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8 septiembre 2018 • "Todo aquél que se ensalza humillado será: y el que se humilla será ensalzado"

Marcial Flavius - presbyter

16º Domingo después de Pentecostés: 9-septiembre-2018

Rito Romano Tradicional

Evangelio

Lc 14, 1-11: Y aconteció que entrando Jesús un sábado en casa de uno de los principales fariseos a comer pan, ellos le estaban acechando. Y he aquí un hombre hidrópico estaba delante de Él. Y Jesús dirigiendo su palabra a los doctores de la ley y a los fariseos les dijo: ¿Es lícito curar en sábado? Mas ellos callaron. Él entonces le tomó, le sanó y le despidió. Y les respondió y dijo: ¿Quién hay de vosotros, viendo su asno o su buey caído en un pozo, no le saca al instante en día de sábado? Y no le podían replicar a estas cosas.

Y observando también cómo los convidados escogían los primeros asientos en la mesa, les propuso una parábola, y dijo: Cuando fueres convidado a bodas, no te sientes en el primer lugar, no sea que haya allí otro convidado más honrado que tú, y que venga aquel que te convidó a ti y a él y te diga: Da el lugar a éste; y que entonces tengas que tomar el último lugar con vergüenza; mas cuando fueres llamado, ve y siéntate en el último puesto. Para que cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba. Entonces serás honrado delante de los que estuvieren contigo a la mesa. Porque todo aquél que se ensalza humillado será: y el que se humilla será ensalzado.

Ernst Zimmerman: «Cristo y los fariseos»

Reflexión

Al considerar el Evangelio de este domingo (Lc 14, 1. 7-14) debemos recordar que en la Sagrada Escritura la idea de banquete se asocia, entre otras cosas, a la esperanza del cielo. La alegría y la saciedad que producen la buena comida y el vino del convite evocan el gozo sin límites de la gloria celestial.

A semejanza de tantos otros lugares del Evangelio, hoy se nos habla del fin del hombre, que es la unión definitiva con Dios y la participación en su gloria, al tiempo que se nos indica cómo llegar a ese Cielo prometido, recomendándonos hoy la virtud de la humildad.

Observemos cómo en la parábola que expone Jesucristo, el dueño de casa no sólo es el que invita al banquete y abre las puertas de la sala, sino también quien dispone el lugar que corresponde a cada uno. La salvación no es algo que podamos alcanzar por nosotros mismos sino que es preciso contar ineludiblemente con el auxilio de la gracia de Dios [, pues, “la gracia y la gloria son del mismo género, porque la gracia no es otra cosa que el comienzo de la gloria en nosotros… y la gracia que poseemos contiene en germen todo lo que es necesario para la gloria”, Santo Tomás de Aquino]. No podemos llegar al cielo con nuestras solas fuerzas humanas. No podemos, por ejemplo, sin la gracia, conocer a Dios con la luz de la fe, amarlo sobre todas las cosas, perseverar por largo tiempo en la vida virtuosa o rechazar todas las tentaciones, y evitar los pecados o arrepentimos de ellos después de haberlos cometido. [“Mirad que lo puede todo y que nosotras no podemos nada, sino que Él nos hace poder”, Santa Teresa].

Veamos la necesidad de la humildad ante Dios y en nuestra relación con los demás.

1. ¿Por qué es necesaria la humildad para recibir los dones divinos? Porque el verdaderamente humilde sabe que es insignificante delante de Dios, reconociendo que sólo Él es grande, y que en comparación a la suya todas las grandezas humanas son como polvo y ceniza.

Así se va despojando al alma de sus imaginadas perfecciones, y al vaciarse ésta de sí misma, prepara el terreno para recibir el influjo bienhechor del amor divino que nos salva: “Cuanto más grande seas, más humilde debes ser, y así obtendrás el favor del Señor” (Cfr. Eclo 3, 17-20).

2. La humildad frente a Dios debe llevarnos también a vivir esta virtud en nuestro trato con los demás. Si todos hemos recibido de lo alto nuestra vida natural y sobrenatural, tenemos un Padre común, y así nace la necesidad de ser humildes con el prójimo.

Ni siquiera la convicción de que somos moralmente superiores a otra persona, debido a la comparación de nuestra conducta y la suya, puede alimentar el orgullo, ya que «no hay pecado ni crimen cometido por otro hombre que yo no sea capaz de cometer por razón de mi fragilidad; y si aún no lo he cometido, es porque Dios, en su misericordia, no lo ha permitido y me ha preservado en el bien» (San Agustín).

Es difícil, para nuestra naturaleza orgullosa, aceptar esta virtud, pero podemos ayudarnos para ello mirando el ejemplo de Jesucristo que siendo Dios «tomó la condición de esclavo y se humilló hasta la muerte», como escribe San Pablo a los filipenses. Nadie como Él supo humillarse y nadie tampoco como Él fue «ensalzado» de modo más eminente. Aprendamos de Cristo sobre todo cada vez que asistimos al Santo Sacrificio de la Misa en el que nos dejó un memorial de su Pasión y se ofrece sobre el Altar como alimento para ser comido y bebido por los indignos pecadores, dejándonos la suprema lección de la humildad hasta el fin.

Resumido de: Alfredo SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed.Gladius, 1994, pp. 252-255.