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20 abril 2019 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

Domingo de Pascua: 21-abril-2019

Evangelio

Mc 16, 1-7

Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago, y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy temprano, el primer día de la semana, al salir el sol, fueron al sepulcro. Y se decían unas a otras:

– «¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?»

Al mirar, vieron que la piedra estaba corrida, y eso que era muy grande. Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecha, vestido de blanco. Y se asustaron. Él les dijo:

– «No os asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado. Mitad el sitio donde lo pusieron.

Ahora id a decir a sus discípulos y a Pedro: Él va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis, como os dijo.

Reflexión

En este Domingo de Pascua la Liturgia de la Iglesia nos invita a llenarnos de santa alegría por el misterio de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

Con la palabra Resurrección significamos que Cristo triunfó de la muerte al reunirse su alma santísima con el cuerpo, del cual se había separado por la muerte. Comienza así una vida gloriosa e inmortal en la que el Hijo de Dios encarnado conserva sus llagas gloriosas, que nos recuerdan permanentemente que el Resucitado fue Crucificado por nosotros, y nos alcanzó la redención por medio de la cruz.

A la luz de las enseñanzas del Apóstol san Pablo, podemos hacer dos consideraciones sobre la Resurrección del Señor:

I. En aquella mañana de Pascua sucedió algo extraordinario, algo nuevo y, al mismo tiempo algo muy concreto, marcado por señales muy precisas, registradas por numerosos testigos. Para san Pablo, como para los demás autores del Nuevo Testamento, la Resurrección está unida al testimonio de quienes pudieron comprobarla personalmente. Por ello otorgan una importancia fundamental a las apariciones que son condición fundamental para la fe en el Resucitado (1Cor 15, 3-8).

Nadie fue testigo de la resurrección de Jesús pero sí del sepulcro vacío y de la visión del Señor resucitado. Ahora bien ¿El sepulcro vacío es una prueba definitiva de la resurrección? No. Podría haber sucedido lo que dijeron las mujeres que se habían llevado su cuerpo o como difundieron los judíos que lo habían robado los discípulos.

Pero después de resucitar por su propia virtud, Jesús glorioso fue visto por los discípulos, que pudieron cerciorarse de que era Él mismo: pudieron hablar con Él, le vieron comer, comprobaron las huellas de los clavos y de la lanza…

Con estas apariciones quedaron plenamente convencidos de la verdad de que Cristo estaba vivo y pudieron lanzarse en medio del mundo, pregonando la resurrección de Jesús de la cual eran ellos testigos. A partir de los Apóstoles, se constituye la cadena de la tradición y la Iglesia proclama el misterio de la resurrección a las generaciones sucesivas, apoyada en el mismo testimonio, por lo que recibe el nombre de apostólica, como fundada en la autoridad de los apóstoles.

II. Cuando san Pablo se convierte en Apóstol, seguirá anunciando a Cristo crucificado: «me propuse no saber entre vosotros otra cosa sino a Jesucristo, y Éste crucificado» (1 Cor 2, 2)

La Resurrección revela definitivamente cuál es la auténtica identidad del Crucificado. Una dignidad incomparable y altísima: Jesús es Dios. Así pues, se puede decir que Jesús resucitó para ser el Señor de los vivos y de los muertos (cf. Rm 14, 9; 2 Co 5, 15) o, con otras palabras, nuestro Salvador (cfr. Rm 4, 25).

Todo esto tiene importantes consecuencias para nuestra vida de fe: estamos llamados a participar hasta lo más profundo de nuestro ser en todo el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo. Dice el Apóstol: «Y si hemos muerto con Cristo, creemos que viviremos también con Él» (Rom 6, 8; cfr. 2Tim 2, 11).

Hemos sido regenerados en Cristo por la fe y el Bautismo; injertados en Cristo, vivimos en Él y Él en nosotros . Esto se traduce en la práctica en que hemos de compartir los sufrimientos de Cristo, como preludio a la configuración plena con él mediante la resurrección, a la que miramos con esperanza.

Esto no es una teoría; es la realidad de la vida cristiana. Vivir en la fe en Jesucristo, vivir la verdad y el amor implica renuncias todos los días, implica sufrimientos. El cristianismo no es el camino de la comodidad; más bien, es una escalada exigente, pero iluminada por la luz de Cristo y por la gran esperanza que nace de Él.

En síntesis, podemos decir con san Pablo que no basta llevar en el corazón la fe; debemos confesarla y testimoniarla con la boca, con nuestra vida, haciendo así presente la verdad de la cruz y de la resurrección en nuestra historia.

*

Reafirmemos nuestra fe en la Resurrección de Cristo para adorarle con santa alegría y vivo reconocimiento a Jesucristo y resucitar espiritualmente con Él. Es decir, que así como Jesucristo, por medio de su Resurrección, comenzó una vida nueva, inmortal y celestial, nosotros comencemos una nueva vida, según el espíritu, renunciando totalmente y para siempre al pecado y amando sólo a Dios y todo lo que nos lleva a Dios.