera algunas personalidades fuertes que les pusieran en su lugar. Uno de los protagonistas de la Transición, el socialista Felipe González, declaraba en 1985 mientras era Presidente del Gobierno: “Hay que asumir la propia historia… soy capaz de asumir la historia de España… Franco está ahí… Nunca se me ocurriría tumbar una estatua de Franco. Nunca. Me parece una estupidez eso de ir tumbando estatuas de Franco… Franco es ya Historia de España. No podemos borrar la historia… Algunos han cometido el error de derribar una estatua de Franco; yo siempre he pensado que si alguien hubiera creído que era un mérito tirar a Franco del caballo, tenía que haberlo hecho cuando estaba vivo». (Juan Luis Cebrián, “Entrevista a Felipe González”, El País, Madrid, 17 de noviembre de 1985).

Dicho esto, que un gobierno socialista decida desplazar el cadáver de un dictador católico, monárquico, conservador, antimarxista y anticomunista es explicable y entendible. Sabemos que la paz alrededor de las tumbas de los revolucionarios y los dictadores es extremadamente rara. Salvo error por mi parte, hoy en día no hay más de dos o tres grandes excepciones, admirables por su serenidad y respeto a los muertos, que confirman esta regla inmutable: en Rusia, el mausoleo de Lenin en la Plaza Roja y la necrópolis del muro del Kremlin donde está enterrado Stalin y, en Francia, la tumba de Napoleón I en el edificio de los Inválidos.

Pero, detrás de la voluntad de exhumar las cenizas del dictador Franco y de condenar oficialmente su acción y su régimen, se esconde una cuestión más importante, más difícil y más molesta para el poder actual: la de la interpretación de los orígenes de la Guerra Civil con la salida a la luz de la responsabilidad considerable del PSOE en su estallido. Recordemos una vez más algunos hechos confirmados.

Tanto a la derecha como a la izquierda, la proclamación de la República española en 1931 fue considerada como una esperanza. Pero el desencanto vino rápido. En lugar de tener democracia y “progreso”, España cayó en el desorden y la anarquía. En octubre de 1934, el PSOE, cuya dirección estaba bolchevizada desde 1933, provocó voluntariamente un levantamiento general en toda España que las fuerzas del orden consiguieron controlar con la excepción de Cataluña y, sobre todo, la de Asturias. En febrero de 1936, la frágil victoria del Frente Popular puso el colmo al caos. El 16 de junio de 1936, en un discurso en las Cortes inmediatamente calificado como “catastrofista” por sus adversarios, José María Gil Robles, representante de la derecha moderada, citaba la sucesión de 353 atentados, 269 asesinatos políticos y la destrucción de 160 iglesias en cuatro meses.

Según la historiografía comunista popularizada por el Komintern que se ha convertido hoy, si no en canónica, por lo menos en “políticamente correcta”, esta terrible tragedia fue la consecuencia de un golpe de estado militar contra un régimen perfectamente democrático y progresista. El ejército, apoyado por un puñado de fascistas, se habría sublevado contra el pueblo sin defensa, que habría resistido valerosamente y frenado a los rebeldes. Al final, Franco consiguió vencer únicamente gracias a la ayuda decisiva de Alemania y de la Italia fascista.

Con la colaboración de algunos de los mejores especialistas en el tema, creo haber demostrado en mi libro La guerre d’Espagne revisitée (Ed. Economica) y en un número especial de la revista La Nouvelle Revue d’Histoire (1936-2006 : La guerre d’Espagnenº 25, julio de 2006) que esta leyenda o mitología no se corresponde en nada con la realidad de los hechos. El historiador americano, Stanley Payne, gran conocedor del tema, aportó por su lado las respuestas serenas, rigurosas y desinteresadas, muy a menudo ignoradas o silenciadas en Francia, en su libro La guerre d’Espagne. L’histoire face à la confusion mémorielle (Ed. du Cerf), que yo prologué. En realidad, solo un hecho debería bastar para invalidar o poner en duda la tesis del levantamiento contra la democracia: los principales intelectuales liberal-demócratas, los «Padres fundadores de la República», Ortega y Gasset, Marañon y Pérez de Ayala, sin olvidar la figura egregia del católico liberal Unamuno, se pronunciaron claramente a favor del bando nacional y en contra de la violencia y del extremismo social-marxista, comunista y anarquista.

Entre los numerosos mitos que convendría evocar aquí destacaría solamente dos, por falta de espacio, que han sido recientemente deconstruidos: la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 y las razones y  condiciones del asesinato del diputado José Calvo Sotelo.

La cuestión del carácter regular o irregular, legítimo o ilegítimo, legal o ilegal, democrático o antidemocrático de las elecciones de febrero de 1936 sigue siendo objeto de debate. Pero en 2017 un documento capital se ha añadido al asunto. Se trata de la obra de dos historiadores de la Universidad Rey Juan Carlos, Roberto Villa García y Manuel Álvarez Tardío: 1936, Fraude y violencia en las elecciones del Frente popular. Después de un largo y minucioso estudio, estos dos investigadores demuestran, de manera rigurosa e incontestable, que los fraudes, falsificaciones, manipulaciones y violencia del Frente Popular fueron de una magnitud considerable. Al día siguiente del escrutinio, el Frente Popular reivindicó 240 asientos (de 473) pero se había eliminado deliberadamente 50 a la oposición de derechas. Sin esta expoliación –verdadero golpe de estado parlamentario– nunca habría podido gobernar solo. Las instituciones de la República fueron deliberadamente violadas y se está en perfecto derecho de preguntarse por la legitimidad del gobierno del Frente Popular español.

El cadáver de Calvo Sotelo conforme quedó en la mesa del depósito en el Cementerio del Este. Fuente: «La dominación roja en España»

El asesinato de Calvo Sotelo, preludio a la Guerra Civil, es en sí mismo otra buena ilustración de la realidad de los hechos. Miembro del partido monárquico Renovación Española y colaborador de la revista intelectual Acción Española, exministro de Economía y Finanzas, José Calvo Sotelo era, con 43 años, una de las figuras más prestigiosas de la derecha conservadora española.

Parlamentario valiente y elocuente, polarizaba todo el odio del Frente Popular. Sus discursos tenían un impacto tan profundo en la opinión pública que Santiago Casares Quiroga, Presidente del Gobierno y Ministro de Defensa, no dudaba en amenazarlo en plena sesión de las Cortes el 16 de junio de 1936. La respuesta de la futura víctima ha permanecido célebre: “Señor Casares Quiroga, tengo las espaldas muy anchas. Usted es un hombre que se lanza pronto al desafío y la amenaza… Tomo buena nota de su advertencia… Le responderé como Santo Domingo de Silos al rey de Castilla: ‘Señor, me podrá quitar la vida, pero nada más’. Más vale morir con honor que vivir sin dignidad”. El 23 de junio de 1936, Calvo Sotelo fue amenazado de nuevo en las columnas del periódico de Madrid El Socialista.

En la tarde del 12 de julio, el teniente de la Guardia de Asalto José del Castillo, instructor de las milicias de las Juventudes socialistas, fue asesinado en represalia por el asesinato de un joven carlista, José Luis Llaguno, y de Andrés Sáenz de Heredia, primo de José Antonio Primo de Rivera. La Guardia de Asalto era una fuerza de policía especial muy politizada. En el cuartel de Pontejos los compañeros del teniente del Castillo clamaban venganza. En su mayoría eran hombres de confianza del Gobierno. Se trataba del comandante Ricardo Burillo Stolle, el teniente Máximo Moreno y el capitán de la Guardia Civil Fernando Condés. Los dos últimos habían participado activamente en la tentativa de levantamiento socialista contra la República en octubre de 1934. El 13 de julio de 1936, hacia las dos de la mañana, el vehículo número 17 de los Guardias de Asalto salió del cuartel de Pontejos. En el interior, ocho guardias y cuatro hombres de confianza del PSOE a las órdenes del capitán Fernando Condés, de paisano. Algunos minutos más tarde, un segundo comando circulaba en la noche. Le habían encargado eliminar al otro gran líder de la derecha, el jefe de la CEDA (coalición de las derechas conservadoras, liberales y demócrata-cristianas), Gil Robles. Por suerte, este se encontraba en Biarritz, por lo que escapó milagrosamente a la muerte.

El vehículo número 17 prosiguió su camino. Se dirigió hacia la calle Velázquez donde se encontraba el domicilio de Calvo Sotelo. Paró delante del número 89. El capitán Condés y varios de sus hombres bajaron del vehículo. Obligado a abrir la puerta del edificio, el vigilante obedeció. Los guardias se lanzaron por la escalera, llamaron a la puerta del diputado monárquico y exigieron entrar con el pretexto de una orden de registro. Despertado por el ruido, Calvo Sotelo abrió la puerta. En ese momento los guardias se introdujeron en la vivienda y cortaron el teléfono. El capitán Condés pidió al político que le acompañara a la Dirección de la Seguridad. Calvo Sotelo desconfió. Un diputado no podía ser detenido salvo caso de flagrante delito. Exigió llamar a la Dirección General de la Seguridad, pero el teléfono ya no funcionaba. Su mujer intentó salir a pedir socorro. Los guardias se lo impidieron. La resistencia del líder del Bloque Nacional cedió ante las declaraciones sobre su honor del capitán. Calvo Sotelo terminó de vestirse, abrazó a sus hijos en sus lechos y a su mujer, a la que prometió ponerse en contacto en cuanto le fuera posible, “a menos que estos señores solo me lleven para meterme cuatro balas”.

Montó en el autocar. Se le hizo sentarse en la tercera fila, encuadrado por dos guardias de asalto. Detrás de él se sentó Luis Cuenca Estevas, conocido como guardaespaldas del líder socialista Indalecio Prieto. El capitán Fernando Condés tomó asiento al lado del conductor. Los demás ocuparon los asientos del fondo. El vehículo arrancó y recorrió unos 200 metros. A la altura del cruce de las calles Ayala y Velázquez, Luis Cuenca sacó una pistola, apuntó a la nuca de Calvo Sotelo y disparó dos veces, matándolo al instante (según otras fuentes, el asesino habría sido el teniente de la Guardia de Asalto Máximo Moreno). El cuerpo de la víctima cayó entre los asientos.

Imperturbable, el conductor siguió su camino. En el cruce de las calles Velázquez y Alcalá, un camión lleno de guardias de asalto filtraba la circulación. Pero para el vehículo número 17, la vía estaba libre. Una vez la misión cumplida y de vuelta al cuartel de Pontejos, los asesinos fueron a dar cuenta a su jefe, el teniente-coronel Sánchez Plaza. Abajo, el guardia Tomás Pérez hacía desaparecer las manchas de sangre en el vehículo.Tras el asesinato, por consejo del propio Secretario general del PSOE, Juan Simon Vidarte, el capitan de la Guardia Civil y miembro del partido socialista Fernando Condés, manifestó su intención de ocultarse para huir de la justicia en casa de Margarita Nelken cuyo escolta José Rey también habia participado en la operación.

La esposa de Calvo Sotelo no se quedó de brazos cruzados. Inmediatamente entró en contacto con su familia y sus parientes cercanos. A todas sus peticiones, la Dirección General de Seguridad y el Ministerio del Interior respondían  invariablemente: “No ha llegado… No se encuentra en ninguna comisaría”. En la mañana del 13 de julio, la identificación del cadáver abandonado en el cementerio del Este provocó estupor y una intensa emoción. Mientras que el socialista Indalecio Prieto pedía que se distribuyeran armas a las organizaciones “obreras”, los funerales se preparaban para el día siguiente. Se desarrollaron ante una multitud enorme.

La instrucción judicial fue rápidamente enterrada. La Guerra Civil suspendió las últimas apariencias de legalidad. El 25 de julio de 1936, a las 12h45, en pleno día, una decena de milicianos del Frente Popular penetraron en las dependencias del Ministerio del Interior, conducidos por un hombre de paisano. En la oficina del juez encargado de instruir el asunto, se llevaron el expediente por la fuerza e hicieron desaparecer todos los documentos relativos a la investigación, las pruebas científicas de los médicos forenses y las actas de los interrogatorios de los principales sospechosos.

La mayor parte de los responsables del asesinato fueron recompensados después del levantamiento. Para un buen número de historiadores, la eliminación de Calvo Sotelo no fue más que un acto de venganza después del asesinato de José del Castillo. Pero esta explicación, parcial e insuficiente, junto con el choque producido en la opinión pública por la noticia de la eliminación de un líder de la oposición política sin comparación con la emoción causada por el asesinato de un teniente-instructor de la Guardia de Asalto, es completamente cuestionada en 2018 por el ex secretario general del PSOE en Galicia, diputado, senador y alcalde de La Coruña, Francisco Vázquez Vázquez (ver: “Memoria histórica de Calvo Sotelo”, ABC, 9 avril 2018). Este político, reconocido y apreciado, aporta el acta original –hasta entonces inédita por desaparecida– de la declaración ante el juez de uno de los participantes directos en el asesinato. Se trata de la declaración de Blas Estebarán Llorente, conductor de la camioneta-ambulancia y encargado de transportar el cadáver al cementerio del Este. Se puede leer en este importante documento que las milicias del PSOE, entonces bajo la autoridad de los principales dirigentes del movimiento, preparaban el asesinato de Calvo Sotelo, de José María Gil Robles y del monárquico Antonio Goicoechea, desde tres meses antes a los hechos por lo menos. Estaban también implicados en el asunto el dirigente comunista Jesús Hernández, futuro Ministro de Educación durante la Guerra Civil, y un tal Antonio López. Blas Estebarán explica que se unió al vehículo de la Dirección de la Seguridad a altura de la plaza Manuel Becerra y que lo siguió antes de aparcar y encargarse del cadáver para llevarlo hasta el cementerio del Este.

El asesinato de Calvo Sotelo fue el detonador de la insurrección nacional del 18 de julio de 1936. Varias conspiraciones estaban en marcha antes de este terrible crimen de Estado y el levantamiento también habría tenido lugar sin este asesinato. Pero la conmoción por el  acontecimiento contribuyó de forma decisiva a borrar los desacuerdos, allanar las dificultades y disipar las dudas de los conspiradores. Aceleró los preparativos e impuso definitivamente el día y la hora. Aumentó considerablemente la corriente de simpatía y la participación popular en el proyecto de los militares. A partir de este crimen, urdido y cubierto por el Estado, estaba claro que todos los adversarios del Frente Popular se sintieron el peligro de muerte. Como lo dirá Gil Robles en el Parlamento: “La mitad de España no se resigna a morir”. Uno de los principales observadores de la época, el ministro del Frente Popular Julián Zugazagoitia, declaró a uno de sus visitantes: “Este atentado es la guerra”.

No nos cansaremos de repetirlo: No fue el alzamiento militar de julio de 1936 el que estuvo en el origen de la destrucción de la democracia como lo repiten los dirigentes del PSOE de hoy en día. Al contrario, el levantamiento se produjo porque la legalidad democrática había sido destruida por el Frente Popular. En 1936, nadie ni a la derecha ni a la izquierda creía en la democracia liberal tal y como existe hoy. El mito revolucionario compartido por toda la izquierda era el de la lucha armada. Los anarquistas y el Partido Comunista no creían en la democracia. La inmensa mayoría de los socialistas y, sobre todo su líder más significativo, Largo Caballero, el “Lenin español”, que profetizaba la dictadura del proletariado y el acercamiento a los comunistas, no creía en ella tampoco.

Concluyamos: A imagen de la sociedad española, el ejército de 1936 estaba muy dividido y los dos bandos recibían potentes apoyos populares. Si la leyenda construida por los propagandistas españoles y soviéticos del Frente Popular fuera exacta, no habría habido Guerra Civil, el ejército se habría alzado de forma unánime y la victoria de los nacionales (no de los “nacionalistas” como se dice siempre de forma errónea en Francia) habría sido conseguida en 48 horas. Si el pueblo hubiera estado a un solo lado, el bando del Frente Popular habría triunfado sin esfuerzo. Pero no sucedió así.