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25 julio 2018 • Aquí hubo una guerra, la última de una larga serie de enfrentamientos civiles

Manuel Parra Celaya

Como cualquier familia

Hoy me siento empujado a mirar hacia atrás, quiero decir hacia la historia, cosa que no suelo hacer como saben los lectores. Y no es por culpa mía, sino de los medios de difusión, casi unánimes en el tema, a pesar de que se intento recatarme de su uso en medio de unas vacaciones gozando de la tranquilidad de un pueblo charro.

Porque, cuando escribo estas líneas, es 18 de julio y parece que, tanto la televisión como la prensa están empeñadas en resucitar un pasado lejano que ni yo ni muchísimos españoles vivimos. De forma que comienzo usufructuando el título de un excelente libro del magistral Enrique de Aguinaga: Aquí hubo una guerra; y, para no hacerme eco de ese revival periodístico y televisivo, que suele tener como fondo un aire rencoroso y adusto, acudo a las viejas narraciones familiares, que carecen por completo de esta característica.

Efectivamente, aquí hubo una guerra, la última de una larga serie de enfrentamientos civiles; por otra parte, y para que quede constancia, los españoles no tenemos la exclusiva ni la patente de ello: acudo a las referencias bibliográficas en mi memoria y resulta que nuestros vecinos, Francia e Italia, por ejemplo, también dirimieron sus diferencias con sangre -y en más cantidad que nosotros- a pesar de tener aquí fama de cainitas; lo que ocurre es que otra tremenda guerra civil, en este caso mundial, enmascaró por elevación sus querellas bélicas, represalias y asesinatos, que de todo hubo en la viña del Señor.

En mi familia, como en casi todas las familias españolas, por preferencias o por circunstancias geográficas, la suerte se distribuyó en los bandos en liza; verán ustedes: tengo constancia de que dos parientes debieron de andar a tiros en la batalla del Ebro: el primero, requeté, muerto en combate y sin localizar -en una de esas cunetas que no se caen de la boca de los periodistas y políticos al uso -y, el segundo, comisario político, fallecido por enfermedad tras su evacuación urgente del lugar de las operaciones; ambos no fueron, lógicamente, conocidos por mí. Un tío abuelo, vieja guardia falangista, perseguido y ocultado en Barcelona, y un abuelo que pasó la intemerata en las checas de esta ciudad, y que, por cierto, nunca quiso contar a sus nietos los escabrosos detalles de su peripecia; lo único que recuerdo es que, cada 26 de enero, invitaba a comer a la familia para celebrar su segundo nacimiento. Tengo más referencias de otros parientes, pero creo que ya basta para mi afirmación inicial: como cualquier familia.

Paso ahora a mi presente vivido, en el que no hubo, felizmente, ninguna guerra que nos dividiera, como tampoco nos dividieron los fantasmas de la última. Y hago referencia también al futuro, que será el de mis hijos y previsibles nietos, y espero que tampoco vivan aquellas experiencias de antaño, a pesar de los denodados esfuerzos de algunos que, más que por recuerdos, se mueven por la ignorancia o por un tremendo odio sectario, que, como tal, traspasa generaciones.

Aquella guerra ocurrió hace muchísimos años, más de ochenta, y a los de mi generación nos sonaba, de jóvenes, a algo añejo y superado con creces, casi sepultado en el olvido, porque teníamos ante nosotros un presente, que califico de feliz, y nos afanábamos por abrirnos paso hacia un porvenir que aun fuese más prometedor, a golpe de herramienta o de libro, según gustos, aptitudes y aficiones.

La evocación histórica se refería, en todo caso, al heroísmo y a la abnegación: honrar con la lealtad de la conducta la memoria de todos los que ofrecieron su vida por una España mejor. Así, sin distinciones, porque cada uno de ellos -tíos, abuelos…- tenían, con sus combates, esfuerzos y sufrimientos, una imagen de una España que fuese realmente mejor para sus descendientes, en este caso un servidor, y perdonen la manera de señalar.

Por todo ello, a los de mi generación que guardamos una mente limpia, que hemos estudiado bastante objetivamente algo de historia y confiamos en que las sucesivas generaciones sean incluso mejores que nosotros, nos sorprende y alarma la obsesión por remover sepulturas y atizar odios que ni vivimos nosotros ni incluso los supervivientes de aquella feroz contienda.

Dios quiera que estos alucinados por el odio abdiquen de sus obsesiones y se apliquen a lograr una sociedad mejor, más justa, más digna y más libre, en el marco de una España y una Europa unidas en abrazo de fraternidad. Y que todos nos afanemos, no en derribar estatuas o destruir lápidas, sino en levantar monumentos que signifiquen definitivas concordias, para que nunca más se vierta sangre española en discordias civiles.