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15 junio 2018 • La declaración de un dogma supone una gran efusión de gracias sobre la Iglesia

Angel David Martín Rubio

La Virgen María, Madre de la Iglesia

«La Inmaculada Madre de Dios siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial» (Pío XII). Fue levantada sobre los nueve coros de ángeles a gloria incomparablemente mayor que la de todos ellos, sentándola su Hijo a su derecha y, cumpliendo en Ella lo del Salmo 44 (Vg), la coronó de honra y gloria, con coronas de poder, sabiduría y amor. De esta manera, la redención alcanza en la Inmaculada un relieve por encima de cualquier consideración: ha sido elevada por Dios desde nuestro nivel a una altura «por encima de todos los ángeles y de todos los hombres», y eso por ser Madre de Dios. Pero precisamente por serlo, por ser la Madre de Jesucristo, María es también Madre de la Iglesia. En su Fundamentos y Práctica de la Vida Mariana (Malinas, 1953-1957), J. Mª Hupperts SMM, explicitaba dicho título en los siguientes términos

«Además, hemos de recordar que la Santísima Virgen no tiene sólo el cargo de cada alma en particular, sino que debe proveer también a las necesidades generales de la Iglesia y de toda la humanidad. Ella es Madre de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, y realmente Madre de toda la humanidad. Por eso, Ella no se preocupa sola ni principalmente por el bien personal de cada hombre, sino que vela por la prosperidad de toda la Iglesia, y apunta al reino de Cristo, el reino de Dios en el mundo. Todo lo que está en conexión con estos intereses de inmensa importancia, retiene su más viva atención y reclama sus más asiduos cuidados. Y todo lo que es capaz de conducir a ello o apartar de ello, no puede quedar sustraído a su mirada de Reina y de Madre»

La tradición patrística y teológica es muy abundante en establecer semejanzas entre la Iglesia y María. Ambas son vírgenes y madres; ambas esposas del Espíritu Santo… pero ese parecido no es algo puramente literario, de ahí la necesidad de una proclamación de la maternidad de María sobre la Iglesia.

La comisión preparatoria del Concilio Vaticano II había previsto un esquema propio sobre la Virgen que recogería la madurez a que había llegado la teología mariana a lo largo del siglo que va entre el dogma de la Inmaculada y el de la Asunción. Para muchos, era el momento en que se iban a explicitar aquellas verdades relacionadas más directamente con la condición de la Virgen como nuestra Madre espiritual: Santa María Corredentora, Mediadora Maternal de todas las gracias y Abogada.

Pero, en la práctica, el culto mariano tenía que ser tratado de pasada por una asamblea que había hecho del llamado ecumenismo una de sus principales señas de identidad. Es más, en el simple capítulo, a manera de apéndice del texto sobre la Iglesia, que se ocupaba de la Virgen predominaba la órbita de la escuela teológica alemana, situada a su vez bajo la influencia de la mariología protestante, a la cual no se quería contradecir. De ahí la oposición al empleo en el esquema conciliar del título Madre de la Iglesia. Como dijo por entonces un obispo español:

«Una minoría se oponía pensando en que ellos podría ser obstáculo para la eficacia de la unión principalmente con los protestantes, cuando se intente.

No miraban ellos directamente a las prerrogativas y grandezas de la Santísima Virgen, en la cual reconocen en particular este título de María: la tienen y la saben “Madre de la Iglesia”; pero atendiendo a los protestantes estimaban improcedente una manifestación pública al efecto» (alocución de D.Manuel Llopis Ivorra, in: Boletín Oficial del Obispado de Coria-Cáceres 12 (1964) 1376-1383).

En realidad, los padres conciliares filoprotestantes y sus peritos de cabecera sostenían que ese título no era esencialmente distinto de otros que, o basculan entre lo poético y lo especulativo, o son de incierto significado o carecen de base teológica, obstaculizando así la posible unión con los protestantes. Entonces Pablo VI procedió a utilizarlo en el discurso de clausura de la tercera sesión (21-noviembre-1964). Solución salomónica destinada a contentar a unos porque el título no aparecía en el texto conciliar y a otros porque lo atribuían a un acto de autónoma autoridad de Pablo VI. Afirma al respecto Romano Amerio (Iota unum):

«Y no se puede, contra la evidencia de los hechos, aceptar la posterior declaración del Card. Bea. El tenía razón al afirmar que habiendo faltado un voto explícito de la asamblea sobre la atribución o no de ese tratamiento a la Virgen, no era legítimo contraponer la voluntad no manifestada del Concilio a la voluntad del Papa expresada por modo de autoridad.

Sin embargo, saliéndose del argumento, el cardenal intentaba establecer un consenso entre el Papa y el Concilio arguyendo que toda la doctrina mariológica desarrollada en la Constitución contenía implícitamente el título de Mater Ecclesia.

Ahora bien, una doctrina implícita es una doctrina en potencia, y quien no quiere explicitarla (llevarla a acto) disiente ciertamente de quien pide su explicitación. La declaración del Cardenal Bea (que estaba entre quienes se oponían) es sólo una forma de obsequio y de reparación ante el Papa.

Descansa sobre una argumentación sofista que compara lo implícito y lo explícito, e intenta quitarle significado a los hechos. Quien rechaza explicitar una proposición implícita no tiene el mismo sentimiento que quien la quiere explicitada, pues no queriendo explicitarla, en realidad no la quiere».

Desde los primeros siglos, la Iglesia ha recurrido a la Virgen María en los momentos más difíciles. Por su asistencia en Lepanto, San Pío V la proclamó Auxilio de los cristianos, En los últimos tiempos citemos sólo al Beato Pío IX definiendo el dogma de la Inmaculada y a Pío XII el de la Asunción. Hasta ahora, ha sido la última vez que un Papa proclama una definición dogmática. ¡Cuánto echamos de menos en los años de autodemolición de la Iglesia y de confusión doctrinal que vivimos una voz autorizada que se hubiera alzado para explicitar las verdades marianas de la corredención y la mediación de todas las gracias!

Todo sería así para mayor Gloria de Dios y bien de su Santa Iglesia. La declaración de un dogma supone una gran efusión de gracias sobre la Iglesia. Si estos títulos que están doctrinalmente establecidos, fueran proclamados como un dogma sería mayor la Gloria y honor de Dios, aumentaría la reverencia y el honor debidos a su Santísima Madre y nuestra propia disposición para recibir la gracia de Dios.

Cuanto más amemos y honremos a María, más amor tendremos hacia su Hijo Jesucristo. Que la Madre de la Iglesia lo sea de sus hijos que peregrinan por este mundo para que se cumpla en nosotros lo que tantas veces le decimos en la Salve: «Y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre».

Publicado en Afán, nº 7. Edita: Producciones Armada