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3 febrero 2019 • ¿Quiere decir todo esto que el ejercicio del voto es una farsa en sí mismo?

Manuel Parra Celaya

Entre la superstición y la lógica

¿Son mudables las personas? Evidentemente, y los cambios de opinión, presididos por el raciocinio y el convencimiento, son dignos de respeto. ¿Son mudables las multitudes? Todavía más evidente que lo anterior, pero la duda estriba en si es la reflexión lógica la que ha presidido la mudanza.

La historia nos ofrece multitud de ejemplos al respecto. ¿Cuántos habitantes de Jerusalén pronunciaban un hosanna un domingo y, los mismos, vociferaban un crucifícale cinco días después? ¿No coincidirían muchos barceloneses en asistir a manifestaciones del Frente Popular antes del 26 de enero de 1939 y recibir alborozados a Yagüe en ese día? ¿Cuántos de los italianos que aclamaban a Mussolini en sus apariciones en el balcón de la Plaza de Venecia participaron en el escarnio de su cadáver en Milán? Los ejemplos podrían ser innumerables, pero recordamos, para acabar con los ejemplos, el derribo de las estatuas de Lenin en lugares de la antigua Unión Soviética o las de Sadam Hussein en la última guerra de Irak. El fenómeno sobrepasa con mucho a las actitudes individuales que se conocen popularmente como cambio de camisa (del que tantos ejemplos se dieron en la Transición), y precisa por ello de una explicación distinta.

Lo cierto es que, sometido a una determinada circunstancia e inmerso en el imperio de la masa -por hacer una doble cita de Ortega- el ser humano es más dado al entusiasmo o al abatimiento, a la salvajada o a la heroicidad, a lo sublime o a lo ruin,  más que actuando de una forma individual, donde cabe la meditación y un hacer gala de su condición de racional y también lo que llamaríamos sus principios de moralidad, más o menos asumidos.

Miradas así las cosas, parecería que el ejercicio del sufragio, siempre precedido por una o muchas jornadas de reflexión, sería el antídoto de esa caída en la masificación y que el ciudadano inmerso en una democracia piensa por sí mismo y es consecuente al depositar su papeleta en la urna.

Sin embargo, no es así en términos generales. En primer lugar, porque su decisión pueda proceder de un carácter de negatividad: yo no voto a favor de, sino en contra de; y de procurar esto ya se encargan los políticos y sus ingenieros en la sombra, que excitan las pasiones y se encargan de demonizar al adversario. Es el voto del miedo, y hablar de ello no constituye especial novedad.

En segundo lugar, está el influjo de las encuestas, que, más que ofrecer puros sondeos científicos, son poderosos medios de manipulación preelectoral, con el fin de inclinar voluntades hacia aquellas opciones que se presentan como ganadoras; aquí funciona aquel resorte sociológico que asegura que casi nadie quiera vestir los colores de un perdedor, y la prueba la tenemos en las hinchadas de los grandes clubes de fútbol en comparación con los equipos modestos.

En tercer lugar pondríamos el peso de la imagen, escasamente coincidente con un probado prestigio o solvencia; también en este punto es decisiva la actuación de los asesores o de los mencionados ingenieros, que maquillan a los actores que van a subir al escenario para que resulten creíbles para el público; los candidatos deben reunir las condiciones de galanura y de hábil dicción, algo que los clásicos ya denominaban con el nombre de demagogia, con capacidad de recorrer mercados y plazas, aupar a niños y abrazar a los ancianos.

¿Quiere decir todo esto que el ejercicio del voto es una farsa en sí mismo? De ningún modo; huyamos de exageraciones extremas, que traducen su odio por la superstición sufragista, en desprecio a todo lo democrático, y esta vez la cita es de José Antonio Primo de Rivera.

Lo que ocurre es que, para que esta práctica de votar sea sincera, útil y verdadera, debe cumplir una serie de requisitos, que hoy son despreciados sistemáticamente. El primero y principal es escapar de ese imperio de la masa, tan propio de las democracias individualistas y, por supuesto, de las asamblearias; el recurso es llevar las distintas opciones que se presenten a la máxima cercanía del votante. Esta cercanía debe implicar un cierto conocimiento de las posiciones de los candidatos, y la única forma de lograrlo en que la elección pueda realizarse en los círculos de intereses o actividades próximas. Se me ocurre un buen ejemplo relacionado con mi profesión: ¿quiénes mejores para elegir candidatos que proponen una reforma educativa que los implicados día tras día en la actividad docente?

Algo de eso ya nos lo decían aquellos candorosos krausistas del siglo XIX, y en esto iban a la par con sus oponentes de signo tradicional: la sociedad no está integrada por meros individuos, siempre susceptibles de formar parte de la masa, sino por entramados de personas en círculos sociales que, de forma concéntrica o interrelacionada, culminan en el Estado.

Si de aquellas teorías saltamos al presente, no podemos obviar que el crecimiento de las abstenciones, el desprecio generalizado hacia los presuntos representantes del pueblo y la aparición de soluciones mágicas que provocan atracciones irreflexivas han llevado a muchas mentes de toda Europa a propugnar que una de las principales tareas de nuestro tiempo consiste precisamente en autenticar la democracia.