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21 agosto 2018 • Cierro un paréntesis relativo entre las inquietudes cotidianas y regreso a ellas

Manuel Parra Celaya

Gracias, buenas gentes

Fuente de la Imagen: Wikimedia

Nunca he creído en el síndrome postvacacional, que me ha parecido uno de tantos camelos que estamos dispuestos a aceptar a pies juntillas los que vivimos en esta sociedad carente de creencias serias y abundante en supercherías. Claro que todos lamentamos que toque a su fin un merecido descanso, unos viajes o unas aventuras, a elegir según gustos, y que debamos reincorporarnos a la rutina del día a día, pero eso no constituye una patología digna de mención.

Por otra parte, las vacaciones del españolito de hoy no suelen implicar una desconexión  completa ni alejan la mente de las inquietudes colectivas, pues, allá donde estemos, nos acompañan los medios de difusión y propaganda, y no dejamos de mirar, aunque sea de soslayo y desde la mesa del restaurante, la pantalla de televisión que nos informa, por ejemplo, de que sigue la invasión de Europa por sus costas del Sur, de que continúan las maquinaciones de los políticos aun en plena canícula y que el terrorismo yihadista no hace vacaciones, como han podido comprobar en Gran Bretaña.

No digamos los que tienen la desgracia de tener wasap en sus inseparables móviles, pues están informados al minuto, hasta en la barra del chiringuito playero, de los últimos tejemanejes enchufistas del otrora tan puro Pedro Sánchez, así como de un aluvión de informaciones o desinformaciones que se dedican a difundir propios y ajenos, los que no tienen otra cosa que hacer o acaso hacen lo que se les ordena.

A Dios gracias, no me encuentro entre los poseedores de ese dispositivo, pero algunos amigos se han encargado de tenerme al día (¡guárdeme el Señor de mis amigos, que de mis enemigos me encargo yo!)  y, de este modo, ha tenido ocasión de seguir noticias, nada halagüeñas por cierto, referidas al empecinamiento de insolidarios y particularistas de mi región ante la conmemoración del acto terrorista de Barcelona y de su presunto compadreo con el gobierno español.

Tampoco he sido un asiduo de los telediarios, pero he comprobado que la 1 se parece cada día más a la Sexta (que algunos llaman la Secta), he mantenido con cierta fidelidad -nada sistemática- mi repaso de titulares en mi ordenador, y ha sido así como he podido enterarme de buenas nuevas (pocas) y de las malas. Con todo, han predominado en estos días mis dos grandes aficiones: la lectura y el montañismo, ya que la primera de ellas te permite profundizar y conocer nuevos campos y la segunda, ejercitar esa rara virtud de nuestros días que es el desarrollo de la capacidad de esfuerzo; además -perdonen mi atrevimiento- te permite acercarte más el Creador.

Cierro, pues, un paréntesis relativo entre las inquietudes cotidianas y regreso a ellas, como se dice vulgarmente, con las pilas cargadas. Lo debo a las buenas gantes que me he ido encontrando en los diversos lugares de España por los que me he movido: Cataluña, Navarra, Castilla… Son esas buenas gentes que se han resistido al envenenamiento de la política al uso y que reaccionan ante los problemas de la convivencia nacional -sean grandes o menudos- con la necesaria dosis de sentido común, que. en el Sistema que nos rige, es el menos común de los sentidos.

Son esas personas que normalmente no integran multitudes airadas ni mucho menos capillas de arribismos; que sienten lógica preocupación por sus familias y trabajos; que mantienen en su fuero interno unos valores y principios que suelen ser despreciados por los imbéciles y motejados de tradicionales, pero que, en el almario de esas buenas gentes, son perfectamente compatibles con las innovaciones que exigen los tiempos, aunque no con las aberraciones.

Son esas gentes que -asistan o no a la Misa dominical en sus localidades- no han abjurado de una religiosidad fundamental heredada de sus mayores; que se sienten profunda y naturalmente españoles, a la par que orgullosos de su patria chica y enamorados de su terruño; que suelen hacer un mohín de desprecio cuando aparecen en la pantalla determinados personajillos, y que prosiguen su existencia -acaso gris- de ciudadanos de a pie.

Parte de esas buenas gentes con las que he convivido en estos días pasados fueron invocados, ya hace muchos años, con el sugerente estribillo del habla, pueblo, habla, pero ya han tenido suficiente tiempo de desengañarse, porque su voz, resumida a un papelito depositado en una urna, no ha servido para afirmar la unidad y la solidaridad de todos los españoles ni para que se sintieran orgullosos de su historia y entusiastas con proyectos de futuro, no ha evitado las injusticias ni proporcionado mayores cotas de libertad profunda, no ha evitado una corrupción generalizada ni ha dado al traste con la demagogia.

Con esas buenas gentes y gracias a ellas he cargado, efectivamente, mis pilas, para retornar ahora al esfuerzo diario de aportar mi pequeño grano de arena para que, algún día, el pueblo español pueda hablar de verdad y su voz sea escuchada.