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6 mayo 2019 • El aumento de partidarios del secesionismo en Cataluña ha sido vertiginoso desde la transición

Manuel Parra Celaya

¿Cuestión de porcentajes?

A esas extraordinarias facultades adivinatorias o proféticas que se ponen en juego en los períodos preelectorales le suelen seguir, una vez realizados los comicios, multitud de argumentaciones con el fin de felicitarse y revalidar el posible acierto o excusar el fallo con relación a lo pronosticado; se buscan, inevitablemente, culpabilidades de lo segundo y justificaciones de lo primero. A estos ejercicios -tediosos sobremanera para el que escribe estas líneas- le sigue la publicación de porcentajes, tanto procedentes de un puro ejercicio matemático como nacidos del acientífico deporte de la ucronía.

La cuestión, en ambos casos, es contentar al personal; en uno casos, alimentar la euforia triunfal y, en otros, atemperar la derrota con explicaciones harto rebuscadas. También, ante estas prácticas, uno siente un profundo hastío e intenta pensar por su cuenta y riesgo.

Como mi máxima preocupación sigue siendo, en positivo, la necesidad y posibilidades de una renacionalización de España y, en negativo, estar al día de los particularismos territoriales que se oponen a ello, alguno de ellos derivado en abierto secesionismo, como es el caso de Cataluña, he fijado la atención en los porcentajes con relación al voto separatista, que me ofrecen, sintetizando, las siguientes informaciones: resulta que, de los votos emitidos, solo un 39, 5% apoyaban a los partidos y coaliciones partidarios de la supuesta independencia, y, con relación al censo de catalanes, solo un 31% del mismo se declara a favor de esta secesión.

Deduzco, por la procedencia de la información, que estas cuentas pretenden tranquilizar a quienes somos fervientes defensores de la unidad de España y del Estado de Derecho constituido (por este orden). En mi caso, no lo consiguen, y ello por dos motivos: el primero es que, si analizamos a fondo, la benéfica intentona sigue la estela de lo anunciado, por ejemplo más reciente, del Sr. Iceta, en el sentido de que, si los números fueran otros (es decir, si los separatistas superaran el 50%) habría que tenerlo en consideración; el segundo se basa en que es una opinión bastante extendida la de que disgregar España solo es una cuestión cuantitativa, estadística; es decir, que, si una mayoría de españoles así lo decidiera, no existiría el menor problema en destruir una construcción histórica plurisecular.

Calcúlese lo falaz de este argumento, y a las pruebas me remito; el aumento de partidarios del secesionismo en Cataluña ha sido vertiginoso desde la Transición; echen ustedes mano de los resultados desde aquellas primeras elecciones del habla, pueblo, habla hasta la actualidad y lo comprobarán. ¿Cómo ha sido esto posible? Hay muchas razones y entre ellas, por supuesto, la crisis económica y el desaforado incremento del gasto autonómico, concretamente el de la Generalidad -según me informan mis amigos economistas-, pero yo no desisto de buscar otras razones de más peso.

Estas tienen su origen en aquel Programa 2000 de Jordi Pujol, de acuerdo con el cual se llevó a cabo una intensísima labor de propaganda por todos los medios y un feroz adoctrinamiento escolar en todos los niveles, que ha llevado a varias generaciones a la desafección de todo lo español.

Piensen que, si esto ha sido posible en un determinado territorio, qué no se conseguirá en toda la extensión de España con una tarea semejante martilleando incansablemente a todos los ciudadanos. Mi conclusión es que, esto es posible y, si llegara a suceder, aunque fuera considerado legal por apoyos mayoritarios, cualquier separatismo siempre sería ilegítimo y rechazable como crimen histórico, pues una determinada generación no puede hacer tábula rasa de lo que han construido las anteriores ni hipotecar a las siguientes en un acceso de locura, eso sí, sabiamente instrumentalizado.

Entretanto, me causa profunda desazón que un millón seiscientos mil convecinos no se sientan españoles; aunque solo se tratara de dos o tres personas, mi preocupación no cesaría, pues no se basa en términos de cantidades ni de porcentajes, sino en aspectos cualitativos.

Estos días se suele aludir al famoso discurso que pronunció Ortega y Gasset en las Cortes republicanas el 13 de mayo de 1932 y al neologismo contenido en él: conllevancia ante un problema persistente. Lo que no se suelen mencionan son las palabras finales del discurso, una vez el filósofo analizó la situación: El nacionalismo requiere un alto tratamiento histórico; los nacionalismos solo pueden deprimirse cuando se envuelvan en un gran movimiento ascensional de todo el país, cuando se crea un gran Estado, en el que van bien las cosas en el que ilusiona embarcarse, porque la fortuna sopla en sus velas. Un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos; un Estado en buena ventura los desnutre y los reabsorbe (…). Lo importante es movilizar a todos los pueblos españoles en una gran empresa común.

Al filo de estas últimas elecciones, me temo que ni ganadores ni perdedores han leído ni, mucho menos, asimilado estas palabras.