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22 noviembre 2018 • Desde muy joven, me enseñaron el sentido del trabajo, de todo trabajo

Manuel Parra Celaya

Mi saludo al trabajo humilde

A pesar de mi situación de jubilado (o quizás por ella), me gusta madrugar y empezar la jornada con lo que ahora se llama trekking por parques y montes urbanos próximos a mi domicilio. Pocas personas se encuentran a esas horas, pero no olvido hacia ellas un buenos días, como reminiscencia de cuando la vida era mucho más humana en los barrios.

La mayoría responde, incluidos turistas japoneses (hablo del parque Güell, claro), con algunas excepciones que me invitan a pensar en problemas de audición o de simple falta de civismo y educación. Y en mi cortesía matutina nunca se me olvida saludar a los empleados de limpieza que se afanan en vaciar papeleras o recoger desperdicios del día anterior, y ello por dos motivos muy personales y, espero, transferibles.

El primero es que me hacen evocar unas palabras de Saint-Exupéry escritas en sus Cartas de juventud, después de que su avión hubiera entrado en barrena y la muerte le pareciera inminente; no fue así en aquella ocasión y el piloto vuelve felizmente de un mundo del que no es frecuente regresar para describirlo; el autor de El Principito dice a continuación: He comprendido los campos, el sol…Ahora, en las calles, encontraba a los barrenderos que limpiaban su parte de este mundo. Se lo agradecía (…). Y estaba lleno de sentido ordenar así esta casa.

He observado que, para otras personas, estos operarios madrugadores son invisibles, por decirlo así; nunca para mí, porque, sin regresar de jugarme la vida como piloto, también creo firmemente que la cada día es un regalo que Dios nos hace, a mí, al supuesto sordo o maleducado y al empleado de la limpieza municipal.

El segundo motivo es que, desde muy joven, me enseñaron el sentido del trabajo, de todo trabajo, desde el más humilde, que pasa desapercibido para una gran parte de esta sociedad hedonista y proclive a la especulación, hasta el de más relevancia aparente; todos conllevan su responsabilidad  y representan, por una parte, el medio legítimo de ganarse los garbanzos y, por otra, una contribución a la empresa común, aunque esto último suene a grandilocuente en medio de las miserias postmodernas. (Y ahora que caigo: se va a cumplir el aniversario de la muerte de alguien que negaba su sitio en España a los convidados y a los zánganos…)

Decía que en mi formación juvenil adquirí, de forma imborrable, la capacidad de valorar la dignidad del trabajo, hasta el punto de que me desagrada profundamente leer la expresión mercado de trabajo, porque no acepto que este esfuerzo -manual, técnico, intelectual, de liderazgo…- pueda ser considerado como una mercancía sujeta a la ley de la oferta y la demanda.

Esta valoración del trabajo la sustento en la dignidad del ser humano, y tanto esa expresión tan propia de la economía liberal como la omisión de un simple buenos días a los barrenderos me parece una verdadera microagresión, de esas que se han puesto tan de moda en lo políticamente correcto para simplezas sin cuento por parte de los que -con perdón- se la cogen con papel de fumar o con guantes de boxeo.

Hace poco tiempo tuve ocasión de visitar el complejo que había albergado años atrás una de aquellas Universidades Laborales; aquello no era una sencilla formación profesional, que aseguraba el aprendizaje de un oficio, sino un templo de cultura, técnica, ciencia, humanidades, arte y ocio, todo en una pieza, porque su inspirador -el olvidado o denostado José Antonio Girón de Velasco- consideraba que, en paralelo a otras Universidades, de contenidos más teóricos, todo estudiante era una persona humana abierta a la cultura y un ciudadano español, y, por ambos motivos, sujeto de una buena educación en todas las facetas.

En el recorrido por las instalaciones, otro visitante comentó que para qué necesitaban los obreros tanto despilfarro de medios; intenté explicárselo, pero no sé si me comprendió, porque en su mentalidad prevalecían las nociones de puro tecnicismo y, quizás, de beneficencia, de forma que me replicó que yo tenía una ideología socialista.

No quise desengañarlo, aunque mi supuesto socialismo (y el de Girón) no tenía nada que ver, por supuesto, con el reclamo de unas siglas o de un nombre que, en estos momentos, es en el mundo el más eficaz cómplice del capitalismo globalizador; porque, como dice Bauman, la tarea de construir un nuevo orden mejor para reemplazar al viejo y defectuoso no forma parte de ninguna agenda actual, al menos de la agenda donde supuestamente se sitúa la acción política.

Me consta que me he ido por los cerros de Úbeda, pero me reafirmo en mi voluntad de saludar de buena mañana a los humildes barrenderos y, si tuviera la ocasión, de excluir de mi cortesía a quienes no han dado palo al agua en su vida y ocupan platós televisivos o, peor, cargos públicos.