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15 junio 2019 • A mis 19 años, ni yo ni ninguno de los que componíamos aquella generación teníamos la guerra civil como referente

Manuel Parra Celaya

Relectura en tiempos distintos

Sí, después de muchos años de mi primera lectura y de ver la película -que parece haber desparecido de las filmotecas-, cayó en mis manos, como un bendito regalo, una primera edición de El otro árbol de Guernica, de Luis de Castresana (1968).

Como siempre ocurre en las relecturas, se aprecian nuevos matices que habían pasado desapercibidos antes, tanto en elementos puramente literarios como, especialmente, en el contenido o mensaje. Y debo confesar que no pude evitar emocionarme, algo que no me ocurre con frecuencia, quizás porque el tiempo, si no ablanda la razón, sí endurece el sentimiento y no permite que este sobrepase la capa de la piel, endurecida por las circunstancias.

Ahora más que anteriormente, viví con intensidad el drama de Santi, de Javier, de Begoña, de Aurelia…, de todos los niños vascongados que, durante nuestra guerra civil, fueron enviados al extranjero; y también el otro drama, el de André-Andrés, el niño belga que es rebautizado español por sus amigos refugiados; me pareció encontrarme entre las paredes del internado Fleury y compartir con los pequeños protagonistas sus tristezas, añoranzas y descubrimientos en un lugar extraño, mientras su patria se desangraba en una contienda entre hermanos.

Los niños reinventan sus paisajes y sus costumbres: un roble del patio de recreo es el otro árbol de Guernica que da título a la novela; cantan sus bilbainadas en improvisado orfeón, forman su equipo de fútbol, que se llama, como es natural, Athletic de Bilbao, con una única camiseta que se pasan de unos a otros; y el protagonista, Santi, convertido en líder de la colonia de españolitos, no duda en enfrentarse a una preceptora que ha insultado a los españoles y a un profesor del Liceo que ha vertido su ignorancia y su odio a España en la clase.

Y, de lo localista a lo nacional; de lo vasco a lo común español: llegan nuevos niños, esta vez de Madrid, de Valencia, de Barcelona…, y el equipo de fútbol cambia su nombre por el de España, para acogerlos a todos; y la niña barcelonesa enseña a bailar una sardana en torno al árbol, como símbolo de un anillo casi mágico de manos entrelazadas y de ritmo común, de unidad. Cuando llega la noticia de que ha terminado la guerra, nuestro Santi descubre que él había aprendido a amar y a necesitar realmente a su tierra, a saber lo que eran Baracaldo, Vizcaya, España, desde la lejanía de una larga ausencia, desde el éxodo y desde el llanto. Las personas mayores que los habían acompañado aún no pueden volver: cosas de la política, les dicen a los críos.

La novela está enfocada, pues, desde la perspectiva de uno de los bandos que han combatido entre sí, el perdedor, pero no hallará el lector ni un asomo de rencor ni de odio. Por encima de nacionales y republicanos, por encima, incluso, de las vivencias familiares, el otro árbol de Guernica es un canto a la integración de todos los españoles en la esperanza, en el patriotismo, en una verdadera reconciliación.

¿No aprenderán nunca los hombres?, se pregunta Santi -quizás el alter ego del autor que ha reconocido en el prólogo que él era uno de aquellos niños y que lo narrado en la novela es un documento real de lo que ocurrió.

Releer El otro árbol de Guernica a estas alturas me ha conferido un punto de vista histórico sobre el que he reflexionado muchas veces, y que no es otro que la diferencia de mentalidades desde el lejano 1968 y la actualidad. En ese momento, a mis 19 años, ni yo ni ninguno de los que componíamos aquella generación teníamos la guerra civil como referente; era algo que había ocurrido en un pasado remoto, y los que habían sido sus protagonistas ni alardeaban de su victoria los unos ni rememoraban con saña su derrota los otros. Se vivía en un presente esperanzador, con sus virtudes y sus defectos, con las preocupaciones de cada día, y, sobre todo, de cara a un futuro que mis idealismos juveniles creían aun mucho mejor.

Con la relectura, me vinieron a la mente los versos del poeta: ¿Son los hombres de hoy aquellos niños de ayer? Y ya no me refiero a los acogidos en el internado belga de la novela, sino a quienes crecimos sin que nos alcanzara la más mínima sospecha turbia hacia el compatriota que podía pensar distinto.

¿Cómo es posible que hayan conseguido enfrentar el natural amor al terruño con el amor a la patria común llamada España? ¿Cómo es posible que se contrapongan quereres y se mire de reojo al vecino que no se identifica con mitologías nacionalistas? ¿Cómo es que aquella sardana que enseñaba la niña catalana a todos los españolitos haya dejado de ampliar su círculo de hermandad o se hayan sustituido las bilbainadas por eslóganes de odio?

¿Es normal que ochenta años después de aquella contienda haya alguien interesado en volver a prender fuego entre unas brasas completamente apagadas y frías? ¿De verdad alguien en su sano juicio aviva la llama para que se vuelva a verter sangre española en discordias civiles?

Quizás las respuestas a estas preguntas que nos hacemos muchos puedan ser respondidas con el cui prodest? de las novelas de intriga, cuyo trasunto, en forma de esperpento, estamos viviendo en la España de hoy.