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17 noviembre 2019 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

23º Domingo después de Pentecostés: 17-noviembre-2019

Rito Romano Tradicional

Evangelio

Mt 9, 18-26:

En aquel tiempo: Estando Jesús hablando a las turbas, llegó un hombre principal o jefe de sinagoga, y adorándole le dijo: Señor, una hija mía acaba de morir; pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá. Levantándose Jesús, le iba siguiendo con sus discípulos, cuando he ahí que una mujer que padecía flujo de sangre, vino por detrás, y tocó el ruedo de su vestido. Porque decía ella entre sí: Con que pueda solamente tocar su vestido, me veré curada. Mas volviéndose Jesús y mirándola, dijo: Hija, ten confianza, tu fe te ha curado. En efecto, desde aquel punto quedó curada la mujer. Venido Jesús a casa de aquel hombre principal y viendo a los tañedores de flautas o música fúnebre y el alboroto de la gente, decía: Retiraos, pues no está muerta la niña, sino dormida. Y hacían burla de Él. Expulsada la gente, entró, la tomó de la mano, y la niña se levantó. Y divulgóse el suceso por todo aquel país.

Iliá Repin: La resurrección de la hija de Jairo

Reflexión

La niña no está muerta, está dormida

Sin duda que fueron dulces y consoladoras estas palabras para el padre y la madre de la niña, que a consecuencia de una grave enfermedad, había muerto en la flor de sus años. Y puede aplicarse a todo cristiano que muere en la paz del Señor, porque «pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum eius – De gran precio es a los ojos del Señor la
muerte de sus santos
» (Sal 115, 15, Vg).

Al mismo tiempo se nos invita a pensar en el final de nuestra propia vida terrena, en nuestro destino eterno más allá de la muerte, que es objeto de nuestra fe pues creemos en la «resurrección de los muertos». Una referencia especialmente apropiada en este mes de noviembre especialmente dedicado a la oración por los difuntos.

Y es decisivo no ser engañados, especialmente en materia de tanta importancia porque afecta a nuestra suerte para toda la eternidad. Y que por eso es objeto de tantas deformaciones en el mundo en que vivimos. Pensemos en tantos que se plantean preguntas sobre el sentido de la existencia, sobre la incomprensibilidad de la muerte o sobre un más allá y reciben respuestas evasivas o de tan escasa entidad que son incapaces de hacer suya la Palabra de Dios enseñada por la Iglesia en esta materia. Este vacío en muchas ocasiones, será ocupado por otros mundos representativos, procedentes de otras tradiciones religiosas o de otras cosmovisiones, frecuentemente mezclados en sincretismos cambiantes. El crepúsculo de la religión verdadera no ha dado paso a un apogeo del racionalismo, y nos encontramos con una oscilación entre el sinsentido de la nada y el resurgir de la magia, de lo exotérico.

Dos ideas pueden orientarnos al respecto: en un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección.

La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente «muerto con Cristo», para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este «morir con Cristo» y perfecciona así nuestra incorporación a Él. Por eso creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40).

Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término aquello para lo que hemos sido creados. De ahí la necesidad de vivir en gracia de Dios, cumpliendo su santa Ley y recibiendo los sacramentos que Él ha dejado para nuestra salvación.

*

Solamente a la luz de las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la Tradición cristiana, se iluminan los grandes misterios del más allá. Con la frecuente consideración de estas verdades, las vamos haciendo nuestras y las integramos como parte irrenunciable de nuestra condición de cristianos para tener la dicha de morir en el Señor.

Y cuando de hecho llegue para nosotros el día más trascendental de nuestra vida, el día que habremos de dejarla definitivamente para traspasar los umbrales del más allá, contemplaremos con serenidad a la muerte que ha de abrirnos la puerta de la verdadera vida: el lugar del consuelo, de la luz y de la paz para toda la eternidad.

Tuis enim fidelibus, Domine, vita mutatur, non tollitur, et, dissoluta terrestris huius incolatus dome, aeterna in caelis habitatio comparatur (Misal Romano)

Porque a tus fieles, Señor, se les muda la vida, no se les quita, y disuelta la casa de esta terrena morada, se alcanza en los cielos una eterna habitación.