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2 febrero 2019 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

4º Domingo después de Epifanía: 3-febrero-2019

Evangelio

Mt 8, 23-27:

En aquel tiempo, subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron. En esto se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; él dormía. Se acercaron y lo despertaron gritándole: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!». Él les dice: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?». Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma. Los hombres se decían asombrados: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar lo obedecen?».

Reflexión

En el santo Evangelio de este Domingo escuchamos el relato de la tempestad calmada por Jesucristo. El episodio ocurrió en el Mar de Galilea, en la mitad del Río Jordán, en cuyo entorno se encontraban las ciudades de Cafarnaúm y Magdala, donde Jesús desarrollaba su ministerio público: su predicación y sus milagros. Allí las tormentas son muy peligrosas para los barcos de pesca, pues está situado en una depresión o cuenca.

Estos milagros que Jesús realiza sobre la naturaleza, nos recuerdan que si Dios es admirable en su obra de creación, lo es aún más en la obra de la redención. El amor que Cristo nos mostró, muriendo por nosotros y haciendo que su muerte nos redimiese, es algo tan inmenso que reclama nuestra correspondencia. Es más, es el mismo Jesucristo quien la hace posible: «El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente» (2Cor 5, 14-17). Es el «nacimiento del agua y del espíritu» del que habló a Nicodemo (Jn 3, 5). El término espíritu indica una creación sobrenatural, obra del Espíritu divino, por la que pasamos al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios.

El día de nuestro Bautismo se realizó este nacimiento de lo alto y toda nuestra existencia cristiana tiene que consistir en llevar a su plenitud los dones recibidos aquel día. No debe haber estancamiento en la vida espiritual. Todos los bautizados deben alcanzar la plena madurez. Y el crecimiento de cada uno debe ser en el conocimiento de Cristo y en el amor a Él hasta llegar a la plenitud de sus dones. Por eso podemos hablar del carácter creciente y orgánico de nuestra fe en medio de las vicisitudes y vaivenes de la vida.

La tempestad calmada, el episodio evangélico que comentamos, encuentra también aplicación en la vida de cada cristiano que puede compararse con una barca que atraviesa el mar de este mundo, con la proa puesta en dirección al puerto, que es la eternidad. Cristo también está en la barca para conducirla a través del «tiempo de nuestra peregrinación» (1 Pe 1, 17).

¡Cuántas veces nos sentimos cansados, angustiados, como los apóstoles vacilantes en su barca! Y también nos parece que Jesús está durmiendo… Cristo reprochó a los, apóstoles su poca fe porque no creían que mientras dormía era capaz de salvarlos. La virtud de la fortaleza, que nace de la fe es absolutamente necesaria para la vida cristiana y nos habilita para soportar lo adverso y acometer lo difícil.

Todos nosotros sentimos, con mayor o menor intensidad, el vaivén de la tormenta a lo largo de nuestra vida. Sin embargo, debemos tener confianza en el Señor. No debemos perder la esperanza. Esperanza que presupone la Providencia de Dios, la fe inquebrantable en la victoria final de Cristo y la convicción de que al hombre fiel a Dios, nada ni nadie podrá separarlo de su amor.

En este momento de tempestades exteriores e interiores, pidamos al Señor que nos confirme en la fidelidad, de modo que sepamos permanecer en su servicio, aunque lo sintamos ausente, o le veamos silencioso y dormido para tengamos fijos nuestros corazones allí donde se encuentra  la verdadera alegría.