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11 agosto 2018 • Uno se vuelve a preguntar para qué le sirvió a los populares contar con todos los triunfos en la mano

Manuel Parra Celaya

No es que no me fíe, pero…

Después de haber soportado durante semanas, con estoicismo ciudadano, las portadas de los periódicos y telediarios con el derby de las primarias del PP, con sus estocadas florentinas y navajazos ibéricos correspondientes, ahora, por lógica democrática, toca hacer lo propio con los ditirambos y críticas, declaraciones y opiniones de políticos y tertulianos, sobre la figura del ganador, Pablo Casado.

Según sus primeras palabras, su objetivo primordial es rearmar ideológicamente a su partido, devolviéndole los rasgos que lo confirmaron un día con mayorías absolutas; no obstante, si uno echa la vista a aquellos al parecer gloriosos años, se vuelve a preguntar para qué diantres le sirvió a los populares contar con todos los triunfos en la mano y qué ganó, sobre todo,  la parte de la sociedad española que se los otorgó, teniendo en cuenta que cuestiones, al parecer nimias, como la ley del aborto, la infame memoria histórica o la firmeza frente a los envites nacionalistas -sin aludir, mirando más hacia el pasado, a la felonía estúpida que representó aquella condena al franquismo– les otorgó al merecido epíteto de maricomplejines.

He dicho el nuevo líder que hay que conectar con los de las banderas en los balcones; santo y bueno, pero ¿de verdad le dejarán hacerlo quienes manejan los hilos tras la tramoya del escenario político? ¿No habrá querido decir que esta conexión se traduce en reconducir la espontánea y natural españolidad de las buenas gentes hacia los estrechos corrales de ese patriotismo constitucional, legado de la Escuela de Frankfurt e importado a nuestros lares por su padrino Aznar?

Si es así, su apuesta es sumamente débil, pues no debemos olvidar que el origen de esa pandemia llamada nacionalismo insolidario, particularista y, en casos, rabiosamente secesionista se encuentra precisamente en el propio texto de la Constitución, que introdujo el absurdo término de nacionalidades en su título preliminar y consagró el desafuero en el demencial redactado del título VIII. El riesgo es que se vuelvan a defraudar las expectativas de un renacido patriotismo sincero y sin apellidos por intereses partidistas o por normas superiores de obligado cumplimiento.

Por parte del adversario ahora encaramado en el poder y a pesar de las felicitaciones sui géneris, destaca el esperado tópico de que el triunfo de Casado representa una derechización del PP; nada nuevo ni original en estas palabras, salvo que encierren una acusación real, pues entonces se trataría de un afianzamiento en el neoliberalismo, por una parte, y, por otra, en recaer en el manido lugar común de que determinados valores son patrimonio de la derecha. No está de más recordar las palabras de Ortega sobre la hemiplejia moral que significa el ser de izquierdas o de derechas…

De lo que se trataría, Sr. Casado, no es de rearmar ideológicamente al PP, sino de rearmar moralmente a España, y ello solo se puede conseguir si a los alicortos intereses de los partidos políticos se sobrepone una perspectiva nacional compresiva -en el sentido que a esta palabra le otorgó Laín Entralgo-, con nuevos objetivos en lo social, lo económico, lo político y lo histórico.

Profundizando y tirando por elevación, vengo a sostener que el problema de fondo no está en los partidos, en los gobiernos o en los regímenes, sino en el Sistema, y poco se podrá hacer mientras no se acometa una profunda reforma y transformación de los parámetros que él impone. Para ello, hacen falta grandes dosis de inteligencia y de coraje.

No es, por lo tanto, desconfianza en las personas -concretamente ahora en las buenas intenciones del señor Pedro Casado-, sino profundo escepticismo en cuanto a los márgenes de actuación que les sean permitidos a los posibles líderes redentores por parte de las reglas impuestas, y asumidas por ellos, que todo hay que decirlo.

De todas formas y descendiendo al terreno de los hechos, parece que la disyuntiva sea en este momento -como en un semeje de los textos neotestamentarios- entre un Pedro y un Pablo, si hacemos omisión de un descolocado Alberto y de otro Pablo que no deja de estar entre bastidores. Aquellas buenas gentes de las banderas en los balcones se verán impelidas, como tantas veces, a elegir entre ambos, posiblemente confiadas más en los gestos y en las bellas palabras que en las realidades.

Quienes no van a tener que elegir, tiempo al tiempo, son aquellos que se empecinan en no ser españoles y en romper la unidad y la integridad de España; la nueva Crida del viajero Puigdemont va a aglutinar al separatismo golpista en Cataluña, mientras se extiende el contagio a otros lugares de nuestra geografía, algunos no necesariamente de nefasta tradición centrífuga.

Y este envite va a seguir creando situaciones próximas que no se revertirán nunca desde los respectivos rearmes de los partidos; estos, como indica su nombre derivado de parte, miran el cuerpo nacional con un solo ojo, en lugar de hacerlo acometiendo, de frente y con los dos ojos bien abiertos, como se miran todas las cosas bellas, una amplia y profunda obra regeneradora, que parta, como premisa, del reconocimiento de los males que nos han llevado a esta situación.