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5 enero 2019 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

Epifanía del Señor: 6-enero-2019

Evangelio

Mt 2, 1-12:

Jesús nació en Belén de Judea, en tiempo del rey Herodes. Unos magos de oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: «¿Dónde está el que ha nacido, el rey de los judíos? Porque hemos visto su estrella en el oriente y venimos a adorarlo».

Al oír esto el rey Herodes, se inquietó, y con él toda Jerusalén; convocó a todos los sumos sacerdotes y a los maestros de la ley y les preguntó por el lugar de nacimiento del mesías. Ellos le contestaron: En Belén de Judá, pues así está escrito por el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, de ningún modo eres la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel. Entonces Herodes llamó en secreto a los magos y se informó cuidadosamente de ellos sobre el tiempo en que había aparecido la estrella; luego los envió a Belén, y les dijo: «Id y averiguad todo lo que podáis sobre ese niño, y, cuando lo encontréis, avisadme, para que vaya yo también a adorarlo».

Ellos, después de oír al rey, se marcharon; y la estrella que habían visto en oriente iba delante de ellos, hasta que fue a posarse sobre el lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella experimentaron una grandísima alegría. Entraron en la casa y vieron al niño con María, su madre; se pusieron de rodillas y lo adoraron; abrieron sus tesoros y le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Luego regresaron a su país por otro camino, pues les habían dicho en sueños que no volvieran adonde estaba Herodes.

Luis de Morales: La adoración de los magos

Reflexión

A la fiesta que celebramos hoy, nosotros la llamamos familiarmente Fiesta de Reyes, en recuerdo de aquellos personajes a los que el evangelista san Mateo llama magos, palabra con la que en la época de Cristo se designaba a los hombres cuyos conocimientos abarcaban todos los campos del saber: la filosofía, las ciencias naturales, la astronomía…

En la Liturgia de la Iglesia este día recibe el nombre de Epifanía del Señor. Una palabra que viene del griego compuesta por la preposición “epí” (“sobre”) y el término “fanía” (“brillar, alumbrar”). Por lo tanto, Epifanía significa brillar sobre, es decir, manifestarse. No celebramos solamente un episodio de la infancia de Jesucristo, sino un hecho trascendental: la manifestación al mundo del Salvador que acaba de venir.

¿Cómo se manifiesta Cristo?

Esta manifestación divina la resume la Liturgia en tres momentos:

  • El misterio de los Magos venidos de Oriente, guiados por la estrella, para honrar la realeza divina del Niño de Belén;
  • El misterio del Bautismo de Cristo, proclamado Hijo de Dios en las aguas del Jordán por la voz del mismo Padre celestial;
  • Y el misterio del divino poder de Cristo, que convirtió el agua en vino en el banquete de las Bodas de Caná.

Estos tres motivos se unifican en la antífona del Benedictus: «Hoy se juntó la Iglesia a su Celeste Esposo, porque en el Jordán lavó Cristo sus crímenes; corren a las nupcias reales los Magos, cargados de presentes; y del agua hecha vino se alegran los convidados, aleluya».

  • De estos tres misterios que honra la Iglesia en este día, la adoración de los Magos es el subrayado hoy con mayor intensidad y gozo.
  • El día escogido por la Iglesia de Occidente para honrar de un modo especial el Bautismo del Salvador, fue la Octava de Epifanía, el 13 de enero.
  • Y el tercer misterio se celebra particularmente en el Segundo Domingo después de Epifanía, cuando leeremos en el Evangelio el milagro de Caná.

Los signos y las profecías manifiestan a Cristo

Jesucristo quiso hacerse reconocer en su Primera Venida por señales y profecías.

Los Magos dicen que vieron la estrella del Niño en Oriente y que por eso han venido a buscarlo. En el AT, Balaam anuncia, bajo la figura de una estrella, la gloria más grande de Israel (Num 24, 15ss): «una estrella sale de Jacob, y de Israel surge un cetro…». Los sacerdotes conocen las profecías de Miqueas: «Ellos le dijeron: “En Betlehem de Judea, porque así está escrito por el profeta: «Y tú Betlehem (del) país de Judá, no eres de ninguna manera la menor entre las principales (ciudades) de Judá, porque de ti saldrá el caudillo que apacentará a Israel mi pueblo”» (Mt 2, 5-6; cfr. Miq 5, 2) «¿No ha dicho la Escritura que el Cristo ha de venir del linaje de David, y de Belén, la aldea de David?» (Jn 7, 42)

Los Magos habían sido conducidos a Jerusalén y a Belén por una estrella; Jesús fue, pues, reconocido por medio de un signo, tal como había sido designado por la voz de la profecía. En ese día los judíos reconocieron al Rey-Mesías por la profecía, y los gentiles le adoraron por un signo.

Ahora bien, estas señales y profecías que tanta importancia tienen para reconocer la acción de Dios, pueden también conducir al error si no se las lee en su integridad y se interpretan adecuadamente.

Las profecías relativas al Mesías están divididas en dos grupos:

  • El primero anunciaba su nacimiento, su vida humillada, la revelación de la Ley de gracia, las circunstancias precisas de su muerte dolorosa.
  • El segundo grupo profético anuncia un Rey glorioso, con todos los grandes acontecimientos del fin de los tiempos: restauración de Israel y de Jerusalén; vuelta gloriosa de Cristo para reinar con sus Santos; día de la justicia divina; nuevos cielos y tierra nueva; un reino sin fin.

Las profecías mesiánicas eran numerosas; y si los judíos no se equivocaron en ellas, cuando fue preciso indicar a los Magos la ruta de Belén, al preguntar estos príncipes por el Rey de los judíos, fueron incapaces, en cambio, de reconocer un Mesías venido para servir y morir. Los judíos no pensaban más que en una cierta realeza mesiánica, no en aquella que Jesús les ofrecía; entonces rechazaron a su Rey. Dejaron en la penumbra las señales y las profecías de la humillación, del dolor y de la muerte. Para los judíos, el Ungido del Señor debía restaurar la casa de David, volver a levantar su trono, sacudir el yugo romano y el de Herodes, a fin de libertar para siempre a Israel. Tal fue su error… Tal fue su catástrofe…

La Navidad tiene para nosotros también esa doble cara que nos presentan las profecías: por un lado el abajamiento de la Encarnación, la humildad del pesebre… Por otro, la Liturgia de este día es una exaltación de la realeza de Cristo. En la Epifanía la Iglesia celebra al Rey del Imperio Eterno, que honra con su visita al mundo y en particular a la ciudad de Jerusalén, para colmarla con la plenitud de su gloria.

El Introito canta esta realeza: «Mal. 3.1; 1 Par. 29.12. Ya viene el Señor, el Dominador, y en su mano están el reino, y la potestad, y el imperio.  Salmo.- 71.1. ¡Oh Dios!, da al Rey tu juicio, y al Hijo del Rey tu justicia». Algunos versículos de este Salmo son particularmente típicos para mostrar cuál será la realeza futura del Mesías: «Y Él dominará de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la tierra. Ante Él se prosternarán sus enemigos, y sus adversarios lamerán el polvo. Los reyes de Tarsis y de las islas le ofrecerán tributos; los reyes de Arabia y de Sabá le traerán presentes. Y lo adorarán los reyes todos de la tierra…»

Todos estos textos no pueden referirse sino a la Segunda Venida y Reino, puesto que el día en que los Magos llegaron a Belén su cortejo no se parecía a esa enumeración de reyes de que nos habla el salmo 71, ni a la que describe magníficamente Isaías y que nos presenta la Epístola (Is 60, 1-6): «Levántate, Jerusalén, resplandece!, que ya se alza tu luz y se levanta sobre ti la gloria del Señor… Alza tus ojos en torno, y mira; todos estos se han reunido, han venido a ti; tus hijos vendrán de lejos, y tus hijas surgirán de todas partes». El establecimiento de este Reino universal, es la realización de las promesas del Adviento sobre la venida del Señor en gloria y poder.

Esto es lo que la Iglesia celebra, anticipadamente, en la solemnidad de la Epifanía. Junta, en una perspectiva única, las promesas y su realización, y las reúne en una sola celebración desde el Adviento hasta Epifanía.

El que viene para salvar a su pueblo de los pecados, como dice el Ángel a San José, viene también para reinar eternamente sobre la casa de Jacob, como revela san Gabriel a la Virgen María. «así también Cristo, que se ofreció una sola vez para llevar los pecados de muchos, otra vez aparecerá, sin pecado, a los que le están esperando para salvación» (Heb 9, 28): «Aparecerá, no ya para ofrecerse en sacrificio por el pecado, sino para dar la salud eterna a todos aquellos que le esperan con amorosa impaciencia, deseando su eterna libertad» (S. Juan Crisóstomo).

*

A través de los siglos, la Iglesia festeja la Epifanía de su Rey. Ninguna potencia terrestre puede asustarla o intimidarla, porque tiene la certidumbre del triunfo final de su Cristo en aquel día, como lo dice San Pablo, en que destruido todo imperio, dominación y poder, no habrá lugar sino para el Reino del Señor Jesucristo.

Pertenecemos a los hijos e hijas que llegaron de todas partes, que vinieron de las tinieblas de la gentilidad. Como dice San León Magno, «Reconozcamos en los Magos adorando a Cristo las primicias de nuestra fe y vocación, y con ánimo regocijado celebremos los comienzos de nuestra esperanza».

Abramos nuestro corazón a la gratitud más viva por el beneficio insigne de tan alta vocación. Y procuremos llevar una vida verdaderamente santa y digna de nuestra vocación cristiana para que un día seamos conducidos hasta contemplar la hermosura y la grandeza de Dios por toda la eternidad.

«En verdad es digno y justo, equitativo y saludable el darte gracias en todo tiempo y lugar, Señor Santo, Padre Todopoderoso, Dios Eterno. Pues tu Unigénito Hijo, al manifestarse a nosotros revestido de nuestra carne mortal, nos ha restaurado con la nueva luz de su inmortalidad» (Prefacio de la Epifanía).

Y no pasemos por alto que, como dice expresamente el texto evangélico, los tres Magos encontraron al Niño junto a su Madre; en lo que se nos da a entender que la Santísima Virgen María, Mediadora de todas las gracias, nos presenta a su Hijo, y que no hay camino más recto para llegar a Jesús, que su Madre.