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11 julio 2018 • La Iglesia se conformó como uno de los pilares del régimen, incluso el más sólido

Pío Moa

Iglesia, franquismo y democracia

Me envía un amigo un artículo de  la revista  Alfa y Omega con este título: “De la insuperable contribución de la Iglesia a la Transición. IMPULSORA DE LA DEMOCRACIA”.

Comienza el texto:  “Pocos mitos modernos han calado tan rápidamente en la opinión pública como el de que la Iglesia fue aliada y cómplice del régimen de Franco, y que no vio con buenos ojos la llegada de la democracia. Sin embargo la Transición democrática fue preparada desde dentro  desde hacía muchos años, gracias a la labor discreta, pero eficaz, de los obispos españoles y de la Santa Sede”.

Uno tiene la impresión de que el autor desinforma a sus lectores, quizá porque él mismo esté mal informado. El régimen de Franco salvó directamente a la Iglesia del exterminio y, sí, la Iglesia fue un puntal del régimen durante la mayor parte de la vida de este. “Cómplice” en palabras del periodista.  Aunque Roma tardó en pronunciarse sobre la Guerra Civil, la mayor parte del clero y muchos obispos vieron desde el principio  con toda claridad lo que ocurría, y definieron la guerra como una cruzada en defensa de una Iglesia perseguida con saña increíble.  ¿Ignora esto el articulista? No lo ignora, pero losuaviza así:  “No es de extrañar que la Iglesia viera la llegada de las tropas nacionales como una liberación”.  ¡Y tanto!  Pero luego nos cuenta: “Los obispos percibieron en el nuevo Estado una tendencia al totalitarismo que entonces estaba triunfando en Alemania e Italia. Se puede decir que la Iglesia fue la primera voz crítica con el nuevo régimen político”. ¿De veras? Hubo algún roce  por parte del ultra Segura, pero la jerarquía eclesiástica, por abrumadora mayoría fue “cómplice” de sus salvadores. Pues la Iglesia no solo fue librada del exterminio por los franquistas, sino que recibió a continuación privilegios y prebendas que muchos consideraron excesivos, introduciendo incluso normas que hoy nos parecen ridículas y entonces lo parecían también, por ejemplo en playas y piscinas o la prohibición del divorcio salvo previa apostasía del catolicismo. De hecho, la Iglesia se conformó como uno de los pilares del régimen, incluso el más sólido, y después de la guerra mundial fue defendido por el Vaticano negando que fuera un régimen fascista y afirmando que era simplemente católico. Por supuesto, hubo fricciones, pero no con el régimen, sino con algún sector de él, la Falange, y en esas fricciones fue la Iglesia y no la Falange quien se salió con la suya… gracias al gobierno

La actitud episcopal solo cambió después del Vaticano II y por presión y  maniobras desde Roma, cada vez más cerrada al diálogo con el franquismo y más abierta al diálogo con el marxismo, una experiencia de la que iba a salir bien escaldada. En España, la Iglesia –no toda ella, pero sí el sector dominante, o al menos el más activo–  protegió a comunistas, terroristas y separatistas, convirtió muchas iglesias en tribunas políticas y refugio de los mismos que habían querido exterminarla. No puede decirse que fuera ni una gran contribución a la democracia ni un pago adecuado a lo mucho, lo muchísimo,  que la Iglesia  debía, precisamente, al régimen de Franco.  Los motivos de esta extraña política –pues era pura y simple política, muy alejada de la predicación religiosa— los he expuesto en La Transición de cristal, que me permito recomendar al mal informado articulista.  Y los frutos  están bien a la vista: una interminable crisis de la Iglesia, vaciamiento de seminarios, decadencia de las órdenes religiosas y un confusionismo  que solo corrigió a medias  Juan Pablo II. ¡Ah! Y también cosechó la Iglesia  el conocido “agradecimiento” de sus beneficiados comunistas, terroristas y separatistas: la cosa no ha dejado de tener su lado justiciero.

Parece que el autor  quiere seguir por esa senda, lo que solo significa en la práctica hacer política poco democrática y falsear la historia. Algo difícil, porque la izquierda no dejará de mostrar al público aquella “complicidad” y despreciar, por oportunista y poco digna, la protección que recibió en su tiempo de la jerarquía eclesiástica (no toda, insisto).  Suponiendo, repito, que el articulista  escribe así por desconocimiento de los hechos, me permitiré recomendarle, nuevamente, La Transición de cristal, y también Una historia chocante.  O los trabajos, mucho más pormenorizados, de Ricardo de la Cierva  sobre esas derivas no tan democráticas como él cree o quiere hacer creer.