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19 enero 2019

Manuel Parra Celaya

¿Posibilismo, energía, prudencia?

Me adelanto a declarar que ninguno de los partidos en liza ha conseguido fidelizarme, hasta el punto de asegurarle mi voto en este año que se anuncia tan profuso en elecciones. De momento, asisto como mero espectador -a ratos aburrido (los más), a ratos curioso- a la partida, cuyos prolegómenos se están jugando en Andalucía.

Según fui enterándome, el emergente Vox consiguió poner de los nervios a todos los demás; al principio, a las izquierdas, la moderada o la montaraz, que le dedicaron sus peores epítetos descalificadores; ahora, a la presunta coalición de centro-derecha que pretende sustituir el califato socialista, pues le propuso unas condiciones para su apoyo, tras ser ninguneado sin piedad, que afectan a la propia línea de flotación, no solo del Régimen, sino del Sistema. A día de hoy, el tira y afloja se ha despejado: hay acuerdo, con la firma de treinta y siete puntos, entre los que no se incluyen las exigencias de Vox consideradas más polémicas.

En efecto, Vox había cuestionado elementos esenciales del Pensamiento Único Oficial: Ideología de Género, Memoria histórica, estructura autonómica del Estado…, y sus planteamientos, por lo pronto, sirvieron para romper esquemas y hacer pensar; tampoco en este punto soy capaz de prometer adhesiones rotundas, pues de lo que he leído de su programa hay aspectos que me gustan, otros no tanto y cuestiones concretas que suscitan mis sospechas, como ya expresaba en mi artículo anterior en el que contraponía los conceptos de identidad a los de esencia, dado mi talante orsiano y joseantoniano, opuesto a cualquier forma de nacionalismo.

Vox me origina de momento el mismo interés que un día me provocaron Ciudadanos, UPyD y -Dios me perdone- el Podemos nacido del 15M; con respecto a este último, mi curiosidad se trocó en total oposición, como es natural; del partido de Rosa Díaz no hablo, pues ella misma se encargó de anularlo; de la gran esperanza blanca de Rivera -no olviden que escribo desde Cataluña- aprobé y apruebo su tenaz oposición al separatismo, pero otras razones de fondo me distancian. Verán, les contaré un secreto: cuando aún no era su líder una figura mediática (más o menos, lo mismo que ahora Abascal u Ortega), tuve ocasión de asistir a una comida en que los comensales le formulamos preguntas; la mía fue la siguiente: ¿No has caído en la cuenta de que el separatismo está provocado por el mismo Sistema?; a lo que me respondió textualmente: Yo nunca me he plantado colocarme fuera del Sistema. Con lo cual, mi voto ocasional no ha sido nunca sinónimo de adhesión.

Volviendo a Vox, lo cierto es que su planteamiento ha desconcertado a propios y a ajenos. Llueven las críticas y los aplausos (no hablo de insultos y acusaciones mostrencas) por su aparente radicalidad de planteamientos. Ello me lleva, imbricando, a preguntarme qué se entiende por hacer política, con la advertencia al lector de que no pretendo en absoluto pontificar.

¿Sigue creyéndose que es el arte de hacer felices a los pueblos? ¿Se trata del arte de gobernar o de conseguir el poder y conservarlo? ¿Es solo una partida con el tiempo? ¿Creemos que existe una verdad política como entidad permanente, al contrario de los defensores de la posverdad?  De la respuesta que nos demos dependerá si enfocamos el problema con las palabras posibilismo, paciencia o energía resolutiva.

Que el Sistema tiene su Pensamiento Único Oficial, que trata de imponer a escala planetaria, es un hecho; que de él forman parte la Ideología de Género -como base antropológica-, la reinterpretación de la historia -como forma de manipular el presente- y el debilitamiento de los Estados-Nación -como estrategia globalizadora-, la especulación capitalista pura y dura sin más cortapisas que el Mercado,… es indiscutible; que el que se oponga a ello, sin faltar a las leyes y al civismo, puede calificarse de antisistema, es evidente. Ergo, Vox es un partido antisistema, en algunos aspectos. Yo también, pero con dos salvedades: ni soy partidista ni quiero hacer política, en primer lugar; en segundo lugar, tengo mi propio código axiológico.

Sigo creyendo que existe, como decía Ortega, una vieja política y una nueva política, pero en términos mucho más amplios que en su época. La vieja política es la que pretende mantener el Sistema: es el camino del Nuevo Orden Mundial, que así lo llaman; su objetivo es socavar cualquier valor espiritual, tachado de tradicional, e imposibilitar el éxito de cualquier proyecto transformador o revolucionario (de res nova), imputado de antemano como utópico. En el fondo, el Sistema pretende una disociación del ser humano con su entorno, empezando por el trascedente y siguiendo con el inmanente, el primero desechado y el segundo contemplado solo desde los baremos del dios Mercado.

Una política que esté en contra de todo ello debe ser (vuelvo a las palabras del mejor filósofo del siglo pasado) tanto obra de pensamiento como de voluntad; y añado (en términos de otro filósofo coetáneo del anterior), siempre bajo especie de eternidad. A ello me alisto, y no a otra cosa.

Y, como decía la inolvidable Mayra Gómez Kemp, hasta aquí puedo leer. No me atrevo a opinar sobre la necesidad del posibilismo y el consenso o el empleo inmediato de la energía realizadora, sobre las dosis de prudencia o de fortaleza. El tiempo lo dirá. Mi preferencia personal parte del imperativo moral del disenso, que es lo que me pide el corazón, aunque la mente me pida dosis de sagacidad y paciencia.