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8 julio 2019 • En los colectivos, se ocultan resortes insospechados que responden a una especie de memoria común

Manuel Parra Celaya

Reacciones inconscientes

Mapa de Europa (Mercator)

La Psicología profunda abrió explicaciones plausibles sobre aquella parte de nuestra personalidad que no obedece estrictamente a criterios de razón y destapa la válvula a reacciones nacidas de impulsos soterrados, luego, Jung desarrolló aspectos que, más que nacer del almario individual o responder a problemas o traumas personales provienen de lo que llamó el inconsciente colectivo.

Tengo serias dudas de que esta teoría no esté emparentada con aquel espíritu del pueblo de los románticos alemanes, con el que no estoy de acuerdo en absoluto, pero no dejo de comprobar que, en los colectivos, se ocultan resortes insospechados que responden a una especie de memoria común (Dios me libre de llamarla memoria histórica), difícilmente explicables para el sociólogo. Veamos dos casos concretos entre los españoles y, sin pretender sentar cátedra por mi parte, observo que son fácilmente comprobables para un observador imparcial y objetivo.

El primero lo podríamos centrar en Cataluña, si bien es ampliable a otros lugares de España donde ha germinado la infausta semilla del particularismo nacionalista, vulgo secesionismo, y se refiere en concreto al clero. Responde algo a aquella agudeza de Foxá, que dejó dicho que los españoles siempre acompañamos a los curas, o con un cirio delante o con un palo detrás, observación humorística tomada de una serie de evidencias históricas.

Pues bien, con la deriva claramente separatista de una buena parte de sacerdotes, diáconos (así firman sus manifiestos), de obispos y de cándidas monjitas, encabezadas por las Superioras, da la impresión de que ese inconsciente colectivo tiende a resucitar una impronta anticlerical en nuestros lares, especialmente entre el sector de ellos creyente y practicante por más señas, que no se resigna a callarse cuando los púlpitos se convierten en atriles mitinescos, los campanarios en mástiles de esteladas y los tablones de anuncios parroquiales en muestrarios de lazos amarillos.

Lo grave de esta reacción inconsciente de muchos ciudadanos españoles -ahora llamados unitarios, cuando la expresión de ambos términos es totalmente redundante- se puede traducir en un perjuicio, no para el sediciente clero que ha abrazado el secesionismo, sino para la inmensa labor evangelizadora, humanitaria, cultural y misionera de la Iglesia Católica; puede ser anecdótico la negativa a marcar con una X la casilla de la declaración de la renta, pero aún tiene más alcance cuando las actitudes de quienes han confundido su misión religiosa con su fanatismo político en pro del nacionalismo llevan al católico de a pie a plantearse serias dudas sobre temas que afectan a la Fe; de no pisar un templo determinado, cuyo servidor ha convertido en un casal separatista a dar la espalda a la práctica religiosa o a desconfiar del Dogma, puede haber un paso, especialmente si la formación se ha quedado anclada en aquel catecismo de la Primera Comunión.

El segundo caso también podría sintetizarse en otro dicho famoso, esta vez de Eugenio d´Ors: A los españoles acostumbran a picarnos las pulgas de la pelliza de Viriato. Ha venido dada la situación por el (desafortunado) desembarco del Sr. Valls en la política catalana y las subsiguientes intromisiones de su mentor, Monsieur Macron, en cuanto a qué y con quién se puede o no pactar en los tratos poselectorales.

Muchos españolitos han sacado de sus sepulcros seculares a las sombras de Napoleón o, los más ilustrados,  a aquellos Cien Mil Hijos de San Luis (que no eran tantos); la palabra gabacho se ha vuelto a poner de moda, y, en este caso, la perjudicada es la conciencia de europeidad -no de Bruselas, entiéndase bien-, que, queramos o no, forma parte del ADN nacional (recuérdese aquello de que España fue europea por voluntad propia, no por obligación); esta europeidad -mejor que europeísmo– es una necesidad a todas luces, y su carencia puede comprometer seriamente el futuro, ya no en el orden de lo trascendente, como en el primer caso de este artículo, sino en el de lo inmanente, aunque también importante. Independiente de las impertinencias de Macron o de sus satélites (con o sin mandil), el objetivo es configurar un hogar europeo, patria común de todos, en la que España pueda jugar un papel decisivo en el futuro.

No se trata de buscar culpables de estas reacciones inconscientes, en estos dos casos bien definidos (curas separatistas, franceses entrometidos), ni de denostarlas por atávicas y desmedidas, sino de conseguir que la racionalidad se imponga sobre ellas. Una Europa fiel a sus raíces, como decía San Juan Pablo II, y una Iglesia Católica fiel a su misión de transmitir el mensaje de Cristo, no los dictámenes lanzados desde Waterloo o Can Brians deben ser las miras de quienes no aceptamos ni el separatismo ni la mediatización foránea.