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3 diciembre 2018 • El rasero de los medios presuntamente informativos tiene muy claro cómo enfocar los sucesos en función de los intereses del poder

Gabriel García

La revuelta de los chalecos amarillos

Obier [CC BY-SA 4.0 (https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0)], a través de Wikimedia Commons

Hace unos meses Francia conquistaba el Mundial de Fútbol y las calles de París se convertían en una batalla campal entre los cuerpos policiales y la población en su mayoría de origen inmigrante, sucesos que fueron presentados oficialmente como disturbios de la celebración de la victoria gala. Tiempo después, esa misma población ubicada en los guettos fue denunciada por haberse organizado para atacar a los policías inspirándose en la saga de películas de La Purga. No recordamos que en ninguna de estas ocasiones se pronunciara la más rotunda condena por el vandalismo, los ataques a la policía o la inseguridad ciudadana; tampoco comenzaron las retransmisiones de lo sucedido con imágenes de ancianos huyendo entre llamas. Como siempre, el rasero de los medios presuntamente informativos tiene muy claro cómo enfocar los sucesos en función de los implicados y los intereses que el poder tenga en lo ocurrido.

La conocida hasta ahora como revuelta de los chalecos amarillos no ha recibido la misma comprensión por parte de las autoridades. Sea por que los manifestantes son mayormente nativos o por tener la simpatía de dos terceras partes de los franceses, la presidencia de Emmanuel Macron parece estar en su momento más débil desde la descarada campaña mediática que le llevó al Elíseo como antídoto del stablishment contra Marine Le Pen. De momento, el presidente francés plantea establecer el estado de emergencia en la capital como medida de control ante lo que, sin duda, es una legítima movilización popular contra una subida de impuestos que será íntegramente cargada sobre las clases trabajadoras. Lo que no va a poder impedir Emmanuel Macron es que el ejemplo francés se extienda a los países vecinos, como son los casos de Alemania, Bélgica y, según parece, España. Hasta dónde llegará este fenómeno está por ver, lo que es indudable es el hartazgo de una población harta de subvencionar los caprichos y excentricidades de una élite ajena a la realidad cotidiana.

Desde hace años el Sistema es consciente de su debilidad. Pese a que sus terminales mediáticas nos bombardeen sin descanso con advertencias sobre el auge de los populismos y el retorno de tendencias totalitarias, lo cierto es que las poblaciones parecen cada vez más indiferentes a sus conspiranoicas y desesperadas profecías. La victoria electoral de Donald Trump en los Estados Unidos de América, el terror que les hizo sentir Marine Le Pen en las elecciones presidenciales francesas, el gobierno de coalición euroescéptica en Italia, la negativa de la Europa del Este de abrir sus fronteras de par en par, la irrupción del brasileño Jair Bolsonaro… El mundo que hemos conocido, por más que les desagrade a los que sientan sus traseros en los contubernios del Club Bilderberg y demás foros del poder mundial, está cambiando. Mejor dicho, debe cambiar por el bien de la mayoría de quienes habitamos este planeta. Por ahora, los outsiders y los llamados populistas de toda índole son un claro síntoma de que los poderes del mundialismo no lo tienen todo bajo su control. Y eso debe alegrarnos. No es el momento de teorías sobre disidencia controlada, sino de comprender qué está ocurriendo y formar parte de los cambios que estén por venir; de lo contrario, el mundo se condenará a seguir bajo el yugo del mundialismo y sus políticas genocidas.