Widgetized Section

Go to Admin » Appearance » Widgets » and move Gabfire Widget: Social into that MastheadOverlay zone

31 octubre 2018 • ¿Amamos lo que amamos porque lo hemos visto antes o vemos lo que vemos porque antes lo amábamos ya?

Manuel Parra Celaya

Descubriendo lo ocultado

A raíz de mi último artículo en el que comentaba -en tonos entre lo formal y lo desenfadado- la tele estupidez del programa de O.T., he recibido dos correos electrónicos dignos de mención de un par de allegados o conocidos.

El primero me causó cierta extrañeza, porque la persona en cuestión se mostraba sorprendida de lo que llamaba mi filiación joseantoniana y confesaba que ahora iba atando cabos sobre alguna de mis colaboraciones periodísticas; no se manifestaba ni a favor ni en contra de mis asertos, solo daba fe de su extrañeza; con ello, pude comprobar, claro está, que la sagacidad no era precisamente su fuerte…

El segundo era de alguien que me solicitaba si podía hacerle llegar el texto completo del testamento de José Antonio; en este caso, el sorprendido -gratamente- fui yo, pues me daba la impresión de que las simpatías de este conocido no iban precisamente en esa dirección.

La cuestión es que estas dos comunicaciones, y especialmente la segunda de ellas, me han hecho reflexionar sobre algo que recordaba de Ortega y Gasset y que ahora, consultada la fuente exacta, transcribo a continuación: ¿Amamos lo que amamos porque lo hemos visto antes o en algún sentido cabe decir que vemos lo que vemos porque antes de verlo lo amábamos ya?

También recuerdo que la primera vez que leí esta frase, entresacada de un artículo titulado Corazón y cabeza y publicado en La Nación de Buenos Aires en julio de 1927, mi tentación inmediata fue contestar ¡La gallina!, al modo de la conocida anécdota que narró Jardiel Poncela, pero, tras una lectura repetida y reposada -como se debe leer a Ortega siempre- creo que advertí su profundo sentido, y puede aplicarse al correo recibido.

Las breves citas del histórico testamento que insertaba en mi artículo de la semana pasada seguro que despertaron la curiosidad de mi conocido, pero, además, tuvieron la virtud de lograr que viera a José Antonio Primo de Rivera, porque, en su interior, ya coincidía con el significado de aquellas ideas; y esto nos puede pasar con cualquier lectura que implique un descubrimiento: advertimos las razones o la belleza de la expresión del autor, porque previa y secretamente, a lo mejor en lo más remoto de nuestro inconsciente, estamos predispuestos o encariñados (no empleo el verbo amar, al modo orteguiano) con aquel contenido o aquella forma.

¿Cuántos españoles de hoy conocen textos de José Antonio? Incluso, a quienes me igualan o superan en edad solo les sonarán algunas frases sueltas: El hombre portador de valores eternos, España es una unidad de destino en lo universal…, cuando no lo anecdótico de aquello de los puños y las pistolas, descontextualizado evidentemente, que no se cae de la boca de los plumíferos desacreditadores y, por consiguiente, desacreditados.

Posiblemente, muchos de los planteamientos y afirmaciones joseantonianas sobre el sistema de crédito, el paro, el sindicalismo, los partidos políticos, la democracia de contenido, la unidad y variedad de España, etc. serían enormemente gratas y sorprendentes a los ciudadanos de estos días, porque advertirían atinadas reflexiones y respuestas a muchas de sus preocupaciones e inquietudes cotidianas.

Como escribió Adriano Gómez Molina, que sabe bastante del tema, hay un cáncer pavoroso para las formulaciones políticas: la degradación tópico de las palabras con que se formularon unas ideas, la conversión en tópicos, en lugares comunes, en frases mostrencas, de aquellos párrafos o dichos en los que cuajaron un ideario político.

Lo dicho es de aplicación a cualquier autor y pensador; piensen en cuantos conocer de Carlos Marx poco más que aquello de que la religión es el opio del pueblo, o del propio Ortega lo de yo soy yo y mi circunstancia, sin terminar la cita, o solo recuerdan de Lampedusa el tópico de cambiar para que nada cambie

Soy consciente de que, de seguir así, derivaré mis palabras, por deformación profesional, hacia el campo de la enseñanza y sus lagunas; menos mal que, según dicen, el Congreso se ha definido a favor de que vuelva la Filosofía a los planes de estudio; mi pregunta, y mi sospecha, es si, previamente, actuará una nada sutil censura que invalidará o silenciará de antemano a pensadores cuyos asertos no cuadran a lo políticamente correcto, y, así, serán objeto de una voraz tijera -como la describía humorísticamente La Codorniz– para amputar o tergiversar lo non grato.

De momento, era censura se ha aplicado sistemáticamente con los textos de José Antonio Primo de Rivera, y solo la curiosidad o el hecho de ver lo que amábamos ya, sin saberlo, permite romper el anatema lanzado sobre él.