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11 septiembre 2018 • La realidad supera muchas veces a la ficción. O, por lo menos, la iguala

Manuel Parra Celaya

Cedo la palabra a Orwell

Quizás hoy me he levantado algo holgazán a la hora de tomar la pluma; o quizás es que acuso el cansancio y el tedio de la reiteración en los medios de la política de Pedro Sánchez y, en concreto, de su tema-estrella, como se sabe el más grave y esencial para los españoles del siglo XXI: sacar a Francisco Franco de su tumba y, tras él, remover toda la historia de España a su antojo.

Cedo, pues, la palabra a Eric Arthur Blair, más conocido por el pseudónimo de George Orwell, que, tras su frustrante experiencia en nuestra guerra civil, dejó escrita su opinión sobre la manipulación del ser humano y de la historia en su famosa distopía 1984, que, para los que vivimos hoy, viene a constituir toda una profecía, que ríanse ustedes de Nostradamus. De entre las ediciones que poseo de la obra, recurro a la de 1981 de la editorial Destino, y, para mayor comodidad de los interesados en profundizar en su lectura, cito las páginas.

Como saben, el protagonista de la novela, Wilson, trabaja en el Ministerio de la Verdad (de momento, D. Pedro no ha elevado a categoría ministerial su Comisión de la Verdad, pero todo se andará), que en neolengua se le llama Miniver (…) y que se dedicaba a las noticias, a los espectáculos, a la educación y a las bellas artes (pág. 10).

Antes de empezar a trabajar, todos los miembros del Partido-funcionarios asistían obligatoriamente a los Dos Minutos de Odio (pág. 18), durante los cuales debían  insultar y denostar a la bête noire para el Sistema, algo similar a lo que quieren provocar los titulares de prensa y cabeceras de telediarios en nosotros al tratar el tema del Valle de los Caídos: Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia (pág. 19) y lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí su papel, sino, al contrario, que era absolutamente imposible evitar la participación, porque era uno arrastrado irremediablemente (pág. 20).

El trabajo en el Ministerio de la Verdad (léase, Comisión) respondía a la consigna del Partido: El que controla el pasado controla también el futuro. El que controla el presente controla el pasado. En consecuencia, si todos los demás aceptaban la mentira que impuso el Partido, si todos los testimonios decían lo mismo, entonces la mentira pasaba a la historia y s convertía en verdad (…); todo lo que ahora era verdad había sido verdad eternamente y lo seguiría siendo. Era muy sencillo: lo único que se necesitaba era una interminable serie de victorias que cada persona debía lograr sobre su propia memoria. A esto se le llamaba ´control de la realidad´. Pero en neolengua había una palabra especial para ello: doblepensar (Pág. 43).

Con este doblepensar, el ciudadano se encontraba (se encuentra) ante una encrucijada: Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones, sabiendo que son contradictorias, y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la lógica; repudiar la moralidad mientras se recurre a ella, creer que la democracia es imposible y que el Partido es el guardián de la democracia; olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ella, volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara (Pág. 44).

El procedimiento era aplicado urbi et orbi: Este proceso de continua alteración no se aplicaba solo a los periódicos, sino a los libros, revistas, folletos, carteles, programas, películas, bandas sonoras, historietas para niños, fotografías…, es decir, a toda clase de documentos o literatura que pudiera tener algún significado político o ideológico. Diariamente y casi minuto por minuto, el pasado era puesto al día (Págs. 48 y 49). Naturalmente, existía la ingeniería de la manipulación: En un lugar desconocido estaban los cerebros directores que coordinaban todos estos esfuerzos y establecían las líneas políticas según las cuales un fragmento del pasado había de ser conservado, falsificado otro, y otro borrado de la existencia (Pág. 51).

En el manual de estilo, que en la obra se llama Teoría y práctica del colectivismo oligárquico, ya aparece muy clara la guía del procedimiento de manipulación sistemática: Los acontecimientos pretéritos no tienen existencia objetiva, sostiene el Partido, sino que sobreviven solo en los documentos y en la memoria de los hombres. El pasado es únicamente lo que digan los testimonios escritos y la memoria humana. Pero como quiera que el Partido controla todos los documentos y también la memoria de todos sus miembros, resulta que el pasado será lo que el Partido quiera que sea (Pág. 224).

No me resisto a terminar con un breve párrafo que puede ofrecer una clave sobre las motivaciones y del que cada lector puede sacar sus consecuencias: No nos interesa el bienestar de los demás; solo nos interesa el poder. Ni la riqueza ni el lujo; ni la longevidad ni la felicidad; solo el poder, el poder puro (Pág. 277).

Realmente, la realidad supera muchas veces a la ficción. O, por lo menos, la iguala.