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7 enero 2019 • Y esa tierra cobró vida al mezclarse con el cuerpo de un héroe

Emilio Domínguez Díaz

Millán Astray y su última escolta

Había sido una mañana fría, gélida, pero con un sol rechinante que, si cabe, parecía brillar con más fuerza mientras diluía la espesa niebla de las primeras horas del segundo amanecer del nuevo año.

El féretro, silencioso, había llegado acompañado de la oscuridad y una escolta callada, compungida y reservada, según el deseo testamentario del General Millán-Astray.

Todavía de noche, el depósito de cadáveres se había convertido en el punto de encuentro de todos aquellos que, horas antes en la primera noche de 1954, se habían dejado caer por el palacete del Cuerpo de Mutilados de la calle Velázquez. El reencuentro, por triste que fuera, bien lo merecía: el último adiós al Héroe de África y Filipinas.

Aquel sábado 2 de enero de 1954,  debido a la escasa visibilidad, apenas se reconocían las caras de los allí presentes: sus sobrinos Alfredo, José y Javier; ministros como Muñoz Grandes o Martín- Artajo; el contraalmirante Nieto Antúnez, el general Silva, el teniente coronel Rubio o su guardia pretoriana de curtidos «legías» a las órdenes del capitán Iglesias.

En un segundo plano se hallaba José, el cabo Ortega que, en compañía de Ochandiano, el conductor, contemplaba expectante el último servicio al que, para él, siempre fue su coronel, por antigüedad y por méritos de guerra.

La voz de Millán-Astray se había apagado y el silencio, agazapado, se había apoderado de aquellos presentes ante un mar de  recuerdos de sus órdenes de mando y el eco de las arengas en el frente. Nadie osaba a romperlo, sólo unos débiles pero atrevidos murmullos que se aventuraban con la última oración por un héroe de España.

Su cuerpo, teñido de gloria, yacía inerte con la bandera de España por sudario y un chapiri, ese heroico gorrillo legionario, como recordatorio de una obra fundacional, La Legión, que, desde 1920, había dado tanto por y para la Patria, sus jóvenes, su historia y grandeza.

El foso, convertido en eterna morada, se fue llenando de terrones de una densa tierra, palada a palada. Se acumularon recuerdos de dolor y sacrificio: Nador, Fondak, Dar Raid, Melilla… Pero, también, de vítores y gritos de «¡A mí La Legión!» en la última presencia terrenal del teniente coronel Valenzuela, el comandante Fontanes, el capitán Arredondo, el teniente De la Cruz, el cabo Suceso Terrero y miles de legionarios que, de manera humilde y ejemplar, habían precedido al general en el liberador encuentro con su novia, la Muerte.

Allí estaban todos, esperando la llegada de su jefe supremo para, como en los acuartelamientos legionarios, formar el V Tercio, el del recuerdo imborrable de todos los que le habían precedido en el fatal pero anhelado destino final.

El estruendo de la tierra sobre la madera quebró el silencio matutino, como el acompasado sonido de las palas de los enterradores y las tímidas preces del vicario general castrense, el doctor Alonso Muñoyerro.

Y esa tierra cobró vida al mezclarse con el cuerpo de un héroe cuya sangre y miembros habían sido entregados a la Patria en cumplimiento del Credo Legionario que, casi centenario, perdura como santo y seña de todo aquel que ha pasado por el Tercio.

Millán-Astray se despedía de manera austera, casi franciscana, y su querido José Ortega, el cabo de la escolta, recordaba aquel continuo deseo del coronel de ser trasladado al cementerio de noche, sin que nadie lo supiera, sin flores ni coronas, sin desfile ni duelo familiar aunque tuviesen que saltar la tapia.

En trances pretéritos, la Muerte y Millán-Astray ya se habían visto las caras con las cartas del heroísmo y la humildad sobre la mesa. El general había vencido, había sobrevivido. África había sido testigo de sus gestas.

Ahora, en la última partida, su grave afección cardíaca no le había dado otra opción. Caridad y perdón, se oyó decir al general.

Era la última escolta y José Ortega, su «legía» de confianza, en la distancia recordaba sus conversaciones con aquel general, su coronel, digno y honrado soldado de aquellos infantes de nuestros gloriosos Tercios de Flandes.